Trad. Manuel Arranz. Acantilado, Barcelona, 2007. 376 pp. 24 €.
Miguel Sanfeliu
Yo no había leído ningún libro de León Bloy. Y éste me llamó la atención por la ambición de su proyecto más que por la figura del autor. Me recordó, en un principio, al Diccionario de tópicos de Flaubert, aunque aquel pretendiera más recopilar que analizar. Bloy va más allá y su intención es destripar el tópico, extraer de él su lógica, su esencia, buscando en su interior para demostrar por fin que se encuentra vacío. Las ideas vacías alimentan mentes vacías que no se interesan por hacerse preguntas o por aprender sino que se conforman con vivir en estado letárgico. Tal es el mal de la burguesía. Lo deja claro ya desde el prólogo, en el que expone:
Miguel Sanfeliu
Yo no había leído ningún libro de León Bloy. Y éste me llamó la atención por la ambición de su proyecto más que por la figura del autor. Me recordó, en un principio, al Diccionario de tópicos de Flaubert, aunque aquel pretendiera más recopilar que analizar. Bloy va más allá y su intención es destripar el tópico, extraer de él su lógica, su esencia, buscando en su interior para demostrar por fin que se encuentra vacío. Las ideas vacías alimentan mentes vacías que no se interesan por hacerse preguntas o por aprender sino que se conforman con vivir en estado letárgico. Tal es el mal de la burguesía. Lo deja claro ya desde el prólogo, en el que expone:
«En un sentido moderno y lo más amplio posible, el verdadero Burgués, es decir, el hombre que no hace ningún uso de la facultad de pensar y que vive o parece vivir sin haber sentido un solo día la necesidad de comprender cosa alguna, el auténtico e indiscutible Burgués está necesariamente limitado en su lenguaje a un pequeñísimo número de fórmulas.
«El repertorio de las locuciones patrimoniales que le bastan es exageradamente exiguo y no alcanza más allá de algunos centenares. ¡Ah, si uno consiguiera arrebatarle ese humilde tesoro!, un paradisíaco silencio se extendería de repente sobre nuestro globo aliviado».
«El repertorio de las locuciones patrimoniales que le bastan es exageradamente exiguo y no alcanza más allá de algunos centenares. ¡Ah, si uno consiguiera arrebatarle ese humilde tesoro!, un paradisíaco silencio se extendería de repente sobre nuestro globo aliviado».
Y a esa tarea se lanza con decisión inquebrantable, dispuesto a no dejar títere con cabeza, a derruir todo ese conocimiento estúpido y hueco. Se lanza a ello como si estuviera enfadado, moviéndose a empujones, utilizando todos sus recursos para ridiculizar, herir o burlarse de la ingenuidad o de los anhelos que se encierran en esos tópicos. Su tono suena socarrón, y se adivina tras él la determinación de lanzar un mamporro en el momento más inesperado. Aunque justo es reconocer que sabe guardar las formas y que su estilo literario es pulcro, cuidado, elegante en todo momento.
Bloy fue un autor controvertido, con fama de furibundo y de exagerado, plegado a exponer sus tesis antes que a buscar el conocimiento. Y lo cierto es que en este libro hace gala de todo ello. Utiliza el humor negro, la ofensa, el insulto solapado, el desprecio, como si fuera un bravucón diciéndole a su débil y asustada víctima: «¿no ves que todo esto no son más que tonterías?». A veces se lanza a analizar el sentido literal del lugar común, otras a interpretarlo, a relacionarlo con una forma de pensar acomodaticia y vulgar, otras se vale de parábolas para escenificar su esencia, inspirado por lo que puede representar o por la aplicación que pueda tener, hasta una cita, un extracto, puede constituir, por sí solo, la explicación de algunas de estas sentencias. Todo vale con tal de demoler una concepción del mundo egoísta, usurera y poco interesada en mirar más allá de la propia nariz. En su análisis, no sólo se incluyen los tópicos o las frases hechas, sino también recursos como “No llevo suelto”, utilizado, como todo el mundo sabe, para no dar limosna, o trivialidades, como “La lluvia y el buen tiempo”.
La ironía, la socarronería, la hipérbole, la burla, el desprecio... son las armas más utilizadas.
En el caso de “No todo el mundo puede ser rico” afirma: «El lenguaje de los lugares comunes, el más extraño de los lenguajes, tiene la maravillosa particularidad de decir siempre lo mismo, como el de los Profetas».
En el apartado dedicado a “Se diría que duerme” nos cuenta: «Conservo, en fin, el terrible recuerdo de aquel soldado alemán muerto en un agujero del campo de batalla, en 1870. No estaba caído, porque le habían clavado con un formidable bayonetazo a la puerta de un establo. [...] Jamás olvidaré la expresión de horror, de espanto y de desesperación de aquella cara».
