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jueves, mayo 02, 2013

Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin, Selecc. y Ed. Elizabeth Chatwin y Nicholas Shakespeare

Trad. I. Attrache y C. Mayor. Barcelona, Sexto Piso, 2013; 556 pp. 28 €

Pedro M. Domene

Bruce Chatwin experimentó, inagotablemente, a lo largo de su vida, su punto de partida fue siempre el desplazamiento. En ese constante movimiento pasó los últimos años de su existencia, de tal manera que su nomadismo literario ha servido para destruir los límites que él mismo había puesto a su escritura. El incansable viajero fallecía, prematuramente, en Niza a los cuarenta y ocho años y dejaba una obra, breve en número, aunque densa en contenido, ampliamente traducida en varios idiomas. El año 1975 marcaba el punto de partida de una febril actividad de un jovencísimo Chatwin, que en un escueto mensaje aseguraba, “me voy a la Patagonia por seis meses”, y así comenzaba para él el itinerario de un autodescubrimiento, puesto que el propósito inicial fue seguir las huellas de muchos de los viajeros del Imperio que, solidarios o no, habían partido de una tremenda desigualdad. Iba anotando, en pequeños cuadernos, sus impresiones, cuando, entre otras cosas, descubrió la miseria de estos desheredados de la Tierra de Fuego, aquellos que hoy son los descendientes o los restos de quienes, novelescamente, fueran los protagonistas más conocidos: un oscuro francés, Philippe Boiry, nombrado rey de la Araucaria y de la Patagonia, o los famosos forajidos, sacados del Oeste Americano, Butch Cassidy y Sundance Kid. Después vendrían, Colina negra, Los trazos de la canción, o ¿Qué hago yo aquí?
No hay escritura más inmediata, señala Elizabeth Chatwin en el Prefacio de la reciente edición de Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin (2013), que la que encontramos en las cartas. Su madre conservó las misivas que él le mandaba todas las semanas desde la escuela secundaria, en las que ya se aprecia cuántas cosas le interesaban y le entusiasmaban. Una labor de más de veinte años esconde esta edición que ha recopilado su viuda, en la que como en su libros se aprecian saltos en el tiempo y en el espacio, tal y como Chatwin solía hacer en su crónicas de viajes por la extensa Patagonia o la desértica Australia. Nicholas Shakespeare, a lo largo de una esclarecedora Introducción apunta que el libro recoge el testimonio de Chatwin desde su infancia, su paso por Sotheby’s, su estancia en Edimburgo, su labor en el Sunday Times o sus últimos días, en lucha con el sida que le quitaría la vida en 1989. Sus principales corresponsales fueron sus padres, Charles y Margarita que, a principios de los 60, se instalaron en Stradford-upon-Avon, donde pasaron el resto de sus vidas, Elizabeth Chabler, con quien estuvo casado veintitrés años, aunque tuvieron una pequeña crisis a principios de los 80, la madre de su esposa, Gertrude Chanler, que vivía en Geneseo, en el estado de N.Y., Cary Welch, un coleccionista de arte casado con Edith, prima de Elizabeth, Ivry Freyberg, hermana de su mejor amigo en Malborough; John Kasmin, un marchante londinense con quien viajaría a África, Katmandú y Haití; Tom Maschler, su editor en Jonathan Cape; Diana Melly, su anfitriona en Gales, el escritor Francis Wyndham que colaboraba con él la revista The Sunday Times, y al primero a quien dejaba ver sus manuscritos; algunos escritores australianos, Murria Bail, Ninette Dutton y Shirley Hazzard, o el director de cine, James Ivory, y finalmente el periodista indio Sunil Seti a quien conoció mientras seguía la campaña de la señora Gandhi.
Las relaciones sentimentales no parecen interesarle excesivamente al autor, y solo observamos un Chatwin atento con personas a quienes conoce brevemente, faltan algunas dirigidas a Werner Herzog, Gita Mehta y las referidas a los archivos de Sotheby´s o la revista The Sunday Times, durante los años que trabajó en ambos sitios. No quedan rastros de las enviadas a Donald Richards o Jasper Conran, en otro tiempo amante suyo y en cuya casa, en el Sur de Francia, falleció el 18 de enero de 1989. Shakespeare sostiene que, tanto a Elizabeth como a él, poco o nada les ha importado presentar un Bruce Chatwin favorable o desfavorable en esta correspondencia personal, su intención ha sido recopilar un material interesante y revelador. La corrección de errores, actualización de direcciones, o fechar los variados documentos ha sido una comprometedora tarea con resultados desiguales. Una colección de cartas como las que recoge Bajo el sol, podrían convertirse en el resultado de una auténtica autobiografía, señala Nicholas Shakespeare, y se pregunta hasta qué punto podría parecerse a este libro si Chatwin si hubiera vivido para ello, o cuántas partes hubiera reescrito, omitido o nunca sacado a la luz, pero pese a todo el lector percibirá una versión fascinante de la vida del escritor que, en alguna medida, completa los libros escritos y los no escritos, desde que desde el colegio Old Hall, de Shropshire, escribiera a sus padres, allá por mayo de 1948.
Las cartas de Bruce Chatwin, divididas en esclarecedores capítulos, doce en total, reproducen ese continuo aprendizaje que a lo largo de los años materializaría en una acumulación de datos sobre los más variados temas, antropológicos, arqueológicos, filosóficos, geográficos, históricos, científicos, personales e, incluso, metafísicos que contribuyeron a afianzar su particular visión de la vida y su condición de escritor.

miércoles, diciembre 12, 2012

Aquí y ahora (cartas 2008-2011), Paul Auster / J.M. Coetzee

Trad. Benito Gómez y Javier Calvo. Anagrama / Mondadori, Barcelona, 2012. 265 pp. 18,90 €

