Alianza, Madrid, 2007. 248 pp. 7,50 €
Luis Manuel Ruiz
El francés distingue entre los términos savant y sage. Con el primero designa a ese individuo lacónico, apolillado y algo triste que ha consumido su vida en las bibliotecas y es capaz de recitar de memoria la lista de verbos irregulares sumerios, aunque no sepa poner una lavadora; el segundo hace referencia a un hombre curtido en los avatares de la vida, que ha adquirido un monto de experiencia con el que sabrá vadear las vicisitudes que le plantea el futuro. Para referirse a ambos personajes, el castellano debe resignarse al adjetivo sabio, cuyas fronteras fluctúan dependiendo del contexto: para nosotros tan sabio, a pesar de su palmaria distancia, es Girolamo Cardano, erudito renacentista autor de tratados delirantes sobre el empleo de las nueces en el ejercicio de la magia y otras sutilezas, y el patriarca de un clan gitano, cuyo analfabetismo no le impide mediar salomónicamente en un litigio entre familias enfrentadas. El sabio griego, en la acepción en que lo utiliza Carlos García Gual en este breve y refrescante ensayo de arqueología cultural, se aproxima más al segundo que al primero de ellos: los Siete Sabios de la Antigüedad, más otras tres personalidades afines a los que los asociaron el azar de las leyendas y los comentarios, fueron siete ejemplares de humanidad y siete modos de enfrentar los diversos dilemas de la existencia en busca del camino más propicio al éxito. Salvo un par, ninguno de ellos descuella por sus dotes librescas y la nómina cuenta incluso con flagrantes iletrados; detalle ocioso, porque la sabiduría de la que se decían depositarios poco tenía que ver con la hoja de papiro, la cátedra o el tintero y mucho con el modo de orientarse en el interior de un laberinto, ya se presentara éste bajo la forma de una ciudad difícil de gobernar o un matrimonio lleno de baches.
A la pregunta de por qué el censo de grandes almas debe contener siete miembros y no cinco (como los aventureros juveniles) o doce (como prefiere el Espíritu Santo), García Gual responde: «No es un número con significación religiosa, pero, siendo el número primo más alto en la decena, resulta muy apropiado para formar un pequeño grupo, discreto y variado, suficiente para un collegium de doctos, para un simposio divertido o para una banda de salteadores. Siete son los enanos de Blancanieves y los niños de Écija». La lista más antigua, que todas las que vendrán luego parecen respetar con mínimas variantes, incluye a un filósofo, dos poetas, un juez, un tirano y un labriego; más tarde se les sumarán, a gusto del compilador, un extranjero despistado que recorría Grecia sorprendiéndose de sus costumbres, un chamán que pasó veinte años durmiendo en una cueva y el autor de un tratado sobre la genealogía de los dioses. Así nos encontramos a Tales de Mileto, primer pensador de Occidente, famoso por partirse la crisma en una zanja al ir mirando las estrellas; a Solón de Atenas, convencido contra las evidencias del destino de que los justos siempre triunfan y los malhechores son castigados; a Bías de Priene, que envió a un amigo una lengua cortada cuando le solicitó lo mejor y lo peor del cuerpo de un hombre, «en la idea de que el hablar produce los mayores daños y los mayores provechos». Junto a ellos comparecen Quilón de Esparta, que no recordaba haber cometido nada ilegal en su vida, no sabemos si por su buen corazón o por su mala memoria; Pítaco de Mitilene, merecedor de los elegantes insultos de Alceo, expresados en metros yámbicos, y que molía su propio pan para hacer gimnasia; Cleóbulo, que dejó inscrito que la obra de ciertos artistas es imperecedera en la base de una estatua, hoy perdida; Misón, tan sabio que de él no sabemos absolutamente nada, y es que la primera regla de inteligencia está en la modestia. La pintoresca sucesión de vidas apócrifas, milagros y máximas que contiene el libro abocará probablemente al lector actual a una duda difícil de resolver: la de si estos individuos extraños, convertidos en clichés o perfiles de moneda conservan vigencia en sus enseñanzas y de si la profundidad de su sabiduría puede resultar provechosa a individuos que tuvieron la desdicha de nacer veintisiete siglos después de su ministerio. Tal vez; la distancia ha convertido a esta caterva de mentes privilegiadas casi en personajes de cuento, fantasmas cuyos ejemplos tienden más a despertar la sonrisa que la meditación serena, pero es cierto que algunos de sus apotegmas, reunidos en cómodas latas de conserva por comentaristas posteriores como Demetrio de Falero, preservan ese aire de misterio a medio camino entre la genialidad y la tontería que suele definir a los aforismos orientales y los billetitos de los postres chinos. Un apéndice final de la obra incluye una antología de dichas sentencias, entre las que hallamos: «No castigues a los criados mientras bebes, pues parecerá que no sabes soportar el vino»; «No digas cosas más justas que tus padres»; «No muevas las manos al hablar, que es de locos»; «Acerca de los dioses, di que existen». Mi preferida, atribuida a Periandro de Corinto, es «Insulta como si fueras a hacerte pronto amigo»: una práctica en la que, bien lo sabemos todos, les vendría bien ejercitarse a los críticos de ciertos suplementos culturales.