En “Se debe respetar a los muertos” expone con desdén: «Es inútil respetar a los vivos, a no ser que sean los más fuertes. En ese caso, la experiencia aconseja más bien lamer sus botas, por muy mierdosas que estén. Pero los muertos deben ser respetados siempre».
Tono de airado cascarrabias, rotundo e implacable hasta el final. En un momento dado, en “Yo no necesito a nadie” hace la siguiente confesión: «La repetición es el problema casi inevitable de un libro de este género. Espero, sin embargo, tener fuerzas para terminarlo». Y las tiene, desde luego, blandiendo su pluma a diestro y siniestro, como alguien que se bate en duelo para limpiar su honor. Escupe su desprecio más absoluto por la superficialidad, la falta de caridad, el egoísmo, la usura y, en consecuencia, todos los males que según él se reúnen en la figura del burgués.
Se incluye en este volumen una segunda serie de estas exégesis, igualmente airadas, pese a estar escritas trece años después de la primera entrega. El tiempo no ha sosegado el espíritu de Bloy ni su determinación por burlarse de la estupidez que se encierra en todos esos lugares comunes que sirven de guía a tanta gente. Y, de paso, arremete contra asuntos como la ley del divorcio, la figura de Zola, la frivolidad, la falta de caridad, etcétera.
Sobre “Tener cargas” dice: «Se tienen cargas cuando se tiene que alimentar a alguien: una mujer, niños, una suegra, unos padres ancianos que se eternizan y que uno no puede mandar al destripador sin perder algo de consideración».
Y en “No hay nada eterno”, continúa aseverando con contundencia: «Burgués, tu estupidez es eterna. Por mucho que lo intente, no consigo imaginar una duración menor y no puedo imaginarme ni un solo instante de esa duración en el que tú dejaras de ser un imbécil».
Ni rastro de caridad, de comprensión, sino todo lo contrario, enérgico, burlón, despiadado y colérico en todo momento, buscándole la vuelta a frases que muchas veces se dicen sin pensar, a un tipo de conocimiento cuya función es, precisamente, salir del paso evitando la reflexión, y a la que se refiere como «una religión de renuncia». Arremetiendo contra ese burgués avaro, falso y egoísta, resulta ingenioso y divertido en muchas ocasiones. Un libro sorprendente, lleno de ironía y sarcasmo, pero también de indignación.
Al final, no da la tarea por terminada, decide, simplemente, parar, ya que «se corre el riesgo de repetirse, pues los lugares comunes no son tan variados como podría creerse». Y aún así, aún enumera una buena serie de frases hechas que se ha dejado en el tintero y que espera que puedan servir como punto de partida si alguien decidiese emprender una continuación de este libro visceral e inclasificable.
León Bloy nació en 1846. Fue un católico intransigente, extremista. En 1877 vivió una angustiosa relación con una prostituta llamada Anne-Marie Roullet, la convirtió al catolicismo y ambos se sumieron en un misticismo atormentado que culminó con la demencia de la mujer y la retirada de Bloy a un monasterio con la idea de hacerse monje benedictino. No llegó a hacerse monje, pero sí consiguió sosegarse un poco antes de volver al mundo. Se codeó con grandes escritores de la Francia de aquella época, como Barbey d'Aurevilly, Paul Verlaine, Villiers de L’Isle-Adam o John Huysmans. En 1889 se casó con Jeanne Molbeck y comenzó una época de estabilidad que duraría hasta su muerte, en la que elaboró la mayor parte de su producción literaria. Entre sus libros figuran El desesperado, La mujer pobre, Cuentos descorteses, Meditaciones de un solitario, los volúmenes de sus diarios y éste Exégesis de los lugares comunes, entre otros.
Bloy fue un autor controvertido, con fama de furibundo y de exagerado, plegado a exponer sus tesis antes que a buscar el conocimiento. Y lo cierto es que en este libro hace gala de todo ello. Utiliza el humor negro, la ofensa, el insulto solapado, el desprecio, como si fuera un bravucón diciéndole a su débil y asustada víctima: «¿no ves que todo esto no son más que tonterías?». A veces se lanza a analizar el sentido literal del lugar común, otras a interpretarlo, a relacionarlo con una forma de pensar acomodaticia y vulgar, otras se vale de parábolas para escenificar su esencia, inspirado por lo que puede representar o por la aplicación que pueda tener, hasta una cita, un extracto, puede constituir, por sí solo, la explicación de algunas de estas sentencias. Todo vale con tal de demoler una concepción del mundo egoísta, usurera y poco interesada en mirar más allá de la propia nariz. En su análisis, no sólo se incluyen los tópicos o las frases hechas, sino también recursos como “No llevo suelto”, utilizado, como todo el mundo sabe, para no dar limosna, o trivialidades, como “La lluvia y el buen tiempo”.