Coradino Vega

Para cualquier seguidor de ambos o de uno u otro, lo cual no es de extrañar dado el éxito del primero y el sólido prestigio del segundo, esta recopilación de la correspondencia reciente entre Paul Auster y Coetzee se presentaba a priori cuando menos prometedora. Los dos escritores se conocieron en el Adelaide Literary Festival de hace cuatro años, y a partir de ahí Coetzee propuso a Auster iniciar una relación epistolar en una suerte de estimulación recíproca o juego intelectual ente colegas. Las cartas abarcan un arco de tiempo que va del estallido de la burbuja financiera de 2008 hasta las revoluciones árabes de 2011 y, oportunamente, comienzan hablando de la amistad. Los demás temas —el deporte, la escritura, las críticas, el cine, el incesto o el insomnio, por mencionar sólo algunos— van surgiendo luego, poco a poco, con una espontaneidad no siempre atendida por el destinatario, pues muchas propuestas quedan sin desarrollar y la primera parte al menos, más que un análisis dialogado de un asunto u otro, adopta el aire de una tormenta de ideas sin resolver.
Ambos emisarios cuidan con gusto el arte de la carta como si fuera lo que realmente es: un uso en vías de extinción. Auster las escribe a máquina. Coetzee las envía a veces por fax o, si tiene algo urgente que comunicar, se las adjunta a la mujer de Auster, la también novelista y ensayista Siri Hustvedt, por e-mail. A ambos parece no gustarles la deshumanización de las nuevas tecnologías. Pero aunque compartan ciertas opiniones y una común nostalgia por un mundo de ayer más cultivado y atento que el de hoy, lo normal es que el diálogo se convierta en un intercambio de puntos de vista prudentemente velado, sobre todo por parte de Auster, tras una almibarada cordialidad de viejos caballeros que sobreviven, más que bien, entre las ruinas del presente. De este modo, cualquier conato de dialéctica queda erradicado por la amabilidad, la concesión, el afecto o el excesivo respeto. Podría decirse que ambos escritores se tratan de tú a tú, aunque esa aparente igualdad queda matizada por lo que parecen ser dos temperamentos bien distintos. Coetzee se muestra más reservado, cautelosamente más seguro, con una notoria inclinación hacia la referencia teórica y un ingenio menos interesante que la inteligencia que muestran sus libros. Paul Auster, en cambio, adopta un rol más mundano, más flexible y afable aunque trufado por una tendencia a mencionar su propia obra que, más que un acto de vanidad, se antoja como una especie de mecanismo de defensa. A ambos les tiran sus cosas: a Coetzee, la lingüística, las matemáticas, los animales, la exigencia crítica y las opiniones políticamente incorrectas, expuestas aquí de forma mucho más tosca e inocua que, por ejemplo, en Diario de un mal año. A Auster, por su parte, le motiva más hablar de béisbol, dejar claro su progresismo compatible con el glamur de los festivales (“soy un firme creyente en la felicidad universal”), e insistir en las casualidades y el azar en lo que parecen pequeñas caricaturas manieristas de sus mejores novelas. Los dos comparten alguna afición, la debilidad por Beckett y un ideal áurico de la figura del escritor aderezado de su correspondiente tópico romántico.
Por lo demás, y aparte de lo elegantemente bien que están escritas (si exceptuamos alguna indulgencia del tipo “querido abuelito”, como se atreve a llamar Auster a Coetzee en una ocasión), estas cartas tienen el interés que el fan incondicional o el lector atraído por las estadísticas deportivas puedan darles. Las opiniones políticas vertidas en ellas resultan tan vaporosas como consabidas. Y lo mismo sucede con sus ideas sobre los críticos literarios (a raíz de un enfado de Auster con James Wood), la escritura o las nuevas tecnologías (“los viejos somos notoriamente ciegos a las virtudes de los jóvenes”, reconoce Coetzee). Por lo que no deja de sorprender que un escritor tan riguroso y poco autocomplaciente como Coetzee, en cuya obra resulta tan difícil hallar un solo lugar común y que siempre ha parecido tener como principio “si no tienes algo diferente que decir, lo mejor es callarse”, haya consentido la publicación de este libro que, precisamente por ser fruto del entretenimiento ocioso y carecer de la sustancia de sus ensayos y novelas, aburrirá en especial a sus lectores habituales.

jueves, noviembre 08, 2012

Cartas a un buscador de sí mismo. Henry David Thoreau.

Trad. Antonio García Maldonado. Errata Naturae, Madrid, 2012. 164 pp. 16,50 €

Pilar Adón

Thoreau pertenece a ese grupo de nobles personajes históricos que se prestan a ser encuadrados en diversas cajitas de fichero bien etiquetadas, siempre disponibles para ser citados o sacados a colación en prácticamente cualquier circunstancia. El eremita de los bosques. El pacifista. El activista político. El precursor de la resistencia pasiva. El padre del ecologismo… Rótulos que se despliegan ante los ojos del lector para que este pueda elegir el más acorde a sus gustos, y que, sin embargo, reducen hasta la asfixia (no podía ser de otra manera) lo que fue la profunda búsqueda, el continuo planteamiento de posiciones diversas, incluso contradictorias a veces, que supuso la trayectoria vital e intelectual de Thoreau. En un mundo en que todos parecemos necesitar gurús, citas rápidas a las que acudir para crear nuestras libretas a modo de métodos privativos de autoayuda, Thoreau(1817-1862) podría alzarse como un simplificado director anímico, lo que no deja de sorprender (y hasta de asustar) ya que no hay más que leer sus textos para descubrir que, más que dar respuestas, lo que planteaba era un exaltada serie de preguntas. Como un perfecto buscador del significado de la existencia, de la intensidad y la verdad de la vida, las suyas no podían ser ideas dogmáticas ni sus opiniones recetas definitivas. Y, sin embargo, es en esa precisa indagación, en esa exploración de su propia incertidumbre, donde hallamos la mente preclara y profundamente atractiva de un hombre que quiso ir más allá. No en sus soluciones, sino en sus intentos: ahí reside su esencia y su innegable interés.
La correspondencia que nos ofrece Errata Naturae en una edición espléndida (brillantemente anotada por los editores) es la que mantuvieron Thoreau y Harrison G. O. Blake (el buscador de sí mismo al que alude el título) a lo largo de trece años. Ambos estudiaron en Harvard, pero no fue allí donde se conocieron sino, años más tarde, en la casa de Emerson. Blake había estudiado Teología y, como Emerson, ejerció el sacerdocio, abandonó los hábitos y disfrutaba de las largas conversaciones compartidas acerca de literatura, política y filosofía. Cuando, en uno de aquellos encuentros, Blake conoció a Thoreau, este mencionó ya su idea de retirarse a una cabaña que construiría él mismo cerca del lago Walden, en los bosques próximos a Concord, donde viviría durante dos años, desde julio de 1845 hasta septiembre de 1847. Pero sería sólo tras varios encuentros más cuando Blake se decidiera a escribirle. Sus propios textos no se conservan, aunque resulta sencillo adivinar sus aspiraciones, temores y recelos por las respuestas y nuevas explicaciones de Thoreau, quien, carta tras carta, reincide en la necesidad de buscar la propia identidad, la razón de ser en el mundo. Además de, naturalmente, en su tendencia a huir de la sociedad de los hombres.
En la fechada el 8 de agosto de 1854, escribe: «Encuentro, como siempre, muy poco beneficioso tener mucho que ver con los hombres. Es sembrar viento sin siquiera recoger tempestades: es recoger tan sólo una calma y una quietud improductivas». Y continúa un poco más abajo: «Emerson cuenta que su vida es tan improductiva y mezquina la mayor parte del tiempo, que se ve obligado a utilizar toda clase de recursos y, entre otros, a los hombres. Yo le digo que sólo diferimos en los recursos. El mío es alejarme de los hombres». Esta pulsión es una constante en Thoreau. El individuo optimista de cartas anteriores, el que camina y se deleita en la naturaleza de lo más pequeño, se repite el ideal una y otra vez, como si no pudiera permitirse olvidarlo ni un instante. Como si la mera sospecha de estar perdiendo el tiempo le hiciera enfermar. Así, igualmente, en uno de los escritos más inspirados, el del 19 de diciembre de 1854, tras haber llegado a la conclusión, después de echar un nuevo leño a su estufa, de que habrá quemado a lo largo de esa noche un árbol bien grande, se pregunta: ¿para qué? ¿Qué ha hecho con su tiempo mientras ese árbol le calentaba el cuerpo? ¿Ha conseguido algo? ¿Ha mejorado su alma?
Otras ideas frecuentes, y quizá menos aceptadas, son las que se refierena su escepticismoante la sabiduría del anciano, quien no por el hecho de serlo ha de dar necesariamente los mejores consejos, o a su tibieza ante lo que pueda suceder en tierras distantes, ante los acontecimientos foráneos, cuando con los más cercanos, con los propios del día a día, un hombre puede verse ya saturado. Su conclusión es la de que, al pretender «solucionar» desde lejos los conflictos de otros, los combates extranjeros, el hombre se evade, se esconde y muestra así su cobardía. En la carta de 20 de noviembre de 1849, declara: «Conozco mal la realidad de Turquía […] Prefiero hablar sobre el salvado, que por desgracia arrancaron de mi pan de esta mañana y fue arrojado a la basura. Es algo que me queda mucho más cerca». Y continúa: «No permita que los periódicos tomen posesión de nuestra vida».
Por último, y como obra literaria que indudablemente es esta recopilación de cartas, hemos de hacer alusión a la lujosa y perfectaexposición verbal que se exhibe en cada una de ellas. La belleza de la prosa resulta conmovedora: «He podido saber por los periódicos que ha llegado la temporada del azúcar. Ahora es el momento de ser una roca, un arce o un nogal». O, de la carta del 3 de abril de 1850: «Cuando nos sentimos fatigados en un viaje, soltamos nuestra carga y descansamos junto al camino. De la misma forma, cuando nos cansa el fardo de la vida, ¿por qué no abandonamos esta carga de falsedades que hemos aceptado portar voluntariamente y nos reponemos, como nunca hizo mortal alguno?».
Todo anima pues a que leamos a Thoreau. Y a que, a continuación, formulemos nuestras propias preguntas.

