martes, julio 31, 2007

La muerte de Virgilio, Hermann Broch

Versión de J.M. Ripalda sobre trad. de A. Gregori. Alianza, Madrid, 2007. 568 pp. 22 €

Elvira Navarro

Dice Platón en el libro X de la República: «Cuando te encuentres con panegiristas de Homero que digan que fue este poeta el que educó a la Hélade y que es digno de que se le acoja y se le preste la debida atención en lo que concierne al gobierno y a la dirección de los asuntos humanos, hasta el punto de adecuar la vida propia a los preceptos de su poesía, deberás prodigarles tu cariño e incluso besarles, como si se tratase de los mejores ciudadanos, concediéndoles que Homero es el poeta más grande y primero de los trágicos. Sin embargo, no olvidarás también que en nuestra ciudad sólo convendrá admitir los himnos a los dioses y los elogios a los hombres esclarecidos. Si en toda manifestación, das cabida a la musa voluptuosa, el placer y el dolor se enseñorearán de tu ciudad y ocuparán el puesto de la ley y de la razón más justa a los ojos de los hombres de todos los tiempos». Y dice el Virgilio de Hermann Broch: «Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es. ¡Sólo la mentira es gloria, más no el conocimiento! ¿Y sería posible, pues, pensar que a la Eneida le tocaría ejercer otra influencia, una influencia mejor? ¡Ay, se la ensalzará, porque todo lo que él ha escrito ha sido ensalzado, porque también en ella se leerá solamente lo agradable y porque no existían ni el peligro ni la perspectiva de que pudieran escucharse advertencias; ay, le era imposible engañarse o dejarse engañar por esperanzas; demasiado bien conocía a este público, para quien la grave labor del poeta, la auténtica, que aguanta el conocimiento, consigue tan poca atención como la de los esclavos del remo!».
Leídos atentamente, se advierte que los textos guardan un acuerdo en qué es lo más importante (el conocimiento) y un desacuerdo en quién lleva a cabo dicha labor. Así, mientras que para Platón el poeta se rige por la «musa voluptuosa», para Virgilio éste indaga en la sabiduría, y es el público el que desoye sistemáticamente la voz de “la razón más justa”, por decirlo platónicamente. Ahora bien, ¿encarna la Eneida dicha voz? ¿no se trata de una simple epopeya escrita por encargo del Augusto para la gloria eterna de Roma? ¿ha desatendido Virgilio su deber de artista para hacer mera propaganda del emperador?
La muerte de Virgilio, novela total que Hermann Broch (Viena, 1886-New Haven, 1951) concibió durante cinco semanas de encarcelamiento en Alt-Ausse tras ser detenido por la Gestapo (la terminaría en el exilio gracias a la asistencia del P.E.N. Club de Londres y a una beca Guggenheim), se hace cargo de la muy kantiana problemática de qué deba ser el arte al dramatizar las últimas horas de la vida de Virgilio. Decimos kantiana porque la mirada del sabio de Königsberg planea sobre todas y cada una de las reflexiones que sobre la estética se hacen en la novela, sea para negarla, sea (las más de las veces) para afirmarla. Recordemos que para Kant el sentido último de la obra de arte es trascendental, y que esta palabra no significa pura metafísica vacía, sino que remite a las condiciones de posibilidad de toda experiencia. En este marco, el arte es posible gracias a la existencia de una ley moral, y se convierte en falso cuando se queda en el ámbito del mero entretenimiento o peor aún, de la pura propaganda. La duda sobre si la Eneida es una obra de arte verdadera o simplemente se trata de literatura panfletaria constituye el pistoletazo de salida de la novela de Broch, que mediante un delirante monólogo interrumpido por algunos largos diálogos que servirán de contrapunto a las conclusiones siempre parciales (hay en la forma del discurso una suerte de movimiento hegeliano en tesis, antítesis y síntesis), pretende abarcar no sólo el sentido del arte, sino el del hombre mismo y el universo.
