Marta Sanz
A lo mejor Rafael Chribes, uno de los nombres más sólidos en el panorama de la narrativa española actual con novelas tan inolvidables, tan brutales y tan delicadas, como La buena letra, no se ha percatado de que Crematorio es una novela noventayochista. O lo mejor sí se ha percatado, aunque los nombres a los que expresa su agradecimiento al final del libro —Joseph Roth, Broch, Vargas Llosa, Marzal, Luisge Martín, García Montero...— nada tengan que ver con los unamunos, azorines y barojas que se atisban entrelíneas. Crematorio es una novela en la que el paisaje configura a unos seres de ficción que, a su vez, han depredado una tierra primigenia que se echa de menos en lo que tiene de castiza, es decir, de originaria. Morder el paisaje es un acto de canibalismo motivado por un impulso común: la avidez. La destrucción del paisaje es la marca del deterioro moral, del desencanto, del desmoronamiento de los valores de una generación que Chirbes ya se había atrevido a dibujar en Los viejos amigos. En Crematorio, sin embargo, la luz es todavía más triste porque el gris contrasta con el azul de las perdidas marinas del Mediterráneo, un azul fosforescente que funciona como metáfora de otras luminosidades fundidas para el autor: el marxismo, el maoísmo, las revoluciones, la reivindicaciones de las clases obreras auspiciadas por una burguesía bienintencionada y culta —Chirbes conoce bien esos códigos y a menudo los expone discursivamente en la novela—; también la luz es más triste porque la salvación no se encuentra por ninguna parte y porque las contradicciones no son un elemento previo a la síntesis dialéctica y al aprendizaje, sino el aviso de que ya no hay retorno y de que es imprescindible tirar la toalla.
Ninguno de los miembros de la familia Bertomeu ni ninguno de sus allegados, ninguna de las formaciones calcáreas que se van pegando con el paso del tiempo a la concha del mejillón, se libra de la quema dentro de este gigantesco crematorio en el que se incineran las conciencias y los cuerpos de los muertos y de los vivos: el cuerpo y la macilenta conciencia del constructor Bertomeu que se desprende de los residuos ideológicos que le hacían infeliz y convierte su felicidad —la felicidad de su estómago, de su sexo, de su sueño, de sus parientes cercanos, la felicidad primaria de la acumulación y del lujo cotidianos— en el buque insignia de sus acciones; el cuerpo canceroso y la conciencia embotada por el alcohol del escritor Brouard que se rebusca el falo entre los cables de una sonda y no es capaz de salvarse ni a través de la literatura ni a través de los tocamientos con efebos imposibles; los cuerpos y las conciencias de Silvia Bertomeu y de Juan, su marido, restauradora y catedrático de literatura, manoseadores que embalsaman la discutible genialidad de los otros; el cuerpo —éste sí a punto para ser metido en el horno— de Matías Bertomeu, el hijo pródigo, el revolucionario reconvertido en ecologista, el que puede salirse de las normas o desencantarse porque siempre le queda la certeza de una ascendencia señorita y terrateniente, del riñón perfectamente cubierto... Nada se salva en un panorama devastador, en el que bajo los focos de la muerte y la estremecedora —judeocristiana— visión de la corrupción de la carne asociada al espíritu, todo se pudre: las filas de naranjos que desarraiga la pala excavadora, el corazón y el sentimiento, la memoria, los sueños irrealizables, la confianza en Dios, en las ideas o en nuestros semejantes. Soledad absoluta, incomunicación total, ambiciones espurias, las de todos —a del capitalista, la del artista, la del recreador del artista, la del antiguo revolucionario, la del homosexual y la de la matriarca, la de la advenediza, la del inmigrante, la del mafioso, la del subcontratado, la de la puta y la de la adolescente...—cremación que no limpia, ceniza grasa. Nihilismo barojiano, unamuniano sentimiento trágico, evocación azoriniana del paisaje en una novela que se teje con los mimbres de la narración decimonónica —familia y adulterio, dinero y resentimientos que vienen de antiguo, celos, agravios comparativos y amores viscerales entre hermanos, crecer y decrecer como acciones simultáneas— y en la que el lector a ratos se pone de parte del constructor Bertomeu, el único personaje al que Chirbes le da la voz en primera persona sin pasar por el filtro de una tercera que se distancia inclementemente de un rosario de seres infectos aun en sus momentos de esperanza y de juventud. Acaso es que elegir decir ciertas verdades no es lo mismo que hacer el bien; quizá es que la literatura no ha de pretender hacer el bien; tal vez todo el mundo tiene derecho a expresar su angustia, la carga de su claudicación, su pena. También los escritores, aunque sus palabras no los purifiquen. Chirbes coloca al lector del lado del personaje del que nunca querría estar, del único que al fin es más coherente que los otros, del personaje vital, del que cuenta con menos razones para autodestruirse, del que diluye sus paradojas vitales en la idea de bienestar y en su brazada se lleva lo que encuentra por delante, y escribe una novela sin diálogos ni concesiones al hueco entre los párrafos, ese hueco que tanto reivindica el editor para que los lectores no nos cansemos y cojamos aire; una novela demoledora o apocalíptica, según se mire,-que removiendo las tripas del lector a través de una utilización radical del lenguaje y de las estrategias narrativas —todo ocurre en el interior de la cansada y mordiente conciencia de los personajes— justifica ciertas formas de la inmovilidad contemporánea: la de todos aquellos que un día quisieron hacer la revolución. Chirbes se arriesga a desagradar a los lectores que creen que todavía quedan motivos para la esperanza y para la lucha, y también a aquéllos que se niegan a ver la podredumbre que diariamente desfila por delante de sus ojos.
