lunes, enero 12, 2015

Diario de un escritor cobarde, Julio César Álvarez

Lupercalia, Alicante, 2014. 168 pp. 14,95 €

Miguel Baquero

Después de un prólogo excelente —es decir, lo más opuesto a esa especie de trámite en que suelen degenerar la mayoría de las introducciones hoy en día— donde el autor reformula, de manera muy acertada, lo que supone escribir un diario, Julio César Álvarez (León, 1978) se lanza a contar en 75 días, o apuntes —no fechados, y me da la impresión que no necesariamente correlativos— sus impresiones sobre lo que le rodea, su vivencias y su mundo.
Escribir un diario puede suponer una trampa para un autor. Porque, en principio, parece fácil, ya que no requiere argumento ni tal vez acción, y se le puede poner punto final sin preocuparse de que estén todos los cabos atados. Sin embargo, es uno de los géneros más difíciles, porque si se quiere trascender de las simples vueltas sobre el ombligo de uno, los apuntes —los días— deben tener significación, importancia; deben tener un sentido literario: plantear preguntas, descubrir problemas, que el autor se interrogue sobre su entorno. Y, por fortuna, esto lo tenía claro J. C. Álvarez desde un principio, desde la segunda línea de su gran prólogo, me atrevería a decir, cuando habla de «la desnudez que permite el siglo XXI».
Precisamente, en las páginas de este Diario de un escritor cobarde (no acabo de entender lo de «cobarde»), el diarista se planta ante lo que le rodea y se pregunta sobre el sentido de su tiempo, sobre el fondo de estos días que vivimos. No sabemos, en realidad, si más o menos veloces que los que sucedieron antes, pero nos parece, ahora que estamos en el momento, in situ, que van demasiado rápidos, demasiado acelerados como para meter la mano en ellos y extraer una explicación. «Deseo con todas mis fuerzas escribir sobre el presente», dice ya el autor en el día 1, pero lanzado a la calle sólo advierte ruido, confusión, cosas que pasan y gente que va y viene.
Y eso que, también se aprecia enseguida, nos hallamos ante un escritor de gran capacidad de observación, un autor parece que sin prejuicios para captar la nueva poesía cotidiana. No es hermosa, quizás —porque, desde Picasso acá, tenemos bien sabido que el arte no tiene por qué ser agradable a la vista— pero es una poesía humana y significativa, la de la gente que trasnocha en los locales, que compra cervezas a un euro al pakistaní, que regresa tan confundidos como salieron después de otra noche inútil… Álvarez sabe captar con especial sentimiento esa poesía —porque es poesía— y, alrededor de ella, tratar de buscar un sentido a nuestros días. Este diario es, en el fondo, una crónica del esfuerzo por entender nuestro tiempo.
Pequeños detalles: tal disco, tal autor, tal grupo, que se estudian hasta la especialización. Una habitación entera llena de cedés que acaban desfondando las estanterías; sobre la mesilla, la biografía de tal o cual músico, o un libro de Henry Miller sobre el que se vuelve repetidas veces… Parece que el mundo, definitivamente, hubiera saltado en mil pedazos imposibles de volver a unir, y el autor—como el resto del mundo que permanece sensible— se concentra sobre uno, y luego sobre otro de esos añicos, tratando de descifrar una figura global. Al otro extremo del sabio renacentista, el hombre contemporáneo sólo puede saber sobre parcelas mínimas, e inconexas con otras, como esos personajes de Hornby que hacen listas completamente inútiles y opuestas sobre las diez mejores canciones de los 70, de los 80…
No es casual citar aquí la música ni tampoco que el autor —está bien, su profesión de dj aparte— hable con gran frecuencia de músicos, como Nacho Vega, de grupos, discos, cantantes... No es nueva la supremacía en nuestros días de la música sobre la literatura; hoy es la música la que expresa, la que habla y la que grita, y al escritor sólo le queda recoger algún párrafo cuando todo ha pasado y tratar de armar con ellos un libro. Siempre con la sensación, como en muy lograda frase se repite en este Diario…, de que lo mejor está sucediendo en otra parte.
De agradecer —siempre es de agradecer— la inteligencia de este libro, y que el autor no se aúpe sobre un plano de superioridad —otra tentación de los diarios— para señalar como gregarios a éste o a aquél, cuando no al propio lector. Por el contrario, y aunque muestre orgulloso las pocas cosas de que ha conseguido rodearse, la mayoría de las veces se le nota al autor tan extraviado, tan confuso, tan inseguro de tener la razón o estar en el camino correcto como quien le lee. Lo dicho: se agradece.

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