Talentura, Madrid, 2014. 144 pp. 13 €
Miguel Sanfeliu ha escrito una novela formidable. Tenía ganas de empezar una reseña con una frase tan taxativa. 
Parece que cicatriza,
 como se titula el libro que acaba de publicar Talentura, es una novela 
breve, de poco menos de cien páginas, pero una gran novela más por lo 
que deja de contar que por lo que cuenta. Me explico:
Parece que cicatriza cuenta la historia de un 
joven, Roberto Ponce, que cierto día, atacado por el malsano virus de la
 escritura, decide hacerse novelista, abandonarlo todo —en realidad, a 
esa edad, no tenía nada más que su sueño— y, en contra de la opinión de 
sus padres que consideran el plan una insensatez, dedicarse durante un 
año a escribir con todas sus fuerzas, acabar una buena novela y, a 
partir de ahí… Roberto se instala en una pequeña casa y, en torno a ella
 y a la vida que lleva mientras rellena las primeras páginas, conoce a 
una serie de tipos extravagantes, soñadores —o mejor, ilusos— igual que 
él, tipos de cuya mano descubre la vida, las esperanzas, las decepciones
 y el amor, aunque sea mercenario. Esta primera parte de la novela está 
narrada en primera persona: Roberto es el protagonista de su vida y, 
aunque pronto advierte que el camino de escribir no es, en absoluto 
fácil, se mantiene de la ilusión, y del asombro continuo, y de la 
esperanza en que podrá lograrlo. Sin embargo…
El año va pasando, el gran argumento no llega, la novela no 
avanza... Finalmente, el joven no tiene más remedio que dar la razón a 
sus padres, conceder que su apuesta ha sido estúpida, que es muy posible
 que ni siquiera esté capacitado para escribir. «He sido un imbécil», 
admite; así que se resigna a la derrota y decide acogerse a la vida 
«normal».
Viene ahora un valle tranquilo y sin sobresaltos de nada menos 
que veinticinco, quizás treinta años; lo que ha ocurrido en ese lapso no
 se menciona porque quizás —porque seguro— no hay nada interesante que 
mencionar. Nos encontramos con Roberto convertido en otra persona hasta 
para él mismo: la historia se escribe aquí en tercera, como la de 
cualquiera. «En el televisor…» comienza significativamente esta segunda 
parte, porque Roberto se ha transformado en un mero espectador de las 
cosas que les ocurren a otros, e incluso a sí mismo: atrapado en un 
matrimonio aburrido, en un trabajo monótono…en fin, en lo que la 
mayoría, parece avergonzarse incluso de haber conocido, allá en su 
lejanísimos días canallas, a un sujeto que consiguió triunfar…aunque 
luego sabremos a qué precio —excelente es el retrato de esa estrella del
 rock patética y casi cincuentona intentando mantenerse rebelde y 
activa, a cualquier precio, entre una juventud que ya no es la suya—. 
Tan insignificante se siente Roberto que le vemos, a veces, angustiado 
por la idea de morir de pronto y extinguirse sin más… —de nuevo, muy 
lograda escena—. Pese a todo…
Parece que cicatriza, se llama la novela. Pero no 
acaba de cicatrizar. El protagonista  —o, a estas alturas, dejémoslo 
sólo en personaje, aunque sin ánimo peyorativo— se ha reservado una 
habitación de su casa como estudio y, ahora delante de un ordenador, 
trata casi a escondidas, en los descansos de su rutina laboral, de las 
compras dominicales… de darle un estironcillo a su novela interrumpida, 
que aun así no avanza. Pero no, no acaba de cicatrizar la herida y 
cierto día siente unas irreprimibles ganas de volver atrás, a aquel 
barrio en que se malogró su sueño, donde conoció a aquellos tipos…
Hasta aquí. No voy a desvelar el final, aunque soy de la opinión 
de que cómo acabe una novela no cuenta tanto como la manera en que se va
 desarrollando una situación, se nos presentan unos caracteres, se 
plantea, en este caso, un problema vital. Escrita con una sencilla 
sencillez —no es error mío, es que 
Sanfeliu escribe con sencillez
 de veras—, la novela nos presenta, bajo el aspecto de ligeras, escenas 
de gran profundidad, como la de aquel tipo que busca trastocar su vida 
en un absurdo programa televisivo —animado por todos, como si ser un 
iluso televisivo tuviera más enjundia que ser un iluso literario—, y 
entre medias de escenas de gran calidad literaria hay algunas 
especialmente logradas, y emotivas, como la del cuadro que logra salvar 
del tugurio en que se ha convertido el bar donde masticaba sus ilusiones
 juveniles: una escena sencillamente impresionante.
Algunos errores —o a mí me lo parecen— nimios como el llamar a 
los personajes Roberto y Ramón, lo cual creo que puede llegar a 
confundir en la lectura, no impiden que estemos ante una novela 
magnifica.