miércoles, octubre 13, 2010

Correspondencia. Vol III (Enero 1875- diciembre 1879), Friedrich Nietzsche

Trad. Andrés Rubio. Trotta, Madrid, 2010. 483 pp. 35 €

Ángeles Escudero

En la idea que titula esta reseña sobre el volumen de correspondencia que nos ocupa, reside quizás la máxima originalidad y al mismo tiempo la tesis más revolucionaria de Friedrich Nietzsche. El azar como parte indisoluble de la vida, la casualidad frente a la causalidad, demasiado atrevimiento para las mentes acostumbradas a la seguridad del orden y a la certeza de una finalidad que rige, y decide en ocasiones, sobre nuestro destino.
Al asumir el eterno retorno tocaba los cimientos mismos de una cultura, la occidental, que necesita tener un horizonte al que tender, un fin que dé sentido a la existencia de un ser, el humano que, a fuerza de complicarlo todo, ha olvidado que quizás la explicación de la vida sea más sencilla de lo que nos empeñamos en suponer, aunque no por ello más fácil de asimilar. No sólo niega que la historia sea lineal, considerándola cíclica, sino que lo más valiente es cómo nos despoja de subterfugios de redención, cómo deshace ante nuestra perpleja mirada los espejismos que nos parecen reales, y nos deja a solas con lo que somos, seres humanos, sea eso mucho o poco. Como diría Sartre, «No somos libres de dejar de ser libres. No todo el mundo puede comprender y aceptar esta certeza existencial de un carácter tan radical».
Si hacemos una analogía con Darwin, caeremos en la cuenta de que lo que más irritó a la comunidad científica de la época que le tocó vivir a este naturalista inglés, no fue que determinase que tenemos un origen común con otros seres vivos, sino que eliminase de la creación la idea de un finalismo teleológico al postular su teoría de la selección natural.
Es en este sentido de no seguir esta línea en la que todo tiene un objetivo preestablecido, una explicación que adquiere su auténtico significado dentro de un orden superior o global, en el que se puede señalar que más que su crítica furibunda a la sociedad cristiano burguesa, más que la crítica a una moral que él bautizó como moral de siervos, más que sus ataques a la metafísica inmovilista, más que su transmutación de los valores; lo que realmente provocó la repulsa de su pensamiento, fue esta consideración del destino, de lo inesperado e impredecible como parte de la vida. En definitiva, una negación de la necesidad, o más exactamente, como una falta de orden, de estructura, de forma, e incluso de razón. En palabras de Zaratrusta, profeta del eterno retorno, «un poco de sabiduría es posible; pero yo he encontrado en las cosas esta certeza feliz: prefieren bailar sobre los pies del azar».
La cuidada edición que nos ocupa, está traducida por Andrés Rubio, autor también de las notas y de la introducción, nos acercará a las ideas y a la figura de Nietszche de una forma muy particular. Estas cartas captan en forma de daguerrotipo, en blanco y negro o en sepia, el interior de nuestro filósofo, sus sentimientos y aflicciones, sus deseos más íntimos, su alegría efímera y su pesar constante, fruto de sus circunstancias particulares de falta de salud.
Las cartas que componen este tercer volumen pertenecen al período que va desde enero de 1875, a diciembre de 1879. Para él es una época marcada por cambios de todo tipo: estado de salud, amistades, costumbres, estatus y lugar de residencia. Se convierte en una especie de nómada, porque si bien el período en el que se enmarca este volumen se concentra en Basilea, lugar donde residió la mayor parte del tiempo ejerciendo como profesor de filología clásica en su universidad. Con motivo de las vacaciones o de las frecuentes bajas por enfermedad, o a causa de los tratamientos que recibió en diferentes lugares, aparecen en las cartas referencias a localidades de Suiza, Alemania e Italia. Como por ejemplo: Baden-Baden, Basilea, Berna, Génova, Ginebra, Leipzig, Lucerna, Lugano, Sorrento, Zúrich, etc. Estas circunstancias terminarán por influir en su pensamiento que evolucionará hacia otros territorios inexplorados hasta ese momento.
Lo más significativo va a ser la constatación de la muerte del filólogo (acudiendo a la misma terminología que él utiliza al anunciar “la muerte de dios”) y el nacimiento del Nietzsche filósofo. Pasará, entonces, del concepto a la metáfora y al aforismo, dejando un tanto al margen el estudio del origen de las palabras, la genealogía de los términos, y asumiendo problemas de tipo más universal. Aún así, su amplia formación lingüística y filológica influye, en general, en su forma de abordar las cuestiones, y es poco probable que se abstrajese de sus orígenes de forma absoluta.
Entre la nutrida correspondencia podemos encontrar las cartas a Paul Ree, al que se puede considerar, en palabras del prologuista, como su primera amistad filosófica. Los Wagner, Richard y su mujer Cosima, con los que también establece relación epistolar, no ocultaron su aversión, teñida de racismo para muchos, por la amistad nacida entre Nietzsche y este filósofo de origen judío. Las cartas manifiestan una admiración recíproca que se romperá de forma abrupta por una cuestión personal que no fue otra que la pugna entre ambos por el amor de Lou Andreas Salomé (¿humano, demasiado humano?).
Este volumen de correspondencia parece venir a echar por tierra uno de los prejuicios más extendidos sobre Friedrich. Me refiero a las acusaciones de misoginia de que es objeto. Aunque, en este sentido, he de decir que, para algunos esto viene determinado por la influencia perniciosa de la figura de su hermana Elisabeth (según muchos culpable del mayor embuste político del que fue objeto), así como el desengaño, antes referido, por Lou Von Salomé, mujer inteligente y autosuficiente, de la que permaneció enamorado a pesar de su posterior (este episodio vital es posterior a la época que nos ocupa en este volumen, ya que la conocerá en Roma). Pero, en muchas de las cartas encontramos atisbos de cariño y consideración hacia el género femenino en general y hacia su hermana, madre y amigas, en particular. Por ejemplo, comenta a su amigo Erwin Rohde que su hermana le lee libros cuando él, por sus frecuentes problemas de salud no puede aplicar la vista.
«En las horas de descanso para los ojos, mi hermana me lee casi siempre a Walter Scott, al que gustosamente llamamos, junto con Schopenhauer, “el inmortal»
La explicación a esa aparente contradicción puede residir, quizás, en que algunos de los conflictos a los que se aluden frecuentemente viesen la luz con posterioridad porque parece evidente que hay bastantes sombras en esta relación familiar. De hecho, Simon Critcheley señala en su obra El libro de los filósofos muertos, que gran culpa de las tergiversaciones sobre la figura de Nietzsche, haciéndolo parecer como paradigma y baluarte de un pensamiento totalitarista, así como de las especulaciones sobre la locura el filósofo, serían alimentados por su hermana Elisabeth. Critcheley señala como relevante su papel en la manipulación y distorsión de la obra de Nietzsche y en la ocultación de su historial médico.
Sobre su estado de salud, así como de las causas que lo provocaron, habría mucho que decir. En este orden de cosas, cabe mencionar que su situación anímica queda patente en las cartas que componen este volumen. De hecho, el propio Nietzsche hace muchas alusiones a su enfermedad: «Ayer me quedé postrado en cama con fuertes dolores de cabeza y tarde y noche atormentado por fuertes vómitos» (A Erwin Rohde en Bayreuth). La causa de todos estos males parece que fueron debidos a una enfermedad degenerativa en el cerebro. Aunque los médicos a los que frecuentemente acudía, determinaron en ocasiones otro origen. Él mismo en una carta a su madre y hermana les habla de cómo el doctor Wiel le diagnostica un catarro estomacal crónico con dilatación de estómago. Pero hay muchas más versiones. Su hermana Elisabeth insistió en que la locura en la que terminará por caer Nietzsche, era debido al agotamiento mental derivado de un exceso de trabajo intelectual. Nunca aceptó que el hundimiento de su hermano fuese consecuencia de la infección sifilítica que había contraído, cuando era estudiante, en un burdel de Colonia en 1865 y por la que recibió tratamiento en Leipzig en 1867. Por cierto que Critcheley en el libro antes citado, cuenta la peculiar versión de el en un tiempo amigo y admirado compositor, Wagner. Mantenía la peculiar tesis de que la enfermedad del filósofo tenía como causa un exceso de masturbación, y no conforme con esto comunicó al medico de Nietzsche su diagnóstico.
Con posterioridad a los médicos referidos en este volumen, el filósofo es entregado a los cuidados de Otto Biswansger. Extraordinariamente diligente, este médico estudiará la obra de Nietzsche para poder entender mejor a su paciente. Con una dosis de diplomacia importante, le diagnosticará una parálisis progresiva, según, Critcheley ocultando aspectos bastante más escabrosos. Explica este autor la posibilidad de que Friedrich fuese coprófago, esto es, propenso a comerse sus propias heces y a beberse su orina. Quizás por todo esto, su hermana Elisabeth encargase robar el historial médico de su hermano. El contenido del mismo sólo llegó a conocerse tras la muerte de ésta en 1935. La circunstancia de que el propio Hitler acudiese a su funeral, puede servirnos como dato biográfico para comprender sus ideas y obsesiones antisemitas. En este sentido recordar que ella y su marido intentaron fundar una colonia de arios en Paraguay llamada Nueva Germania. El marido de Elisabeth se suicidó y la colonia se hundió económicamente.
Un aspecto peculiar que llama la atención en estas cartas, es la narración de algunos episodios muy cotidianos e, incluso en ocasiones, escatológicos. Por ejemplo: «¿Cómo van las cosas del amor?» Le pregunta a su amigo Carl von Gersdorff. Estando en un balneario escribe a su familia narrando de esta forma su rutina diaria: «Cada mañana una lavativa autoadministrada (perdón por empezar con ello, ¡pero con este placer comienza ahora el día! Contenido agua fría)» además de intimidad, se deja entrever un sutil sentido del humor.
Otro aspecto muy importante de su trayectoria filosófica y vital que queda reflejado en su correspondencia, serían las decepciones sufridas con Wagner y Schopenhauer, y esto tanto en el plano intelectual como en el personal. Con el primero compartirá la admiración por el segundo (aunque Nietzsche sufriese una fuerte desilusión con él que le llevó a repudiarlo, pese a las coincidencias filosóficas como que ambos reconocieran el carácter trágico y cruel de la vida) y, por supuesto el amor por la música. De Wagner, compositor y escritor sobre temas musicales, admiraba la revolución musical y cultural que representó su obra, según Andrés Rubio como el soporte erudito-filológico que le faltaba. No sólo fueron amigos, sino que la influencia que ejercieron el uno sobre el otro fue muy importante. Después se producirá el alejamiento por el nuevo desengaño que sufre tras el estreno de Parsifal. Tanto Schopenhauer como Wagner fueron desmitificados por él que, tal y como cuestionó las verdades que hasta entonces tenía por auténticos axiomas en El ocaso de los ídolos, los hizo caer de su pedestal como estatuas de piedra. Pero algún rescoldo debió quedar, en lo emocional al menos, con los consideró sus educadores, ya que al anuncio de la muerte del compositor, reaccionó con una fuerte recaída de su enfermedad. Andrés Rubio señala que escribió una carta de condolencia para Cosima Wagner, a la que nunca dejó de adorar, que no se conserva.
Igual que la fotografía es capaz de captar un instante inmortalizando el tiempo, de otra forma imposible de aprehender, estas cartas nos ayudarán a entender un poco esta personalidad imposible, como algunos le definieron, nos acercarán a este filósofo incomprendido y adelantado a su época, como él mismo, con una intuición prodigiosa supo ver.

