martes, junio 24, 2008

Niños de tiza, David Torres

Premio Tigre Juan 2008. Algaida, Sevilla, 2008. 411 pp. 20 €

Doménico Chiappe

Un boxeador, apabullado por el recuerdo de su último combate —acaecido tiempo atrás— y por los derroteros de su vida —se ha convertido en un matón de poca monta—, regresa a su antiguo barrio, el madrileño San Blas de la transición, tan alejado de la imagen bucólica del Madrid bohemio de las calles adoquinadas del centro como lo está Roberto Esteban, el púgil, de su propia niñez. Una niñez que el narrador, al tiempo que protagonista, reconstruye, o lo intenta, con cada movimiento por su antiguo barrio que se transforma como un experimento de lo que podría ser la urbe: ajena. La denuncia de David Torres, autor de Niños de tiza, se puede resumir en esta frase, que bien puede ser final o inicial, como en toda historia circular:

«Comprendí algo que me había estado rondando por la cabeza desde que había vuelto a cuidar a mi madre, una oquedad que ocupaba el corazón del barrio con tanta fuerza que era casi imposible percibirla. La ausencia. La ausencia de niños. Los columpios vacíos. El silencio.
No había críos jugando por las calles. Ya no había carreras ni peleas ni lloriqueos ni chillidos. A diario el parque estaba muerto, petrificado, custodiado por ancianos meditabundos, por señoras que regresaban a casa tirando del carrito de la compra, pr jóvenes que hacían footing, por viejos prematuros como yo.»

Una historia, la del barrio como símbolo de una ciudad desahuciada, que se persigue la cola como un gato alucinado, cuyos habitantes abandonan las calles y las dejan al arbitrio del más fuerte, libre ya de la protesta cívica de quienes han decidido que las calles no son para vivirlas sino para transitarlas, de quienes sólo las atraviesan con prisa, y prefieren desconocer al vecino.
Símbolos: hay varios en esta obra, que se erige sobre una trama de novela negra: Roberto recuerda una muerte, la de una niña minusválida a la que apodaban “sirena” con la que amistó a espaldas de sus amigos y del padre de ella. La “sirena” murió ahogada en la piscina municipal, a pesar de ser excelente nadadora. Primera intriga: ¿accidente, homicidio? Roberto cree que en la segunda hipótesis que abre otra ronda de preguntas: ¿quién, por qué? Las líneas de tensión se refuerzan con más elementos: un viejo rival pirómano, Romero; el gran amigo de la infancia convertido en policía cocainómano; la tía escurridiza y avara que vive en la única casa que impide el desarrollo de un gran complejo comercial; la mujer deseada largo tiempo, Lola, esposa de Romero, que se entrega al fin a Roberto. Todos estos ingredientes generan un cruce de afrentas y situaciones que Roberto quisiera resolver a puñetazos, como si estuviera en el ring, pero cuando suena el campanazo, no logra visualizar a su enemigo con nitidez.
El bucle narrativo conduce a la continuación de los enfrentamientos de antaño, en un final apoteósico, más cinematográfico que narrativo, donde los hechos se apresuran y se resuelven con la confesión de alguno de los sospechosos habituales —que aquí no se revelará.
En paralelo a la trama policial, se desarrolla una hermosa historia de iniciación que Roberto retoma una y otra vez al explorar sus recuerdos. De todos rescato el de la presencia de Bruma, la niña araña del circo, que Roberto no pudo ver pero que imaginó para describírsela a la “sirena”. Esta nostalgia que le impregna —y que impregna el texto— le lleva a creer que las antiguas alianzas y los antiguos rencores permanecen incólumes. «(...) El sida aún no estaba de moda, las flecha no llevaban veneno, los condones eran sólo un sueño para los polvos que no echábamos. Creíamos que la amistad duraba para siempre». Una frase que luego enfatiza, cuando de los hilos dramáticos se han enhebrado, cuando se retira indemne pero derrotado.
Para retratar al autor, se encuentran dos claves en esta novela: la primera, que Torres no abandona al silencio a sus creaciones: Roberto es un personaje rescatado de un libro anterior y este juego se repite también en un guiño interesante que ocurre con otro personaje rescatado de un cuento, el del Puñales, que toreó en la glorieta de Atocha. Lo otro es que Roberto siente compasión, o ternura, según se vea, por dos de los individuos más frágiles que crea Torres y que son, curiosamente, lo más complejos como personajes. Uno, en el tiempo de su infancia, el de la “sirena”. El otro, en el tiempo de la narración, el de Raschid, hermano de un niño iraní que sobrevivió al campo de minas iraquí, a donde los ayatolás lo enviaban con una llave de plástico colgando de su cuello y que prometía abrir las puertas del paraíso. Raschid seguramente, al igual que Roberto o Puñales, transite otra de las imaginaciones de su autor.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

viví la transición y la verdad apetecía andar por ahí repartiendo hostias

Anónimo dijo...

Yo acabo de terminarla y me parece un novelón de cabo a rabo, la verdad.