Luis Manuel Ruiz
El francés distingue entre los términos savant y sage. Con el primero designa a ese individuo lacónico, apolillado y algo triste que ha consumido su vida en las bibliotecas y es capaz de recitar de memoria la lista de verbos irregulares sumerios, aunque no sepa poner una lavadora; el segundo hace referencia a un hombre curtido en los avatares de la vida, que ha adquirido un monto de experiencia con el que sabrá vadear las vicisitudes que le plantea el futuro. Para referirse a ambos personajes, el castellano debe resignarse al adjetivo sabio, cuyas fronteras fluctúan dependiendo del contexto: para nosotros tan sabio, a pesar de su palmaria distancia, es Girolamo Cardano, erudito renacentista autor de tratados delirantes sobre el empleo de las nueces en el ejercicio de la magia y otras sutilezas, y el patriarca de un clan gitano, cuyo analfabetismo no le impide mediar salomónicamente en un litigio entre familias enfrentadas. El sabio griego, en la acepción en que lo utiliza Carlos García Gual en este breve y refrescante ensayo de arqueología cultural, se aproxima más al segundo que al primero de ellos: los Siete Sabios de la Antigüedad, más otras tres personalidades afines a los que los asociaron el azar de las leyendas y los comentarios, fueron siete ejemplares de humanidad y siete modos de enfrentar los diversos dilemas de la existencia en busca del camino más propicio al éxito. Salvo un par, ninguno de ellos descuella por sus dotes librescas y la nómina cuenta incluso con flagrantes iletrados; detalle ocioso, porque la sabiduría de la que se decían depositarios poco tenía que ver con la hoja de papiro, la cátedra o el tintero y mucho con el modo de orientarse en el interior de un laberinto, ya se presentara éste bajo la forma de una ciudad difícil de gobernar o un matrimonio lleno de baches.
A la pregunta de por qué el censo de grandes almas debe contener siete miembros y no cinco (como los aventureros juveniles) o doce (como prefiere el Espíritu Santo), García Gual responde: «No es un número con significación religiosa, pero, siendo el número primo más alto en la decena, resulta muy apropiado para formar un pequeño grupo, discreto y variado, suficiente para un collegium de doctos, para un simposio divertido o para una banda de salteadores. Siete son los enanos de Blancanieves y los niños de Écija». La lista más antigua, que todas las que vendrán luego parecen respetar con mínimas variantes, incluye a un filósofo, dos poetas, un juez, un tirano y un labriego; más tarde se les sumarán, a gusto del compilador, un extranjero despistado que recorría Grecia sorprendiéndose de sus costumbres, un chamán que pasó veinte años durmiendo en una cueva y el autor de un tratado sobre la genealogía de los dioses. Así nos encontramos a Tales de Mileto, primer pensador de Occidente, famoso por partirse la crisma en una zanja al ir mirando las estrellas; a Solón de Atenas, convencido contra las evidencias del destino de que los justos siempre triunfan y los malhechores son castigados; a Bías de Priene, que envió a un amigo una lengua cortada cuando le solicitó lo mejor y lo peor del cuerpo de un hombre, «en la idea de que el hablar produce los mayores daños y los mayores provechos». Junto a ellos comparecen Quilón de Esparta, que no recordaba haber cometido nada ilegal en su vida, no sabemos si por su buen corazón o por su mala memoria; Pítaco de Mitilene, merecedor de los elegantes insultos de Alceo, expresados en metros yámbicos, y que molía su propio pan para hacer gimnasia; Cleóbulo, que dejó inscrito que la obra de ciertos artistas es imperecedera en la base de una estatua, hoy perdida; Misón, tan sabio que de él no sabemos absolutamente nada, y es que la primera regla de inteligencia está en la modestia. La pintoresca sucesión de vidas apócrifas, milagros y máximas que contiene el libro abocará probablemente al lector actual a una duda difícil de resolver: la de si estos individuos extraños, convertidos en clichés o perfiles de moneda conservan vigencia en sus enseñanzas y de si la profundidad de su sabiduría puede resultar provechosa a individuos que tuvieron la desdicha de nacer veintisiete siglos después de su ministerio. Tal vez; la distancia ha convertido a esta caterva de mentes privilegiadas casi en personajes de cuento, fantasmas cuyos ejemplos tienden más a despertar la sonrisa que la meditación serena, pero es cierto que algunos de sus apotegmas, reunidos en cómodas latas de conserva por comentaristas posteriores como Demetrio de Falero, preservan ese aire de misterio a medio camino entre la genialidad y la tontería que suele definir a los aforismos orientales y los billetitos de los postres chinos. Un apéndice final de la obra incluye una antología de dichas sentencias, entre las que hallamos: «No castigues a los criados mientras bebes, pues parecerá que no sabes soportar el vino»; «No digas cosas más justas que tus padres»; «No muevas las manos al hablar, que es de locos»; «Acerca de los dioses, di que existen». Mi preferida, atribuida a Periandro de Corinto, es «Insulta como si fueras a hacerte pronto amigo»: una práctica en la que, bien lo sabemos todos, les vendría bien ejercitarse a los críticos de ciertos suplementos culturales.
1 comentario:
Interesante reseña, a propósito de buscar sobre lo mejor y lo peor de un hombre: la lengua, no me acordaba que había sido Bías de Priene
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