jueves, septiembre 30, 2010

Cartas abisinias, Arthur Rimbaud

Trad. y Ed. Lolo Rico. Ediciones del Viento, A Coruña, 2010. 245 pp. 20 €

Miguel Baquero

Mito fundacional de la poesía moderna, el “enigma” de Rimbaud no deja, pese a los más de cien años transcurridos, de despertar interés. Sobre sus correrías frenéticas en París y aquellos años febriles de poesía, sexo y drogas al margen de todo lo convencional poco queda que decir, y sobre todo poco queda que decir que no lo hagan ya sus poemas, sus desesperados gritos iluminados desde el fondo del infierno. El misterio y el interés por Rimbaud no viene provocado tanto por aquellos días juveniles como por lo que ocurrió después, por la manera en que de golpe, abandonó toda producción poética y toda forma de vivir rebelde y marchó a África, donde se esforzó por ser un próspero (pero anodino y vulgar) comerciante y no volvió a ejemplar otro lenguaje más que el mercantil y transaccional.
Tan feroz en la entrega como en la renuncia, Rimbaud sigue mostrándose en todos los casos como una sombra huidiza cuya auténtica naturaleza no atisbamos a comprender, aunque intuimos que es excepcional.
Las cartas que escribió Rimbaud desde África (Abisinia principalmente) a su familia, amigos y socios comerciales, reunidas por Ediciones del Viento en edición de Lolo Rico, son un libro mucho más interesante por lo que calla que por lo que dice. Porque las cartas apenas si dicen nada, en realidad; se limitan a ser insulsas, casi rutinarias peticiones de libros y material, informes sobre la marcha de los negocios y lamentaciones casi protocolarias sobre lo áspero del clima. Pero lo callan todo. Absolutamente todo. No hay ni la más mínima referencia a algún aspecto de su vida anterior, ningún rasgo poético en la prosa, ningún sentimiento originado por los hombres o el paisaje. No hay nada de nada, es todo yermo; sólo acaso, al fondo, si aplicamos bien el oído, parece sonar algo así como el rumor lejano de un arrepentimiento, un deseo de escapar de aquellos días salvajes en que l´enfant terrible del mundo poético, y no querer rememorar aquel tiempo bajo ningún concepto, ni siquiera un simple fogonazo. Parece percibirse, tras esa prosa insulsa, una suprema vergüenza por lo ocurrido, y uno se estremece sólo de pensar en los remordimientos o en el pudor que asaltarían a Rimbaud por las noches, en lo más recóndito de África, cuando de pronto le asaltara aquél que fue y que ya no quería ser.
He oído especular con que el objetivo último de Rimbaud en esos días era conseguir dinero rápido, volver a Francia y entregarse a la creación artística. No se advierte nada de eso en estas cartas, más bien todo lo contrario. Si bien, nada más llegar a Harar, escribe que “no tengo la intención de pasar toda mi existencia como esclavo”, pronto expresa sus intenciones de contraer matrimonio a su vuelta, como es debido, y convertirse en rentista. En uno de aquellos burgueses, en suma, contra los que atentó en otro tiempo. Habla de sí mismo como “un capitalista de mi especie” que “conoce el valor del dinero y, si arriesgo algo, lo hago a sabiendas”.
Me gustaría hacer rápidamente en cuatro o cinco años unos cincuenta mil francos; y luego me casaré.
Esta excelente edición de las Cartas Abisinias, obra de Lolo Rico, se cierra con apuntes de diario y cartas de la hermana de Rimbaud donde se narran las circunstancias de la muerte del poeta. Una muerte terrible como pocas. Ya el 23 de agosto de 1887, Arthur se refiere en una de sus cartas a “un dolor articulado en la rodilla izquierda” y dice sentirse “extremadamente cansado”. Lo que más le interesa, sin embargo, es confirmar que no se encuentra en deuda por deserción con las autoridades militares y que, a su vuelta a Francia, podrá llevar sin problemas la vida de rentista a la que aspira. Hasta abril de 1891 no sería evacuado en camilla, en un doloroso viaje de más de trescientos kilómetros, al puerto más cercano para ser evacuado a Francia, adonde llega prácticamente en estado agónico y con la recurrente preocupación —aun habiéndosele amputado ya la pierna— de si ha cumplido el servicio militar.
La carta final de Isabelle Rimbaud, desde el lecho de muerte de su hermano, con la que prácticamente se cierra este volumen, nos hace concebir aún una última esperanza a quienes creemos en la verdad del primer Rimbaud. Las palabras con las que se expresa Arthur en su delirio “son sueños, pero no son los mismos que cuando tenía fiebre. Se diría, y yo lo creo, que lo hace expresamente”. También cuenta cómo los médicos a estas palabras “se dicen entre ellos: es singular”.