La ironía, la socarronería, la hipérbole, la burla, el desprecio... son las armas más utilizadas.
En el caso de “No todo el mundo puede ser rico” afirma: «El lenguaje de los lugares comunes, el más extraño de los lenguajes, tiene la maravillosa particularidad de decir siempre lo mismo, como el de los Profetas».
En el apartado dedicado a “Se diría que duerme” nos cuenta: «Conservo, en fin, el terrible recuerdo de aquel soldado alemán muerto en un agujero del campo de batalla, en 1870. No estaba caído, porque le habían clavado con un formidable bayonetazo a la puerta de un establo. [...] Jamás olvidaré la expresión de horror, de espanto y de desesperación de aquella cara».
En “Se debe respetar a los muertos” expone con desdén: «Es inútil respetar a los vivos, a no ser que sean los más fuertes. En ese caso, la experiencia aconseja más bien lamer sus botas, por muy mierdosas que estén. Pero los muertos deben ser respetados siempre».
Tono de airado cascarrabias, rotundo e implacable hasta el final. En un momento dado, en “Yo no necesito a nadie” hace la siguiente confesión: «La repetición es el problema casi inevitable de un libro de este género. Espero, sin embargo, tener fuerzas para terminarlo». Y las tiene, desde luego, blandiendo su pluma a diestro y siniestro, como alguien que se bate en duelo para limpiar su honor. Escupe su desprecio más absoluto por la superficialidad, la falta de caridad, el egoísmo, la usura y, en consecuencia, todos los males que según él se reúnen en la figura del burgués.
Se incluye en este volumen una segunda serie de estas exégesis, igualmente airadas, pese a estar escritas trece años después de la primera entrega. El tiempo no ha sosegado el espíritu de Bloy ni su determinación por burlarse de la estupidez que se encierra en todos esos lugares comunes que sirven de guía a tanta gente. Y, de paso, arremete contra asuntos como la ley del divorcio, la figura de Zola, la frivolidad, la falta de caridad, etcétera.
Sobre “Tener cargas” dice: «Se tienen cargas cuando se tiene que alimentar a alguien: una mujer, niños, una suegra, unos padres ancianos que se eternizan y que uno no puede mandar al destripador sin perder algo de consideración».
Y en “No hay nada eterno”, continúa aseverando con contundencia: «Burgués, tu estupidez es eterna. Por mucho que lo intente, no consigo imaginar una duración menor y no puedo imaginarme ni un solo instante de esa duración en el que tú dejaras de ser un imbécil».
Ni rastro de caridad, de comprensión, sino todo lo contrario, enérgico, burlón, despiadado y colérico en todo momento, buscándole la vuelta a frases que muchas veces se dicen sin pensar, a un tipo de conocimiento cuya función es, precisamente, salir del paso evitando la reflexión, y a la que se refiere como «una religión de renuncia». Arremetiendo contra ese burgués avaro, falso y egoísta, resulta ingenioso y divertido en muchas ocasiones. Un libro sorprendente, lleno de ironía y sarcasmo, pero también de indignación.
Al final, no da la tarea por terminada, decide, simplemente, parar, ya que «se corre el riesgo de repetirse, pues los lugares comunes no son tan variados como podría creerse». Y aún así, aún enumera una buena serie de frases hechas que se ha dejado en el tintero y que espera que puedan servir como punto de partida si alguien decidiese emprender una continuación de este libro visceral e inclasificable.
León Bloy nació en 1846. Fue un católico intransigente, extremista. En 1877 vivió una angustiosa relación con una prostituta llamada Anne-Marie Roullet, la convirtió al catolicismo y ambos se sumieron en un misticismo atormentado que culminó con la demencia de la mujer y la retirada de Bloy a un monasterio con la idea de hacerse monje benedictino. No llegó a hacerse monje, pero sí consiguió sosegarse un poco antes de volver al mundo. Se codeó con grandes escritores de la Francia de aquella época, como Barbey d'Aurevilly, Paul Verlaine, Villiers de L’Isle-Adam o John Huysmans. En 1889 se casó con Jeanne Molbeck y comenzó una época de estabilidad que duraría hasta su muerte, en la que elaboró la mayor parte de su producción literaria. Entre sus libros figuran El desesperado, La mujer pobre, Cuentos descorteses, Meditaciones de un solitario, los volúmenes de sus diarios y éste Exégesis de los lugares comunes, entre otros.
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