jueves, junio 26, 2008

El hombre del salto, Don DeLillo

Trad. Ramón Buenaventura. Seix Barral, Barcelona, 2007. 297 pp. 19 €.

María Ruisánchez

Seguramente recordarán esta imagen del 11-S: una persona concreta a la que fotografiaron cayendo de la Torre Norte del World Trade Center, en vertical, con la cabeza por delante, ambos brazos pegados al cuerpo, una rodilla doblada, un hombre puesto para siempre en caída libre contra el fondo amenazador del panel de columnas de la torre. Metáfora que define a la perfección el tiempo, paralizado en esta novela mediante unos personajes que han perdido el rumbo de sus vidas, o que se limitan a esperar sus destinos de idéntico final al de ese salto. Algo ha cambiado. Todo se mide en antes o después de la caída de las torres. Antes, la vida quizá tuviese sentido, trivial, pero sentido. Después, nuestros personajes no encuentran a qué asirse y van por sus rutinas, limitándose a observarlas.
Al comenzar a leer este libro, uno se encuentra irremediablemente suspendido entre una nebulosa de cemento, cascotes, sangre, sirenas y gritos amortizados por un cerebro colapsado que se dirige hacia una salida. Así vamos con Keith, superviviente de la Torre Norte, cubiertos de polvo, con traje y maletín. Alguien le ofrece su vehículo y lo lleva hasta la casa de su ex mujer, en la que se queda sin decir nada, al resguardo de los días. Ésta, Lianne interioriza el sufrimiento del que fuera su marido y lo convierte en suyo. Necesita comprender por qué, siempre por qué. El hijo de ambos otea el firmamento desde un rascacielos en busca de aviones, convencido de que las torres no cayeron. Mientras en una cuenta atrás hacia la muerte, la caída o el salto, los terroristas se preparan para el atentado.
El lector viaja de mente en mente en un revoltijo de reflexiones en primera persona. Es también la de Don DeLillo una escritura a saltos que combina pensamientos profundos con conversaciones cortas. Si estuviésemos ante una película, el autor se estaría constantemente saltando el eje, porque vamos y venimos de unos a otros sin ubicarlos en el espacio, sin poder identificarlos hasta dos líneas más abajo de que hayan comenzado a hablar o pensar. Si acotamos el espacio, parece que se haya volatilizado como los edificios, pero en lugar de vapor, ahora simplemente el aire, sólo la ausencia transparente, el hueco, la nada. Hay pocas descripciones del entorno, y cuando topamos con una, el autor es tan capaz de narrar la circunstancia del personaje directamente interrelacionada con lo que le rodea, que francamente consigue meternos dentro del libro.
Así enreda más y más, el escritor su maraña, de tal manera que al final comprendemos todo lo ocurrido sin que nadie nos lo haya contado. Es como escuchar directamente sus conciencias, como ir tirando del hilo. Lo importante aquí no es lo que pasa, sino, cómo pasa. Ya se sabe de antemano cuál será el final de la novela, el lector no disfruta con las sorpresas sino con el desafío que supone enfrentarse a una forma de narrar que está constantemente reinventándose a sí misma. Si en Cosmópolis teníamos una vida en un día con flash back con omisión de evocación sensorial, es decir sin magdalena de Proust, aquí encontramos un estilo más depurado de la misma técnica, que aunque descoloca al lector, resulta más fácil de seguir que en la novela anterior.
Pero el autor no se conforma con esto, es capaz de saltar de esa primera persona a una segunda y una tercera, mientras la trama que es el ir o venir a las torres en ese día aciago, el pasado o el futuro se va componiendo. Tiene una facultad pasmosa para unir un acontecer a otro sin explicar la transición. Buen ejemplo de ello ocurre en el último capítulo, donde vamos todo el tiempo con uno de los terroristas suicidas, sentados con él en la cabina, sudando, nerviosos, con las manos a los mandos, con la torre cada vez más cerca, hasta que la tenemos encima, y nos incrustamos en ella, para acto y seguido ladear la cabeza con Keith, oler el combustible derramado, levantarnos del suelo y echar a andar escalera abajo, en una nube de humo, escombros, y gente en peregrinaje hacia una salida, que es el principio de la novela.
¿Circular? Sí, o quizás un instante, un incidente, el desplome de ambos edificios como detonante de las vidas de cada una de esas personas. Hacia el futuro Keith y Lianne rehacen su matrimonio mientras pasan los años. Hacia el pasado los terroristas conspiran para llegar al presente, en el que un niño otea el cielo con unos prismáticos, en el que nadie comprende por qué y todo el mundo siente miedo.

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