jueves, mayo 27, 2010

Cartas a Ophélia, Fernando Pessoa

Trad. A. García Schnetzer. Ilust. Antonio Seguí. Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2010. 170 pp. 20,95 €

José Gutiérrez Román

Como siempre, hay varias formas de adentrarse en un libro. Propongo que nos olvidemos de la relevancia que Fernando Pessoa tiene hoy en la historia de la literatura y veamos sólo al que era en 1920: un hombre de 31 años, y con una vida aparentemente trivial (oficinista y traductor de la correspondencia en la compañía lisboeta «Félix Valladas & Freitas»), que un día conoce a Ophélia Queiroz, una joven de 19 años contratada por la misma empresa, y de la que queda prendado. Comienza entonces una curiosa relación de amor entre ambos, cuyo pilar fundamental son las cartas que se envían. Ophélia pasa a otra oficina en Lisboa, sus encuentros se reducen a breves paseos desde el trabajo a casa y a fulminantes apariciones de Pessoa bajo su ventana. Nadie sabe nada, todo permanece en secreto. Y todo es casto, pueril incluso y, a la vez, o quizá por ello, delicioso. Hay cajitas de caramelos con pequeñas notas en su interior que aparecen en el escritorio de Ophélia, y hay diminutivos y mimos impúdicos: «mi Bebé pequeño, almohadita de color de rosa para clavarle besos (¡qué gran disparate!)». Se fantasea con la idea del matrimonio, los amantes se piden pruebas de amor, aparecen reproches: nada que no sea habitual. Pero la vida de Fernando Pessoa no parece dispuesta a dejarse llevar por ese camino. Se queja, sufre a menudo amigdalitis, está cansado y reclama ser querido; sin embargo, él no es capaz de dejarse amar ni tampoco de entregarse. Como dice Tabucchi en su acertado prólogo, «Pessoa escogió la literatura simplemente porque no podía escoger el amor». Vive en muchas vidas al mismo tiempo, y ella no acaba de entenderlo, o lo entiende pero cree poder cambiarlo. El caso es que ese oficinista finalmente se rinde ante sí mismo y en una esclarecedora y brillante carta (la número 36) decide poner a fin al noviazgo: «Mi destino pertenece a otra Ley, cuya existencia Ophelinha desconoce, y está cada vez más subordinado a la obediencia a Maestros que no consienten ni perdonan». Es noviembre de 1920 y han pasado nueve meses desde la primera carta.
Sin embargo, la cosa no queda ahí. Nueve años más tarde, en septiembre de 1929, retoman la correspondencia y la relación gracias a una foto que Fernando le regala al sobrino de Ophélia, el poeta Carlos Queiroz. Surgen de nuevo las dudas esperanzadoras, la posibilidad de amar, pero todo se resuelve del mismo modo para Pessoa: «De casarme, sólo lo haría con usted. Queda por saber si el matrimonio, el hogar (o como quieran llamarle) son cosas compatibles con mi vida interior. Lo dudo». En el inicio de 1930 Fernando Pessoa envía su última misiva a Ophélia Queiroz. Fin. Y habremos disfrutado de una hermosa novelita epistolar marcada por la interesante y desconcertante personalidad del protagonista, ese tal Fernando Pessoa.
La otra forma de leer esta recopilación de las cartas que el poeta portugués mandó a Ophélia es igualmente apasionante, pues quizá este sea uno de los documentos más personales del artista (un heterónimo más pero que firma con su mismo nombre). Para superfans de Pessoa accedemos aquí a datos de su vida cotidiana: los lugares que frecuentaba, sus rituales bebedores, sus horarios. También podemos valorar la influencia (aparentemente perniciosa) de su heterónimo Álvaro de Campos en esta relación («¡Hoy tienes de tu parte a mi viejo amigo Álvaro de Campos, quien por lo general siempre ha estado sólo en contra tuya!») y que incluso llega a firmar una de las cartas. Para los más avezados queda la elucubración sobre si el infantilismo de estos textos pudiera esconder detrás cierta perversidad. Quién sabe.
Además de las 48 cartas escritas por Fernando Pessoa, la edición incluye en su parte final una selección bilingüe de 16 poemas: los que envió a Ophélia, así como otros del autor relacionados con la temática amatoria. Quizá hubiera sido interesante incluir también el relato de Ophélia Queiroz sobre su relación con Pessoa, que sí se encuentra en la edición portuguesa. Con todo, insisto en que el libro es un interesante documento biográfico a la vez que una lograda historia de amor-soledad o como queramos llamar a ese híbrido.
En sus últimos días de vida Fernando Pessoa, a través de la pluma de Álvaro de Campos, reflexionó sobre todo esto en uno de sus poemas más conocidos. Es inevitable, pues, repetir esos versos mientras leemos estas cartas: «Todas las cartas de amor son/ ridículas» (…) «Pero, al final,/ sólo las criaturas que nunca escribieron/ cartas de amor/ son las que son/ ridículas».