Ninguno de los miembros de la familia Bertomeu ni ninguno de sus allegados, ninguna de las formaciones calcáreas que se van pegando con el paso del tiempo a la concha del mejillón, se libra de la quema dentro de este gigantesco crematorio en el que se incineran las conciencias y los cuerpos de los muertos y de los vivos: el cuerpo y la macilenta conciencia del constructor Bertomeu que se desprende de los residuos ideológicos que le hacían infeliz y convierte su felicidad —la felicidad de su estómago, de su sexo, de su sueño, de sus parientes cercanos, la felicidad primaria de la acumulación y del lujo cotidianos— en el buque insignia de sus acciones; el cuerpo canceroso y la conciencia embotada por el alcohol del escritor Brouard que se rebusca el falo entre los cables de una sonda y no es capaz de salvarse ni a través de la literatura ni a través de los tocamientos con efebos imposibles; los cuerpos y las conciencias de Silvia Bertomeu y de Juan, su marido, restauradora y catedrático de literatura, manoseadores que embalsaman la discutible genialidad de los otros; el cuerpo —éste sí a punto para ser metido en el horno— de Matías Bertomeu, el hijo pródigo, el revolucionario reconvertido en ecologista, el que puede salirse de las normas o desencantarse porque siempre le queda la certeza de una ascendencia señorita y terrateniente, del riñón perfectamente cubierto... Nada se salva en un panorama devastador, en el que bajo los focos de la muerte y la estremecedora —judeocristiana— visión de la corrupción de la carne asociada al espíritu, todo se pudre: las filas de naranjos que desarraiga la pala excavadora, el corazón y el sentimiento, la memoria, los sueños irrealizables, la confianza en Dios, en las ideas o en nuestros semejantes. Soledad absoluta, incomunicación total, ambiciones espurias, las de todos —a del capitalista, la del artista, la del recreador del artista, la del antiguo revolucionario, la del homosexual y la de la matriarca, la de la advenediza, la del inmigrante, la del mafioso, la del subcontratado, la de la puta y la de la adolescente...—cremación que no limpia, ceniza grasa. Nihilismo barojiano, unamuniano sentimiento trágico, evocación azoriniana del paisaje en una novela que se teje con los mimbres de la narración decimonónica —familia y adulterio, dinero y resentimientos que vienen de antiguo, celos, agravios comparativos y amores viscerales entre hermanos, crecer y decrecer como acciones simultáneas— y en la que el lector a ratos se pone de parte del constructor Bertomeu, el único personaje al que Chirbes le da la voz en primera persona sin pasar por el filtro de una tercera que se distancia inclementemente de un rosario de seres infectos aun en sus momentos de esperanza y de juventud. Acaso es que elegir decir ciertas verdades no es lo mismo que hacer el bien; quizá es que la literatura no ha de pretender hacer el bien; tal vez todo el mundo tiene derecho a expresar su angustia, la carga de su claudicación, su pena. También los escritores, aunque sus palabras no los purifiquen. Chirbes coloca al lector del lado del personaje del que nunca querría estar, del único que al fin es más coherente que los otros, del personaje vital, del que cuenta con menos razones para autodestruirse, del que diluye sus paradojas vitales en la idea de bienestar y en su brazada se lleva lo que encuentra por delante, y escribe una novela sin diálogos ni concesiones al hueco entre los párrafos, ese hueco que tanto reivindica el editor para que los lectores no nos cansemos y cojamos aire; una novela demoledora o apocalíptica, según se mire,-que removiendo las tripas del lector a través de una utilización radical del lenguaje y de las estrategias narrativas —todo ocurre en el interior de la cansada y mordiente conciencia de los personajes— justifica ciertas formas de la inmovilidad contemporánea: la de todos aquellos que un día quisieron hacer la revolución. Chirbes se arriesga a desagradar a los lectores que creen que todavía quedan motivos para la esperanza y para la lucha, y también a aquéllos que se niegan a ver la podredumbre que diariamente desfila por delante de sus ojos.
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