miércoles, junio 25, 2008

Ciencias morales, Martín Kohan

XXVI Premio Herralde de Novela. Anagrama, Barcelona, 2007. 218 pp. 16 €

Elvira Navarro

En Vigilar y castigar, Michel Foucault nos ofrece una sabia arqueología de nosotros mismos al analizar las herramientas que despliega el poder para convertirnos en buenos ciudadanos. Utilizo la expresión “buenos” para que se fijen a qué apela: nada menos que a nuestra voluntad. Así, al llegar a la edad adulta, solemos declararnos responsables de las decisiones que tomamos, las cuales se rigen por cierta idea del bien (se entienda lo que se entienda por tal). Dichas decisiones presuponen una libertad de la que seríamos poseedores, y que continuamente ejercemos. Somos libres cuando votamos, o cuando nos expresamos, o cuando creamos, y esta fe la tenemos tan arraigada que nos parece una locura ponerla en duda. Sin embargo, Foucault nos muestra que todo eso es fruto de un brutal adiestramiento del alma. Se nos enseña a querer lo que queremos y, sobre todo, se nos hace creer que somos libres de querer lo que nos han enseñado: la libertad es el velo que nos impide ver el engranaje de la siniestra maquinaria. Según el filósofo francés, estamos sometidos desde nuestro nacimiento a «un verdadero conjunto de procedimientos para dividir en zonas, controlar, medir, encauzar a los individuos y hacerlos a la vez dóciles y útiles. Vigilancia, ejercicios, maniobras, calificaciones, rangos y lugares, clasificaciones, exámenes, registros, una manera de someter los cuerpos, de dominar las multiplicidades humanas y de manipular sus fuerzas se ha desarrollado en el curso de los siglos clásicos, en los hospitales, en el ejército, las escuelas, los colegios o los talleres».
Perdonen el largo preámbulo; les aseguro que viene a cuento para hablar de Ciencias morales, novela con la que el escritor argentino Martín Kohan obtuvo el premio Herralde en 2007, y que encarna, y al mismo tiempo sortea, las tesis de Foucault a través de una historia que tiene como marco el Colegio Nacional de Buenos Aires. Toda una institución por estar ligado al nacimiento de la patria argentina, en este colegio de rancio abolengo se educa a los alumnos con disciplina militar. Para ello, cuentan no sólo con profesores, sino también con preceptores como María Teresa, que acaba de empezar a trabajar bajo las órdenes del señor Biasutto, jefe cuya ejemplaridad se cifra en que fue uno de los que elaboró las listas de los que desaparecieron durante la dictadura de Videla. Estamos en 1982, a falta de un año para que el régimen caiga y en plena guerra de las Malvinas: el ambiente es gris y mortuorio, y los enemigos acechan.
Puesto que la historia de Argentina y la del colegio «son una y la misma cosa», los alumnos han de asumir un compromiso con su país mayor que cualquier otra persona. La desobediencia es un atentado contra la patria, o lo que es lo mismo, contra el futuro, ese concepto que es mentira, y que en Ciencias morales y en todas las escuelas, partidos políticos de cualquier signo, bancos, aseguradoras, libros de autoayuda para ejecutivos y religiones del mundo sirve para educar-alienar, hacer negocio y tomar el poder a través de la esperanza y el miedo.
Para que la maquinaria funcione, hay que vigilar continuamente y castigar con severidad; ésa es la tarea de los preceptores, y lo es de manera exclusiva: se trata de su única acción permitida, por lo que su modo de ejercerla habrá de ser forzosamente una sublimación enfermiza de infinitas necesidades. Además, el control de una persona sobre el medio lo es en primer lugar sobre sí misma, de ahí el carácter paranoico que se desarrolla, el perpetuo síndrome de señorita Rottenmeier.
Sólo los gestos que aún no se han esbozado, lo que se sabe sin palabras, las miradas ambiguas y lo que se emprende en secreto escapa, por su indefinición, a la disciplina, a la categorización. La joven María Teresa, en un intento de ser más brillante en su trabajo —es una preceptora muy eficiente según el señor Biasutto—, comienza a encerrarse en un cubículo de los baños de varones para descubrir a un alumno del que, sospecha, fuma por esos lares, y que le gusta sin saberlo. Procedente de una familia que la ha enseñado a vivir en la sumisión más extrema y en la ramplonería, María Teresa cree que el mero hecho de ampararse en su labor de vigilante la salva de la locura de pasar horas y horas escuchando en silencio cómo el orín de los alumnos rebota contra la loza de los mingitorios, y cómo se descargan las tripas en los cubículos vecinos. No obstante, es debido a esa absoluta idiotez, a esa incapacidad de ver-definir, arma de dos filos en esta novela, que ella misma se sustrae a su papel y comienza a conocer, sin ponerle nombre jamás, ciertas cosas que nosotros, lectores adiestrados, tampoco tenemos derecho a bautizar: lo que descubre lo falsearíamos con el lenguaje.
Encerrarse en los baños para espiar a los alumnos constituye, en un sentido que no es moral, el primer acto libre de María Teresa, pues es gracias a las horas que pasa allí que despierta a su potencialidad. Lo hace, por supuesto, a través del cuerpo. No entramos aquí en un plano sexual: la preceptora no tiene ni idea de sexualidad. Tampoco el sexo en sí mismo es relevante a los efectos de la novela. Si parte de la trama gira en torno a él, es porque se trata de un territorio que en María Teresa está descodificado; que ha escapado de la catexis, y al que por ello se asoma con una libertad ilimitada, lo cual no deja de ser una virtud. La preceptora, que tiene algo de la reprimida y salvaje Erika Kohut de La pianista (novela de Elfriede Jelinek), y de la vaciada Lol V. Stein de Marguerite Duras (El arrebato de Lol V. Stein), se entrega gozosa a su reclusión en los baños, pues se siente vivir.
Como apuntábamos antes, su ignorancia es un arma de doble filo. Si por un lado la conduce al descubrimiento y a la trasgresión, por otro la torna incapaz de decir aquello que desconoce, lo que es grave cuando se trata del mal. No es que el mal no esté ya presente; sin embargo, y por el momento, el daño inflingido forma parte de ella, y eso la ha salvado de conocerlo. El mal que sí va a conocer viene de la mano de aquel a quien admira. Biasutto abusa de ella tras descubrirla escondida en los baños, y ¿cómo nombrar algo que no se sabe qué es? María Teresa sólo experimenta horror, pero es incapaz de señalar el delito. Lo que el señor Biasutto le hace no forma parte de su realidad. Con todo, ella sabe a su manera, pues el sufrimiento es inalienable.
En fin, lean Ciencias morales. Para la que esto escribe, es una de las mejores novelas publicadas en 2007 en el ámbito hispanohablante. Y no digo la mejor porque no las he leído todas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

A dormir, que sólo son dos días.