lunes, abril 05, 2010

Las correspondencias, Pedro G. Romero

Periférica, Cáceres, 2010. 68 pp. 12 €

Coradino Vega

Partiendo de una cita de Ezra Pound ―que uno podría imaginar tan del gusto de Agustín García Calvo―, la cual viene a decir que cuando una carta habla de amor, en el fondo de lo que está hablando es de dinero, el artista conceptual Pedro G. Romero (Aracena, 1964) presentó un proyecto en la Bienal de Venecia de 2009 que ahora la magnífica editorial Periférica nos ofrece en forma de libro. Se trata de un breve epistolario que consta de veinte misivas que se mandan habitantes de la ciudad de las fundamenta (Romero sacó sus nombres y direcciones del listín telefónico), en las que se habla de cosas como la muerte de un amigo, la venta de una pistola sumergida en un canal, el papel del intelectual, Berlusconi, la inmigración, el amor o la trama de un sabotaje ferroviario.
Pedro G. Romero no se define como un “autor con mayúsculas” que necesita su escritura para expresarse; sus formas de expresión son más variadas. Y aunque la fórmula “artista conceptual” parezca algo abstrusa e incluso pleonásmica (a mí el arte conceptual me suele dejar el complejo de no haber entendido bien el concepto al que se refiere), en Romero todo parece claro y su “cosa moderna”, como él mismo llama a su opúsculo siguiendo a Pasolini, resulta per se una obra literaria subyugante, que cala y que te hace pensar disfrutando. Porque Las correspondencias es un librito que interviene en “lo real”, que plantea un cuestionamiento ético del mundo en que vivimos, que menciona poco y sugiere mucho, y que lanza preguntas sin arrojarnos a la cabeza ninguna respuesta. Dice Romero que es un canto “a lo que se pierde”. Y lleva razón. Cuando alude a las Cartas luteranas de Pasolini, las Cartas desde la cárcel de Gramsci y Querido Miguel de Natalia Ginzburg como punto de partida, nos damos cuenta de que es un canto a un tipo de literatura hoy día poco reivindicada, la italiana del siglo XX (hasta su tono sencillo, cantarín, humorístico y preciso hace que parezca que estemos leyendo una traducción de Vittorini); a la manera de analizar el mundo que tuvieron esos mismos intelectuales, podríamos decir que “marxista” (sí y qué pasa); y al género epistolar que cuida la palabra y vehicula las emociones y que, en la actualidad, como dice Ferlosio, ha vuelto a su origen en el sentido de que las cartas se emplean únicamente como conductos oficiales, “para cosas del Reino, los notarios y los abogados o cosas de Hacienda”, añade el propio Romero. Un canto, por tanto, a una cultura perdida: la de la inteligencia crítica, la del rigor estético, la de la palabra como instrumento… Y la de la ironía. Venecia como patria del capitalismo financiero. O esta otra cita: «Ha cambiado el modo de producción (cantidades enormes, bienes superfluos, función hedonista). Pero la producción no sólo produce mercancías: produce al mismo tiempo relaciones sociales, humanidad, o sea una nueva cultura».
Un libro que se plantea esto es, en mi opinión, y dadas las circunstancias, un libro necesario. Si además es intensamente moderno (y por moderno véase Menéndez Salmón cuando refrendaba hace poco lo que cierta corriente de opinión se niega a asumir: que todos los mediterráneos han sido ya transitados y que ser moderno consiste, precisamente, en haberlos navegado y no en creer descubrirlos), y es asimismo inteligente, estimulador, conciso y hermoso, para qué seguir hablando.
Una joya más, en definitiva, para el exquisito catálogo de la editorial Periférica.

viernes, junio 26, 2009

Correspondencia, Herman Hesse y Stefan Zweig

Trad. José Aníbal Campos González. Acantilado, Barcelona, 2009. 232 pp. 20 €

José Morella

Estas cartas que hoy recomendamos nos dan muchas pautas para reflexionar sobre cómo las dos grandes guerras de las que sus autores fueron testigos cambiaron el mundo. Lo primero que llama la atención es el trato exquisito entre dos personas con un talante personal y una procedencia social tan diferentes. Resulta inaudita la forma en que Hesse y Zweig ofrecen en cada carta su amistad y recogen con delizadeza la del otro. Ambos se entregan. Se esfuerzan en no fingir nada, en no mentir ni mentirse, en ser veraces sin ser duros, en no intentar gustar de cualquier manera a su corresponsal. Lo valioso no es que lo consigan o no, sino la visibilidad alentadora de su intento, el esfuerzo evidente y hermoso del acercamiento. La amistad labrándose palabra a palabra, con sus esfuerzos, sus alegrías y sus pequeñas decepciones. Lo que tenían en común, al fin y al cabo, era mucho más potente y serio que todo lo demás, y es el tema principal que se trata en las cartas de este libro: la búsqueda y la necesidad de la paz. Uso la palabra paz y no pacifismo, porque me parece que el -ismo hace pensar en vagas abstracciones propias de las escuelas de pensamiento, de las tendencias, de los grupos, y nos aleja de lo real. Nos aleja de la manera en que Hesse y Zweig vivían el problema. De la tensión que en sus propios cuerpos produjo la necesidad de paz. No es tan solo un ir hacia la paz, no es tan solo un discurso sobre algo. Ellos, además de crear discurso, vivieron la paz como anhelo cotidiano, sufrieron su carencia: les dolía en sus propios cuerpos que el mundo estuviera matándose. Sus biografías, que no vamos a recordar aquí, son testmonio de ello. En el caso de Hesse, sus informes médicos bastarían para demostrarlo. En el de Zweig, su último gesto. Creo que hoy ya no existen hombres de paz como ellos. No porque ahora la gente sea esencialmente peor, o ellos mejores, sino porque el pacifismo (ahora sí puedo llamarlo de esa forma) se ha profesionalizado, y el dinero público y privado que reciben muchas organizaciones les quita fuerza para criticar a las propias instituciones que las financian. Es difícil que denuncies, por ejemplo, la fabricación y exportación masiva de armas en un país cuyo gobierno te subvenciona justamente a ti y, mira tú por dónde, no es nada escrupuloso con el hecho de que los empresarios locales sean líderes en la industria de la muerte. Por no hablar de la Iglesia, caritativa señora cuya sonrojante relación con la paz contrasta vivamente con el valor de muchos cristianos, desde Francisco de Asís hasta Monseñor Romero o el padre Casaldàliga. ¿Cómo denunciar injusticias sin morder la mano del que te paga? Hesse no tenía ese problema, porque no le pagaba nadie. Zweig tampoco. Hesse solo conseguía perder dinero y fuerzas al defender sus posiciones. Vivía como un asceta, separado de un mundo que le hostigaba. Hubo una gran hostilidad pública hacia él en Alemania. Sus libros fueron prohibidos. Se dijeron de él barbaridades.
Aunque solo hay cartas de dos escritores, los verdaderos personajes de este libro son tres. El tercer lado del triángulo es Romain Rolland. Hesse le dedicó su libro Siddharta, y para Zweig representaba la "garantía de la persistencia del pensamiento europeo”, la conciencia moral del nuestro continente. Rolland había conocido a Gandhi (a quien ayudó a popularizar en Europa), a Tagore y a Vivekananda, y su teatro abogaba por el final de las estructuras dramáticas tradicionales y la creación de un espectáculo democrático que acercara al espectador a la vivencia de la festividad, de la celebración de la propia existencia. Algo distinto al teatro burgués que nos lleva a mirar la vida de otros, a ser espectador de otros sueños. Hay que poner a estos tres hombres en la senda de Tolstói y el ya citado Gandhi, que toman como referente, entre otros, el sermón de la montaña: las palabras de Jesús, o de ese personaje de creador anónimo llamado Jesús. Sería buena idea que algún erudito escribiera un libro, si no está ya escrito, siguiendo la estela de Tolstói e investigando, de archivo en archivo, todos los esfuerzos llevados a cabo por la Iglesia para reinterpretar, achicar y censurar ese discurso. El sermón de la montaña habla de dar limosna en secreto (es decir, sin establecer relaciones jerárquicas entre quien da y quien recibe), de no responder al mal con más mal, de no servir al dinero y de no juzgar sin estar seguro de haberte jugado antes a ti mismo. Según Tolstói, el sermón y la Iglesia son literalmente opuestos. Buscan lo opuesto. El verdadero cristianismo es la búsqueda de la paz, y Dios, citando de nuevo a Tolstói, está dentro de nosotros. No es casualidad que al googlear las palabras "pacifismo" y "sermón de la montaña" la primera página indexada sea un foro neonazi que pone al sermón de vuelta y media. Qué casualidad: a Hesse y a Zweig estos tipos también los odiaban, los perseguían y quemaban sus libros.
Otro elemento que en estas cartas se aleja de las actitudes típicas del presente es la no alineación de sus autores, la tozudez con la que se resistían a ser instrumentos de organizaciones políticas. "Casi envidio a los que pueden creer en el ideal comunista", escribe Hesse, y suena como un agnóstico envidiando la placidez y la seguridad del creyente o del ateo. Sabe que no puede creer de manera ciega y se coloca siempre en la posición más incómoda.
Siempre me ha sorprendido y disgustado oír a muchos lectores hablar de Hesse, de modo despectivo, como un escritor para adolescentes. Creo que lo hacen desde un sentimiento de superioridad (respecto de Hesse y de los adolescentes al mismo tiempo) muy inquietante, que se apoya en saber que su opinión es compartida por muchos; es una especie de lapidación valorativa. Tengo una sensación parecida cuando veo Moby Dick en colecciones para niños (Moby Dick, que habla del suicidio ya en el primer párrafo, no es solo para niños) o Cumbres Borrascosas en los quioscos, en colecciones de novela romántica (algún lector se llevará un susto). Se trata de una sutil forma de silenciar algo: enterrarlo en un cajón con etiqueta. Infantil, adolescente, cursi, “de género”, etc. Tal vez el hecho de que Hesse sea visto como un autor para mentes inmaduras es simplemente el reflejo de que el ser humano está ya más que viejo, un viejo que sufre en su resabiada e impotente vejez llena de amargura por haber perdido tantas oportunidades.