2. Pedro Domene
El mundo de 
Miguel Sanfeliu 
ofrece un espacio sin reglas donde bajo una aparente normalidad se vive 
una realidad distorsionada, en ocasiones tan asfixiante como angustiosa,
 y en igual proporción, se mezclan lo fantástico y lo real. En algún 
momento, puede ocurrir que todo empiece a transformarse y los 
protagonistas de la literatura de 
Sanfeliu deban enfrentarse a su propio devenir desde opciones muy diversas, como en algunos de los cuentos de sus colecciones, 
Anónimos (2009), 
Los pequeños placeres (2011) y 
Gente que nunca existió
 (2012), donde sus personajes encaran sus propios miedos porque no 
existe otra salida, o al juego real de la subsistencia desde ópticas y 
planos tan diferentes que solo se justifican con actitudes tan reales 
como si, de hecho, recibieran un fuerte traumatismo. Como señala el 
propio Sanfeliu, sus cuentos surgen de la necesidad de explicarse en una
 realidad propia, de manipularla e interpretarla, y es así como deja 
constancia por escrito, como la mayoría de sus protagonistas, para 
hablar de una realidad que no le gusta. Melancolía, desengaño y dolor 
compartido, son algunas de las actitudes que, de alguna manera, suponen 
en el narrador una visión fragmentada del ser contemporáneo, alejado de 
una esperanza, de una promesa de felicidad. Cuando 
Sanfeliu 
explora la psicología de sus personajes, dirige su atención al 
comportamiento y a esa reacción que moralmente se supone imperceptible, 
siempre a la espera de un drama mayor aunque significativamente pase 
inadvertido en la cotidiana observación. Su visión de lo rutinario pasa 
por el barrio, las amistades, el fracaso, el éxito, o las pequeñas 
confidencias sin mayor trascendencia.
Parece que cicatriza (2014) es la primera novela de Miguel Sanfeliu
 (Santa Cruz de Tenerife, 1962), cuyo protagonista y la historia misma 
quedan ligados a un intimismo y al propio anhelo de ligar una vida al 
mundo literario hasta que ese deslumbre juvenil se trueca en una 
insoslayable madurez que le aporta al personaje la visión de una trágica
 melancolía, sobre todo cuando observa cómo ha ido desarrollándose su 
vida. Tan es así que ese halo de nostalgia se complementa en una 
segunda, madurada parte que justifica que ese paso del tiempo, y deja su
 indeleble huella en todas y cada una de las generaciones a que 
pertenecemos, a esa época vivida, a ese sentimiento de derrota o de 
victoria, según las circunstancias. Roberto Ponce, a sus diecinueve 
años, decide llevar a cabo la mayor de sus aspiraciones: escribir en el 
plazo de un año una novela de éxito, y para ello necesita convivir en un
 ambiente bohemio, así que sus primeros amigos serán un pintor loco en 
permanente desacuerdo con su obra, un mal poeta que regenta el garito 
donde beben, “El Cubo de la Basura”, y un cantante callejero que no duda
 en saltarse la ética de una honrada vocación musical para triunfar; al 
hilo de todo, largas veladas de charla, un ambiente sórdido, 
frustraciones, borracheras, drogas y prostitución, y la inspiración que 
nunca llega y convierte todo en el final de una quimera obligando al 
joven Ponce a alejarse de aquel barrio donde quedan sepultadas las 
esperanzas de una vida de artista para casi todos ellos, salvo para el 
músico Emilio Ballester, alias Sonny Hog que triunfará en el mundo de la
 farándula. 
En una segunda, calculada
 y profunda, parte un cuarentón Ponce se enfrenta a la rutina diaria, el
 atasco de tráfico cuando va camino de la oficina, el limpiacristales 
del semáforo, dónde aparcar, el trato rutinario y amistoso con los 
compañeros de trabajo, la mesa con papeles hasta arriba, la monotonía 
conyugal o el flirteo con su compañera Maite, y su persistente y 
obstinada dedicación a la literatura en sus ratos libres, porque no ha 
conseguido ese gran argumento, y escribir sigue siendo su vida, una 
herida abierta, que a lo largo de la narración se mantiene solo como una
 ilusión. Y lo más importante, el personaje percibe la constatación de 
la fugacidad de la vida, los dieciséis años que pasan por su hija, o la 
complicidad que se establece con el cuadro rescatado del sórdido local, 
donde ya nada es igual, «El Cubo de la Basura», titulado La Madeleine, 
de Ramón Casas, porque ese cuadro actúa como un catalizador de ese 
escritor en que podría llegado a convertirse Roberto Ponce, y nunca 
antes parece haberse dado cuenta. Sanfeliu ha convertido esta 
escena fugaz, en algo mágico e íntimo, un cierto minimalismo que le 
descubre al lector un auténtico juego de presencias y ausencias, la 
sombra de esa brillante soledad a que se resigna el personaje.
La apuesta de 
Miguel Sanfeliu en 
Parece que cicatriza
 es la firme convicción por alcanzar un sueño, tal vez uno propio en 
boca de su personaje, motivo más que suficiente como para sobrevivir a 
cualquier pesadilla que nos aceche.