Guillermo Ruiz Villagordo
Uno de los mayores fracasos de un crítico literario debería ser no haber sido capaz de comunicar el entusiasmo que siente por una lectura, de hacer palpables las emociones que le ha provocado, y eso es lo que ocurrió cuando comenté las dos últimas novelas de Clarice Lispector publicadas en español, La lámpara y La ciudad sitiada. Así que intentaré enmendar mi error, no sé con qué suerte, en esta nueva oportunidad.
«En los libros soy anónima y discreta. En esta columna estoy, en cierta manera, dándome a conocer.»
Tengo que reconocer mi predilección por las biografías, mi tendencia a que en determinadas ocasiones la persona de un autor me deslumbre tanto o más que su propia obra. El caso de Clarice Lispector es especial, porque personifica de manera directa la destilación jugosa que me busco tras tanta cáscara de fechas, títulos, lugares y nombres. Por eso mi fijación no es tanto por una biografía en sí sino por los rasgos personales que alcanzo al vuelo de su nombre. Como esa extraña mezcla de ucraniana transplantada a Brasil, frialdad y calidez reunidas en un solo cuerpo. Esa rarísima, única belleza suya. Ese silencio tan elocuente que desprende en cada fotografía y cada página. Esa manera de entender y no entender el mundo, de darle igual entender o no entenderlo porque siempre nos quedará la oscuridad, tan sencilla a la par que compleja, tan (¿me atreveré a escribirlo? ¿querría Clarice que lo escribiera?) metafísica, tan mística.
«Los géneros no me interesan. Me interesa el misterio».
Estos dos libros están unidos, amén de por algunos textos concretos que se repiten en uno y otro, por la forma literaria que usan, la crónica, que no es más que la excusa bajo la que Lispector habla de cualquier cosa como le dicta su estilo «al correr de la máquina». Y es que Lispector no distinguía géneros, y quien se acerque a sus novelas y cuentos descubrirá que están compuestos de imágenes sobre imágenes, de briznas de pensamiento, de iluminación, pero que carecen de cualquier acción narrativa. De ahí que en estas crónicas no se sienta una diferencia apreciable con sus obras más conocidas, y de hecho algunas de ellas nos muestran el embrión de ideas utilizadas posteriormente (¿diré ideas sabiendo que no le gustaba que la llamasen intelectual, o diré mejor entonces intuiciones?), a veces precisamente en alguna otra crónica, pero también esbozos de relatos y relatos completos, como algunos de los que integran su colección Felicidad clandestina.
«Me gusta de manera cariñosa lo inacabado, lo incompleto, lo que torpemente intenta un pequeño vuelo y cae sin gracia al suelo».
Aunque el primero sea una recopilación de fragmentos que no tuvieron cabida en su momento en su volumen de relatos La legión extranjera, y el segundo una selección póstuma de columnas escritas para el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973, su espíritu es el mismo: una absoluta libertad creativa. Lo que equivale a decir una ferrea sumisión a su estilo intuitivo. Están empapados del mismo aliento poético rozante con la mística tan propio suyo. Si acaso en Aprendiendo a vivir se deja ver en algunos momentos una Clarice más personal, merced a ciertos aspectos biográficos furtivos, tal vez sacados a la luz ante la obligación de entregar textos al periódico cada semana.
«Existe el peligro de que un cuadro sea un cuadro porque el marco ha hecho de él un cuadro».
Tanto en su extensión como en su forma, ambos se muestran indómitos, nada acomodaticios, lo que en principio sería esperable en un libro propio pero no tanto en un encargo periodístico. No importa: Lispector rellena su columna como le viene en gana, ya sea con fragmentos cortos de una línea a modo de pensamientos instantáneos, ya sea con largas reflexiones. Pero incluso en los textos de Para no olvidar llega a filtrarse la realidad, aunque muy parcialmente, y así vemos como en “Mineirinho” es capaz de sublimar un suceso como el asesinato por parte de la policía de un famoso atracador en un canto a la vida no exento de acusaciones espirituales.