jueves, mayo 21, 2009

Cartas (1911-1939), Joseph Roth

Trad. Eduardo Gil Bera. Acantilado, Barcelona, 2009. 685 pp. 29 €

Martí Sales i Sariola

A veces escribir una reseña es harto imposible. Cuando tienes todo un libro subrayado, por ejemplo. O cuando el texto se explica solito. O cuando no hay necesidad –ni sería posible, por otro lado– de resumir, introducir, contextualizar.
Aún así: Joseph Roth (1894-1939), austriaco, soldado, escritor extraordinario, periodista, bebedor, nómada. La primera mitad del siglo XX: revoluciones, guerras, depresiones, desmembramiento de imperios, caída de la razón. De los 17 años de su juventud talentosa a los 46 de la desesperación generalizada de todo un continente. La construcción de un hombre, de un escritor, de un testimonio. Grafómano empedernido, escribió miles de cartas. Aquí se recopilan unas quinientas cincuenta. Hay muchas páginas tediosas sobre necesidades de escritor sin posibles, de negociaciones con editores –los anticipos, siempre los anticipos–, de rencillas sin calado. Sin embargo, sirven para realzar la voz de los pedazos lacerantes de vida y verdad que aparecen por doquier: es como si hablaras con una mano tapándote la boca –farfullaras incoherencias, tu habla convertida en pura fonética de desdentado o de loco– y de repente te la quitaran y tus palabras resonaran fuertes y claras y todo se entendiera y tuviera sentido.
Sin más:

«1926
Ya no me creo nada. Miro con lupa. Quito la cáscara a las cosas y las personas, dejo al aire sus secretos, y luego, claro, uno ya no puede creer. Sé con anterioridad cómo se forma y cambia, y también qué hará el objeto que observo. Puede que sea de otro modo, pero mi conocimiento de él es tan fuerte que se conduce exactamente como lo he pensado. Si se me ocurre que alguien va a cometer una vileza, ya la está haciendo Me convierto en un peligro para las personas respetables sólo a causa de mi conocimiento de ellas. Es una vida terrible, descarta completament el amor y casi la amistad. Mi desconfianza destruye todo calor, como un desinfectante los bacilos. Ya no entiendo en absoluto las formas en las que los hombres se relacionan. En una conversación inofensiva, se me oprime la garganta. No puedo pronunciar una palabra insignificante. No entiendo cómo se dice algo sin importancia. Cómo se danza. (…) Sólo sé hablar con personas muy inteligentes y hacerlo muy inteligentemente. (…) ¡Esto no da más de sí! ¡No da más! Mi novela sigue adelante.

1926
¡La amistad de los pobres! En ella rechinan las cadenas.

1929
No tengo un “carácter” literario estable. Y yo tampoco soy estable. Desde que cumplí dieciocho años, jamás he habitado una vivienda privada, a lo sumo, una semana como huésped en casas de amigos. Todo lo que poseo son tres maletas. Y eso no me parece extraño.

1930
Y en eso no ayuda, por desgracia, que uno mismo sea escritor. Uno lo es oficialmente, pero en privado es un pobre diablo, del todo insignificante, que arrastra más peso que un cobrador de tranvía. Sólo el tiempo, y no el talento, puede darnos la distancia; y yo no tengo mucho más tiempo. Diez años de matrimonio con este resultado han significado cuarenta para mí, y mi inclinación natural a ser un viejo está sustentada de una manera terrible por esta desgracia exterior. Ocho libros hasta hoy, más de mil artículos, diez horas de trabajo diario desde hace diez años, y hoy, cuando escasean los cabellos, los dientes, la fuerza, la más primitiva capacidad de satisfacción, ni siquiera tengo la posibilitdad de vivir unos meses sin preocupaciones financieras. ¡Y esta canalla de la literatura!

1930
Cuando estalló la guerra, perdí mis lecciones, sucesivamente, por turno. Los abogados volvieron, las mujeres se volvieron malhumoradas, patrióticas, mostraban una clara preferencia por los heridos. Me enrolé voluntario en el XXI batallón de cazadores. No quería viajar en tercera y saludar eternamente, fui un soldado ambicioso, marché pronto al campo de batalla, al frente oriental, me apunté en la escuela de oficiales, quería ser oficial. Me hice brigada. Estuve hasta el final de la guerra en el frente, en el Este. Era valiente, estricto y ambicioso. Decidí seguir siendo militar. Entones vino el cambio de régimen. Yo detestaba las revoluciones, pero tuve que arreglarme con ellas y, como el último tren de Shmerinka había partido, me fui a pie a casa. Caminé durante tres semanas. Luego hice un rodeo, de diez días, de Podwoloczysk a Budapest, de ahí a Viena, donde, a falta de dinero, comencé a escribir para periódicos. Se imprimieron mis tonterías. Viví de eso. Me hice escritor.

1933
El letargo del mundo es mayor que en 1914. El hombre ya no se conmueve si se vulnera y asesina lo humano. Fue así en 1914 y lo fue de tal modo que se han hecho esfuerzos por todas partes para explicar la bestialidad con razones y pretextos humanos. Pero hoy resulta que se pasa por alto la bestialidad simplemente con explicaciones bestiales que son aún más atroces que las bestialidades. (…) Usted fue como judío contra la guerra y yo fui como judío a la guerra. Los dos tenemos numerosos camaradas. No nos quedamos en la retaguardia. Porque igualmente podría decirse que también hay judíos de retaguardia en el campo de batalla de la humanidad. De ésos no se puede ser. Nunca he sobrevalorado la tragedia de lo judío, y ahora menos, cuando ya es trágico ser sin más un hombre decente.

1933
¡No proteste de ninguna manera! Calle o luche, lo que le parezca más prudente.

1933
Todos hemos sobrevalorado el mundo, también yo, que soy de los absolutamente pesimistas. El mundo es muy, muy estúpido, bestial. (…) Todo: humanidad, civilización, Europa; hasta el catolicismo: un corral de vacas es más juicioso. (…) Me veo obligado, como consecuencia de mis instintos y mi convicción, a hacerme monárquico absoluto. Dentro de seis u ocho semanas publicaré un folleto a favor de los Habsburgo. Soy un antiguo oficial austriaco. Amo a Austria. Considero cobarde no decir ahora que es el momento de desear el regreso de los Habsburgo.

1934
Repito lo que he escrito desde la llegada de Hitler, día tras día, ochos horas de media: una novela (malograda pero, así y todo, un libro entero); tres relatos, muy logrados; El Anticristo; media novela (nueva); treinta y cuatro artículos. Entretanto, enfermedad, traición, pobreza. Qué quiere usted de mi, querido amigo? ¿Eso no es valentía? ¿Soy un dios? Traicionado por amigos, engañado, preocupaciones por seis personas, ¿qué quiere usted? Procesos, abogados, cartas, negociaciones, y escribir, escribir, escribir.

