Cristina Consuegra
A mediados del siglo XIX, el realismo se configura como movimiento fundamental para entender todo lo que acontece en torno al sistema artístico imperante. Esta corriente basada en el minucioso análisis de la cotidianeidad, que se aleja de la imaginación/ficción como instrumento de representación del ser humano, y que se distancia de la subjetividad promovida por el romanticismo, sirve como caldo de cultivo para una de las grandes novelas de todos los tiempos, Memorias del Subsuelo (1864), de Feodor Dostoievski. Esta novela, mitad tratado literario, mitad tratado ideológico, proporciona a la historia de la literatura un personaje contundente e incendiario, el hombre del subsuelo, protagonista que sirve como referencia al hombre absurdo nacido durante el existencialismo francés. El hombre del subsuelo y Meursault, protagonista de El Extranjero (1942), de Albert Camus, comparten mucho más que la inercia como motor narrativo, como acción de su inapetencia vital; comparten la firmeza de ser víctimas de un mundo —su visión del mundo— y la insensibilidad hacia el presente que les toca habitar. Entre las páginas que componen ambos títulos encontramos no sólo gran literatura, sino grandes conceptos que todavía perturban al ser humano, incógnitas en torno a las cuales vamos trazando interrogantes; conceptos como la frustración, la violencia, la libertad o la rebeldía irrumpen en cada página para golpear al lector, mejor dicho, para golpear su identidad, recordarle que quien sostiene el libro tiene la capacidad para poder cambiar las cosas, aunque la génesis de esta sacudida provenga de la propia desesperanza.
En El frente ruso hay mucho de estos personajes y conceptos tamizados por la visión inteligente de su autor, Jean-Claude Lalumière, escritor primerizo de 41 años que ha facturado una de esas novelas que promete convertirse en título imprescindible de la literatura francesa reciente. Lalumière reinventa a los dos personajes citados para repetir esa fórmula incesante, quizá eterna, del escritor: cuestionar la realidad, el presente, escribir sobre aquello que no debemos dejar atrás, que no debemos olvidar. Desde las primeras páginas de este perfecto manual de uso y costumbres de la administración pública francesa —ambiente que conoce bien el autor ya que es funcionario—, el protagonista es descrito a través de la supremacía paternal, a través de las frustraciones de un matrimonio de la periferia parisina, una madre que sueña con retener a su hijo en casa, el lugar inquebrantable adonde el fuego no llega, donde la llama se extingue; y un padre estricto, meticuloso, que cree en la cultura del esfuerzo y esto, a su vez, le hizo creer que podía haber sido alguien distinto a lo que el tiempo y la vida ha convertido. Así, entre miedos y falsas creencias, Lalumière comienza a presentar la existencia de un protagonista que sueña con viajes/huidas a países conocidos gracias a las lecturas de la revista Geo, lecturas/sueños que lo conducen a opositar al Ministerio de Asuntos Exteriores, obteniendo una de las ochenta plazas a concurso.
Desde ese instante, desde ese primer momento en el que este todavía héroe cree lograr aquello que pensaba nunca iba a poseer —la posibilidad de otra vida, la diplomacia, la libertad, el viaje, la huida— el humor se apodera de la trama de la historia, argumento que Lalumière apoya en una estructura narrativa sencilla pero eficaz, de prosa milimetrada, sin artificios. Porque El frente ruso nos cuenta, por encima de todo, la historia de un hombre normal, un tipo soñador que se acostumbra al fracaso y la desesperanza, a la incapacidad para solucionar aquello que la vida va situando en el camino/viaje. Así, con los ojos del fracaso, el lector se adentra en la vida normal de un tipo corriente que el destino colocó en el peor lugar, el departamento de «Países en vías de creación. Sección Europa del Este y Siberia», es decir, el denominado frente ruso, en el momento menos preciso. Con un jefe anclado en los delirios de otro tiempo y unos compañeros sometidos por la rutina burocrática, nuestro protagonista, el mismo que en la infancia anhelaba recorrer el mundo, observa cómo su realidad se desvanece entre las paredes blancas de un despacho eterno, calibrado para la normalidad del fracaso, al fin y al cabo, «la historia de una vida es siempre la historia de un fracaso».
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