De las columnas del Jornal do Brasil que recoge Aprendiendo a vivir existe otra edición de traducción coloridamente argentina, la de Adriana Hidalgo titulada Revelación de un mundo. Tanto ésta como la de Siruela parecen remitir en sus títulos a sus respectivas brasileñas, por lo que imagino que sus respectivos criterios provienen de aquéllas: la argentina publica una amplia selección y sigue un orden cronológico, mientras que la de Siruela es aún más reducida pero inventa un interesante orden temático. Y digo interesante porque nos permite hacer un recorrido por las distintas preocupaciones de la autora, y así pasamos de los textos iniciales en los que recuerda su infancia (con ese gran cuento, “Felicidad clandestina”, visto a la vez como relato y como experiencia que se convierte en relato, como si de un taller de narrativa se tratase) y su vida familiar con sus hijos a la simbólica evocación de viajes reales e imaginarios y sus surrealistas encuentros con taxistas (recopilados en mayor número en Revelación de un mundo, así como sus experiencias con sus criadas, que aquí no se incluyen a pesar de lo que anuncia la contraportada). Vida cotidiana, en suma, pero desde su visión personalísima, produndamente íntima, (d)escrita con esa intuición que es mezcla inconsciente de inteligencia y sensibilidad más a favor de ésta última. Junto a ello encontramos tanto la idea pura como el nacimiento de esa misma idea, las reflexiones sobre la muerte que cierran el volumen, incluso fragmentos de una especie de arte poética (por si no fuera suficiente con la que representa toda su obra), en los que habla del proverbial hermetismo denunciado por lectores no avisados, dificultad que hay que vencer para poder acceder al interior de su obra y disfrutarla, como si nos sometiese a un tour de force para decidir si somos o no dignos de ella.
«Hay un gran silencio dentro de mí. Y ese silencio ha sido la fuente de mis palabras. Y del silencio ha venido lo más precioso de todo: el propio silencio».
Uno de los mayores fracasos de un crítico literario debería ser no haber sido capaz de comunicar el entusiasmo que siente por una lectura, de hacer palpables las emociones que le ha provocado, y eso es lo que ocurrió cuando comenté las dos últimas novelas de Clarice Lispector publicadas en español, La lámpara y La ciudad sitiada. Así que intentaré enmendar mi error, no sé con qué suerte, en esta nueva oportunidad.
«En los libros soy anónima y discreta. En esta columna estoy, en cierta manera, dándome a conocer.»
Tengo que reconocer mi predilección por las biografías, mi tendencia a que en determinadas ocasiones la persona de un autor me deslumbre tanto o más que su propia obra. El caso de Clarice Lispector es especial, porque personifica de manera directa la destilación jugosa que me busco tras tanta cáscara de fechas, títulos, lugares y nombres. Por eso mi fijación no es tanto por una biografía en sí sino por los rasgos personales que alcanzo al vuelo de su nombre. Como esa extraña mezcla de ucraniana transplantada a Brasil, frialdad y calidez reunidas en un solo cuerpo. Esa rarísima, única belleza suya. Ese silencio tan elocuente que desprende en cada fotografía y cada página. Esa manera de entender y no entender el mundo, de darle igual entender o no entenderlo porque siempre nos quedará la oscuridad, tan sencilla a la par que compleja, tan (¿me atreveré a escribirlo? ¿querría Clarice que lo escribiera?) metafísica, tan mística.
«Los géneros no me interesan. Me interesa el misterio».
Estos dos libros están unidos, amén de por algunos textos concretos que se repiten en uno y otro, por la forma literaria que usan, la crónica, que no es más que la excusa bajo la que Lispector habla de cualquier cosa como le dicta su estilo «al correr de la máquina». Y es que Lispector no distinguía géneros, y quien se acerque a sus novelas y cuentos descubrirá que están compuestos de imágenes sobre imágenes, de briznas de pensamiento, de iluminación, pero que carecen de cualquier acción narrativa. De ahí que en estas crónicas no se sienta una diferencia apreciable con sus obras más conocidas, y de hecho algunas de ellas nos muestran el embrión de ideas utilizadas posteriormente (¿diré ideas sabiendo que no le gustaba que la llamasen intelectual, o diré mejor entonces intuiciones?), a veces precisamente en alguna otra crónica, pero también esbozos de relatos y relatos completos, como algunos de los que integran su colección Felicidad clandestina.
