Aunque ya contaba con varios títulos de narrativa publicados, el colombiano Mario Mendoza se dio a conocer en España gracias al premio Biblioteca Breve que recayó, hace ya cinco años, sobre su novela Satanás. Esta obra, que no hace mucho conoció una versión para la pantalla grande, obtuvo en nuestro país una acogida más bien fría. En ella, Mendoza recreaba uno de los episodios más traumáticos de la historia bogotana, la matanza de Pozzeto, cuando un perturbado abrió fuego sobre los clientes de un popular restaurante. Y lo hacía con gran eficacia visual —dicho sea eludiendo el peyorativo ‘cinematográfica’—, con personajes sólidos y una notable agilidad, atributos que por lo visto fueron insuficientes para camelarse a los lectores de —esto sí suena peyorativo— la Madre Patria.
Cabe advertir que Mendoza no es un estilista. Nada que ver con los refinados orfebres de la prosa que tanto se han prodigado en el Cono Sur. Su tono no tiende al retablo plateresco, ni al pintoresquismo indigenista, lo que a estas alturas es muy de agradecer. Pero ha demostrado, eso sí, ser un buen contador de historias, capaz de envolver al lector con recursos bien administrados y argumentos sugerentes.
Ahora ve la luz Los hombres invisibles, la historia de Gerardo Montenegro, un actor honesto al que el suelo, de la noche a la mañana, se le hunde bajo los pies. En pocos meses lo pierde todo y emprende una huida hacia delante en pos de una mítica tribu perdida en la selva. Una exótica odisea en la que, como está mandado, lo más importante será el periplo, y no el destino. El relato se desarrolla así con su cuota de acción, su ración de carnalidad, algún episodio estrambótico y no pocas digresiones más o menos filosóficas, dejando como telón de fondo la feroz coyuntura colombiana.
El cambio de registro respecto a Satanás es notable. En ésta, la ficción venía atornillada a unos hechos reales, en tanto Los hombres invisibles apela a todo lo contrario: ahora se trata de recrear fantasías comunes a cualquier ciudadano común, incluso las que a priori nos resultan más temibles. A quién no le gustaría soltar todos los lastres cotidianos y escaparse, como Gauguin —a quien se invoca en repetidas ocasiones— Rimbaud, D.H. Lawrence o Artaud, al encuentro con la naturaleza en estado puro, o simplemente a la búsqueda de uno mismo. Quién no ha pensado, al menos en Colombia, qué haría si fuera víctima de un secuestro, y quién es capaz de negarse el derecho a soñar con algún comportamiento heroico. En un país que ha padecido sobredosis de realidad —en las librerías colombianas los testimonios reales, casi siempre muy duros, se tutean con las ficciones—, parece un ejercicio liberador tomar cierta distancia y ensayar un cierto equilibrio entre las pesadillas y los sueños.
Éstos son, a grandes trazos, los óptimos elementos sobre los cuales Mendoza articula su novela. No obstante, hay ciertos descuidos que perjudican el resultado final y malogran una historia que podría haber aspirado a más. Aunque el protagonista acumula argumentos para decir adiós a todo eso, el propio narrador no parece tenerlas todas consigo: «Suena descabellado, lo sé, casi inverosímil...», dice en un pasaje. Y un poco más adelante: «No sé si ustedes alguna vez han soñado...». Esta duda de tener convencido y sujeto al lector o de haberle dejado escapar sobrevuela buena parte del libro. A ratos se manifiesta mediante una voz demasiado insistente, otras veces se nota que el autor ha querido aliviarse, resolver los propios escollos de la trama con mañas de oficio; que lo tiene, pero no siempre basta con eso. Son pecados que comportan doble condena cuando sabemos que Mendoza pertenece a una generación de narradores latinoamericanos brillante, y que ocupa en ella un lugar destacado. La indulgencia se reserva para los principiantes, y el bogotano ya no lo es: la fibra, el nervio indudable de su talento, deben lucir con la máxima exigencia y sin concesiones. Personalmente, deseo leer pronto Cobro de sangre para reafirmarme en esta convicción.
Cabe advertir que Mendoza no es un estilista. Nada que ver con los refinados orfebres de la prosa que tanto se han prodigado en el Cono Sur. Su tono no tiende al retablo plateresco, ni al pintoresquismo indigenista, lo que a estas alturas es muy de agradecer. Pero ha demostrado, eso sí, ser un buen contador de historias, capaz de envolver al lector con recursos bien administrados y argumentos sugerentes.
Ahora ve la luz Los hombres invisibles, la historia de Gerardo Montenegro, un actor honesto al que el suelo, de la noche a la mañana, se le hunde bajo los pies. En pocos meses lo pierde todo y emprende una huida hacia delante en pos de una mítica tribu perdida en la selva. Una exótica odisea en la que, como está mandado, lo más importante será el periplo, y no el destino. El relato se desarrolla así con su cuota de acción, su ración de carnalidad, algún episodio estrambótico y no pocas digresiones más o menos filosóficas, dejando como telón de fondo la feroz coyuntura colombiana.
El cambio de registro respecto a Satanás es notable. En ésta, la ficción venía atornillada a unos hechos reales, en tanto Los hombres invisibles apela a todo lo contrario: ahora se trata de recrear fantasías comunes a cualquier ciudadano común, incluso las que a priori nos resultan más temibles. A quién no le gustaría soltar todos los lastres cotidianos y escaparse, como Gauguin —a quien se invoca en repetidas ocasiones— Rimbaud, D.H. Lawrence o Artaud, al encuentro con la naturaleza en estado puro, o simplemente a la búsqueda de uno mismo. Quién no ha pensado, al menos en Colombia, qué haría si fuera víctima de un secuestro, y quién es capaz de negarse el derecho a soñar con algún comportamiento heroico. En un país que ha padecido sobredosis de realidad —en las librerías colombianas los testimonios reales, casi siempre muy duros, se tutean con las ficciones—, parece un ejercicio liberador tomar cierta distancia y ensayar un cierto equilibrio entre las pesadillas y los sueños.
Éstos son, a grandes trazos, los óptimos elementos sobre los cuales Mendoza articula su novela. No obstante, hay ciertos descuidos que perjudican el resultado final y malogran una historia que podría haber aspirado a más. Aunque el protagonista acumula argumentos para decir adiós a todo eso, el propio narrador no parece tenerlas todas consigo: «Suena descabellado, lo sé, casi inverosímil...», dice en un pasaje. Y un poco más adelante: «No sé si ustedes alguna vez han soñado...». Esta duda de tener convencido y sujeto al lector o de haberle dejado escapar sobrevuela buena parte del libro. A ratos se manifiesta mediante una voz demasiado insistente, otras veces se nota que el autor ha querido aliviarse, resolver los propios escollos de la trama con mañas de oficio; que lo tiene, pero no siempre basta con eso. Son pecados que comportan doble condena cuando sabemos que Mendoza pertenece a una generación de narradores latinoamericanos brillante, y que ocupa en ella un lugar destacado. La indulgencia se reserva para los principiantes, y el bogotano ya no lo es: la fibra, el nervio indudable de su talento, deben lucir con la máxima exigencia y sin concesiones. Personalmente, deseo leer pronto Cobro de sangre para reafirmarme en esta convicción.
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