Gregorio León
En tiempos como los que corren, es muy difícil dar con un premio que merezca unanimidad. Pero no entre el jurado, que es el primero que tiene en sus manos la novela, sino después, cuando sale de la imprenta, o sea, a la intemperie. Tan viciado está el mundo editorial, escenario de chalaneos y componendas que hicieron decir lo que dijo a Juan Marsé con aquello del Planeta, que es un hecho llamativo que un autor merezca salvarse. Es el caso de Francisco González Ledesma. No le conozco. Y me encantaría. Porque debe de ser ese tipo capaz de hacerte disfrutar con sus vivencias una tarde entera, evocando sus tiempos de periodista, o de escritor de novelas del Oeste. Y me gustaría conocerlo para agradecerle este regalo extraordinario que es Una novela de barrio. Es curioso. Cualquiera tendría la tentación de abrirla para buscar las peripecias de su conocido inspector Méndez. Pero son los personajes aparentemente secundarios los que entran en nuestras vidas de lectores y se quedan para siempre. Es de carne y hueso, y no sólo de palabras, Eva Expósito, el personaje más desdichado de la novela, mucho más incluso que ese David Miralles con el que comparte techo y memoria. O madame Ruth, su vida estancada, hirviendo en un piso que mira a poniente, escondiendo miles de secretos impuestos por su antigua profesión.
Hay pasajes memorables que ya justifican por sí solos la lectura de Una novela de barrio. Por ejemplo, la visita que hacen David Miralles y Mabel a la casa del Poble Sec, en la que aún perduran las huellas de su hijo muerto, la misma casa donde Mabel cambió los calcetines blancos por las medias que le daba la madame. Un mundo sórdido, pero no porque aparezcan putas o matachines, que eso es lo de menos, sino porque está habitado de recuerdos. Y esos recuerdos están en carne viva, supurando pus. Nadie puede olvidar a un hijo muerto, ni siquiera con la muerte.
La novela tiene acción. Faltaría más. No se escapa de los cánones del género, que por eso se llevó el I Premio de Novela Negra RBA. Pero esconde mucho más. Un afluente de recuerdos que la recorre, página a página, haciendo que lo que menos importe sea como va a salir de esta ese hijo de los barrios bajos llamado Méndez.
Una historia de Francisco González Ledesma que, por llevarle la contraria a uno de sus personajes, no está destinada al silencio ni al olvido. Enhorabuena, Paco.
Hay pasajes memorables que ya justifican por sí solos la lectura de Una novela de barrio. Por ejemplo, la visita que hacen David Miralles y Mabel a la casa del Poble Sec, en la que aún perduran las huellas de su hijo muerto, la misma casa donde Mabel cambió los calcetines blancos por las medias que le daba la madame. Un mundo sórdido, pero no porque aparezcan putas o matachines, que eso es lo de menos, sino porque está habitado de recuerdos. Y esos recuerdos están en carne viva, supurando pus. Nadie puede olvidar a un hijo muerto, ni siquiera con la muerte.
La novela tiene acción. Faltaría más. No se escapa de los cánones del género, que por eso se llevó el I Premio de Novela Negra RBA. Pero esconde mucho más. Un afluente de recuerdos que la recorre, página a página, haciendo que lo que menos importe sea como va a salir de esta ese hijo de los barrios bajos llamado Méndez.
Una historia de Francisco González Ledesma que, por llevarle la contraria a uno de sus personajes, no está destinada al silencio ni al olvido. Enhorabuena, Paco.
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