«Me gusta de manera cariñosa lo inacabado, lo incompleto, lo que torpemente intenta un pequeño vuelo y cae sin gracia al suelo».
Aunque el primero sea una recopilación de fragmentos que no tuvieron cabida en su momento en su volumen de relatos La legión extranjera, y el segundo una selección póstuma de columnas escritas para el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973, su espíritu es el mismo: una absoluta libertad creativa. Lo que equivale a decir una ferrea sumisión a su estilo intuitivo. Están empapados del mismo aliento poético rozante con la mística tan propio suyo. Si acaso en Aprendiendo a vivir se deja ver en algunos momentos una Clarice más personal, merced a ciertos aspectos biográficos furtivos, tal vez sacados a la luz ante la obligación de entregar textos al periódico cada semana.
«Existe el peligro de que un cuadro sea un cuadro porque el marco ha hecho de él un cuadro».
Tanto en su extensión como en su forma, ambos se muestran indómitos, nada acomodaticios, lo que en principio sería esperable en un libro propio pero no tanto en un encargo periodístico. No importa: Lispector rellena su columna como le viene en gana, ya sea con fragmentos cortos de una línea a modo de pensamientos instantáneos, ya sea con largas reflexiones. Pero incluso en los textos de Para no olvidar llega a filtrarse la realidad, aunque muy parcialmente, y así vemos como en “Mineirinho” es capaz de sublimar un suceso como el asesinato por parte de la policía de un famoso atracador en un canto a la vida no exento de acusaciones espirituales.
De las columnas del Jornal do Brasil que recoge Aprendiendo a vivir existe otra edición de traducción coloridamente argentina, la de Adriana Hidalgo titulada Revelación de un mundo. Tanto ésta como la de Siruela parecen remitir en sus títulos a sus respectivas brasileñas, por lo que imagino que sus respectivos criterios provienen de aquéllas: la argentina publica una amplia selección y sigue un orden cronológico, mientras que la de Siruela es aún más reducida pero inventa un interesante orden temático. Y digo interesante porque nos permite hacer un recorrido por las distintas preocupaciones de la autora, y así pasamos de los textos iniciales en los que recuerda su infancia (con ese gran cuento, “Felicidad clandestina”, visto a la vez como relato y como experiencia que se convierte en relato, como si de un taller de narrativa se tratase) y su vida familiar con sus hijos a la simbólica evocación de viajes reales e imaginarios y sus surrealistas encuentros con taxistas (recopilados en mayor número en Revelación de un mundo, así como sus experiencias con sus criadas, que aquí no se incluyen a pesar de lo que anuncia la contraportada). Vida cotidiana, en suma, pero desde su visión personalísima, produndamente íntima, (d)escrita con esa intuición que es mezcla inconsciente de inteligencia y sensibilidad más a favor de ésta última. Junto a ello encontramos tanto la idea pura como el nacimiento de esa misma idea, las reflexiones sobre la muerte que cierran el volumen, incluso fragmentos de una especie de arte poética (por si no fuera suficiente con la que representa toda su obra), en los que habla del proverbial hermetismo denunciado por lectores no avisados, dificultad que hay que vencer para poder acceder al interior de su obra y disfrutarla, como si nos sometiese a un tour de force para decidir si somos o no dignos de ella.
«Hay un gran silencio dentro de mí. Y ese silencio ha sido la fuente de mis palabras. Y del silencio ha venido lo más precioso de todo: el propio silencio».
5 comentarios:
Cómo me alegra haber llegado hasta tu espacio. Lo hice buscando una referencia sobre "La nieta del señor Linh". Ahora ya lo he leído y tu comentario sobre él es exacto.
uffffff cómo lo he disfrutado.
Saludos cordiales y mi deseo de que tengas una Feliz Navidad
Lo has conseguido y lo comparto de manera férrea. Un saludo.
Clarice Linspector es una forma de entrar en una literatura que a sí misma se engulle, una especie de boa que se necesita para seguir creciendo.
A mi me parece sublime.
Desconozco tus críticas anteriores sobre la brasileña, pero ésta destila lo que precisa.Convencimiento ante la belleza.
Lo has conseguido y lo comparto hasta la última coma. Un saludo.
me uno al unisono de un comentario bien estructurado sin dejar el sentir profundo del signicado convexo.
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