1935
Esta noche empiezo de nuevo la segunda parte. Tengo el arrojo de la desesperación. Sólo tengo el arrojo que da la desesperación. Pese a todo, es decir, pese a esa situación de pánico sin perspectivas, estoy liberado. Es como cuando uno tiene fiebre muy alta y se levanta para ir al baño. ¿Conoce usted la sensación?

1935
No creo en “la humanidad”, en eso no creí jamás, sino en Dios y en que la humanidad, a la que Él no concede gracia alguna, es una porción de mierda. Pero confío en su Gracia.

1935
Está claro que ante el fin del mundo, no es nada importante. Pero también en aquellos tiempos, en las trincheras, diez minutos antes de un ataque y, por lo tanto, ante la muerte, podía yo moler a palos a un perro canalla que, por ejemplo, hubiera negado que aún tenía un cigarrillo. El fin del mundo es una cosa y la indecencia privada es otra.

1936
Ya no tengo noches. Ando por ahí hasta eso de las tres de la mañana, me acuesto vestido sobre las cuatro, me despierto a las cinco y vago perdido por la habitación. Llevo dos semanas sin salir del traje. Ya sabe usted lo que es el tiempo: una hora es un lago; un día, un mar; la noche, una eternidad; el despertar, un espanto infernal; el levantarse, un combate por la claridad contra el delirio de fiebre.

1936
Mi portero de noche es un buen hombre, más cabal que diez escritores, y lo prefiero, sin duda alguna, antes que a Kesten, por ejemplo. (…) A parte que Auguste conoce su oficio mejor que diez malos escritores. No puedo renunciar a mi respeto por Auguste, ni a su amor por mí. Vous êtes un bateau surchargé, vous coulez à pic, me dijo ayer. Mon pauvre vieux, venez chez moi. Ésos son mis premios Nobel.

1937
Tout comprende c’est tout confondre»

La lectura de un epistolario es una experiencia curiosa y excitante: la vida del escritor se nos presenta de una manera absolutamente íntima y próxima y a la vez deslavazada, fragmentada, obscura. Normalmente sólo leemos una parte de la correspondencia, nos perdemos “la otra” mitad, y tenemos que hacer, como lectores, un enorme esfuerzo de invención –¿cómo son, cómo escriben, sus interlocutores?–, de comprensión, de construcción de puentes de sentido que nos ayuden a tramar una vida completa a partir de una larga serie de elipsis. Es apasionante. Es un reto. Es una manera poderosísima de arrojarte a la vida de otra persona y su tiempo, de hacerte partícipe de sus congojas, sus ansias y sus victorias. En el caso de Roth, el horror de una época terrible y el desgarro de un hombre superado por las circunstancias; sus hábitos de formación y destrucción, las bambalinas donde lo político se convierte en personal y viceversa. Una biografia es mucho menos verdadera. En los epistolarios domina el presente en toda su aplastante intensidad: esa es su característica más poderosa y adictiva. Si unimos género tremendo a escritor poderoso, el cóctel es un libro-bomba del que se aprende, del tirón, historia, literatura y, sobre todo, humanidad.

miércoles, marzo 11, 2009

El silencio de Dios y otras metáforas. Una correspondencia entre África y Nueva York, Alfonso Armada y Gonzalo Sánchez-Terán

Trotta, Madrid, 2008. 136 pp. 12 €

José Luis Gómez Toré

El presente volumen recoge las cartas que se fueron cruzando en las páginas del suplemento dominical de ABC y de otros diarios del grupo Vocento, entre 2002 y 2005, el periodista y escritor Alfonso Armada (Vigo, 1958), desde un Nueva York que había conocido ya el 11 de septiembre, y Gonzalo Sánchez Terán (Madrid, 1971), escritor y cooperante, desde Guinea Conakry, Liberia o Costa de Marfil.
Dos peligros tienen este tipo de libros recopilatorios: uno de ellos es, evidentemente, el riesgo de que, dado su origen periodístico, el material recopilado sea tan dependiente de su contexto inmediato que, al perder su actualidad, pierda asimismo su interés y su capacidad de interperlarnos. El otro es la casi inevitable reiteración de temas y argumentos, que tal vez no moleste al lector de un periódico, pero que, en una lectura continua de textos no concebidos en su origen para formar parte de un libro, puede acabar convirtiéndose en un lastre. Afortunada o desgraciadamente, los textos conservan toda su fuerza a pesar de su evidente vinculación con la fecha de escritura. Y digo desgraciadamente, porque gran parte de estas cartas, si obviamos los nombres y las fechas, podrían haberse escrito hoy mismo: África sigue presentándonos como la misma dolorosa interrogación que aquí se hace una y otra vez Sánchez Terán y Nueva York continua siendo, en buena medida, el reverso de esa realidad africana. La ciudad norteamericana, en la que se dan cita múltiples realidades (los barrios pobres, Wall Street, la sede de la ONU a la que Armada acude como corresponsal...), funciona a la vez como un espacio concreto y como el símbolo recurrente de un sistema económico y político. Ese mismo sistema que ahora soporta los embates de la crisis financiera pero que ha ignorado durante años esas otras crisis permanentes que tan bien conocen los pueblos africanos. De igual manera, la repetición de temas, de personajes, de lugares... nos ponen una y otra vez ante una historia que no deja de dar vueltas en el mismo tiovivo de ruido y de furia.
Si mirarse en el otro es a menudo también aprender a mirarse uno mismo, Armada no sólo cuestiona la actitud de su propio país y de las grandes potencias sino también el papel que los periodistas cumplen en el mantenimiento del statu quo: Rsyzard Kapuscinski metió el dedo en una llaga que supura: «Los medios han difundido la consigna: la lucha no da resultados». Y en contra de esa consigna de resignación, Sánchez Terán convierte sus cartas en una constante denuncia de la pobreza, de las terribles desigualdades de nuestro mundo, de la complicidad de las potencias occidentales con los dictadores, convertidos en socios del expolio, o la complicidad, aun más lacerante, en las guerras que asolan el continente africano.... Con todo, mucho más importante que esa imprescindible labor crítica es su testimonio de todos aquellos (cooperantes extranjeros pero sobre todo, africanos) que desobedecen esa consigna. África es también el rostro de quienes optan por la lucha cotidiana, de quienes deciden poner palos en las ruedas de ese carro de los vencedores al que gusta de subirse la historia. Escribe Sánchez Terán: «Cuando la noche dura tanto, la única dignidad posible es permanecer insomne» y él, desde luego, mantiene los ojos muy abiertos, no sólo ante horrores que apenas sospechó el Kurtz de Conrad sino también ante la humanidad de gentes como Kolouma. Es difícil no conmoverse ante la iniciativa de este jefe de una aldea de Guinea Conakry que pregunta al español, después del 11 de marzo, si quiere que sacrifique dos gallinas para que los muertos en el atentado "según su creencia, hallen pronto la dicha junto a sus ancestros".
Me atrevería a proponer como lectura obligatoria en nuestros institutos la carta «Antonio Machado cruza a pie la selva de Liberia». En ella, Sánchez Terán pone en paralelo la indiferencia que nos acaban causando las hambrunas y las guerras de África con la actitud del director de un periódico que, en plena Guerra Civil española, recrimina a un periodista por seguir ocupándose de un tema (nuestra contienda incivil) que ya no interesaba a sus lectores. Como dice Aurelio Arteta, que prologa este libro, mucho más urgente que dilucidar la cuestión del silencio de Dios a la que alude el título es preguntarnos por nuestro propio silencio ante la injusticia y el sufrimiento de otros seres humanos, a los que, en teoría, consideramos nuestros congéneres.