La novela está dividida en cuatro partes, correspondientes a tres estados agónicos y a la muerte. La trama que las recorre es mínima, y en ella Broch da forma a lo que los manuales de literatura aventuran sobre Virgilio, a saber: que antes de morir mandó quemar la Eneida, de la que abominó bien por el asunto de la propaganda del que ya hemos hablado, bien porque no estuviera contento con la calidad de los versos. La primera parte, Agua-El arribo, cuenta la llegada de las naves del César al puerto de Brindisi, en una de las cuales viaja Virgilio enfermo, aunque sin plena conciencia de la gravedad de su estado. El agua, elemento primordial del que brota la vida, representa aquí el surgimiento de la conciencia de la muerte (de ahí también lo simbólico de El arribo, que en este caso es a su propio fin). En la segunda, Fuego-El descenso, se narra la duermevela del poeta, que en su delirio desciende a los infiernos de su vida y su obra, lamentándose de la futilidad de lo escrito para más tarde ensalzarlo y luego, dándose una de cal y otra de arena, admitir que su intuición a veces estuvo cerca de llevar su poesía al necesario terreno del conocimiento, pero que sin embargo había fracasado, por lo que era menester quemarla. Esta necesidad de destruir la obra es doble y tiene un carácter moral: para el poeta es la única posibilidad de salvarse, pues no vale jugar a la pureza y al mismo tiempo dejarse llevar por la vanidad de lo escrito («el lugar del sacrificio debía ser casto, casta la ofrenda, casto el sacrificante»); para la comunidad, no dejar monumentos inútiles, cantos al poder terreno, siempre corrupto y mentiroso, del que la Eneida es un ejemplo («¡Sí, y éste era el pueblo, el Pueblo Romano, cuyo espíritu y cuyo honor él, Publio Virgilio Marón (...) no había por cierto descrito, pero sí tratado de ensalzar! ¡Ensalzado y no descrito..., tal había sido el error, ay, y estos eran los ítalos de la Eneida! Desventura, un lodazal de desventura»).
En la tercera parte, titulada Tierra–La espera y que, como su propio nombre indica, es un despertar a lo terreno real en la espera de la muerte, Broch cambia el monólogo por el diálogo con tres personajes: Plocio Tucca, Lucio Vario y el emperador Augusto, a los que Virgilio expone su deseo de quemar la Eneida. Escandalizados, estos tratan de convencerle con argumentos que recorren todos los clichés sobre lo excelso del arte, algunos tan bien argumentados que hacen dudar a Virgilio y a los que el lector, sobre todo si escribe y tiene la cabeza llena de lo altísimo de su tarea como es mi caso, de buena gana se acoge. Virgilio, en cambio, no se agarra a ninguna tesis sobre las glorias de la escritura, y es sencillamente su amistad con el César lo que le lleva a desistir de sus propósitos. La cuarta y última parte, Éter–El regreso, narra la muerte del poeta y su fusión con el todo, con la unidad, a través de alegorías cristianas en las que él, convertido en Adán y fusionado con Eva en el Amor del Sol y las estrellas, viendo surgir el Verbo en una celebración de la copertenencia entre ser y lenguaje, concluye que lo que está más allá del lenguaje (más allá de toda tematización por éste) es la condición para decir el mundo.
No puedo alargarme mucho más con esta reseña; sin embargo, no quisiera dejar de señalar lo que a mi juicio es lo más interesante de la monumental novela de Broch, de pleno vigor en la actualidad por lo que tiene de:
1) denuncia del poder al que sirve el arte: sobre la belleza, dice Broch, se edifica el poder más monstruoso, como el del César Augusto gracias a la Eneida;
2) denuncia de la huera poesía (o lo que es lo mismo: del huero arte) que se mueve por criterios meramente esteticistas, descuidando el objeto de su decir («La belleza no puede vivir sin aplauso; la verdad se cierra al aplauso»);
3) apuesta por una narración conceptual que funciona sorprendentemente bien y desdice a quienes militan (y hoy son legión) por la narración de acciones estilo escuela de escritores norteamericana, de indudable efectividad, pero que no debe, como a menudo ocurre, convertirse en dogma; y
4) denuncia del poder mismo y de las instituciones que lo sustentan y de la falsedad de la soberanía del pueblo en una sociedad de masas: «Sí, en el viejo Estado rural que tienes ante tus ojos, aquellas instituciones tenían aún su buen sentido, el ciudadano podía abarcar aún los problemas públicos, la asamblea popular conservaba siempre su justa voluntad, verdaderamente libre. Hoy, en cambio, tenemos que vérnoslas con cuatro millones de ciudadanos romanos, hoy tenemos frente a nosotros gigantescas masas ciegas, y éstas siguen sin tino a cualquiera que sepa presentarse con el manto ambiguamente tentador de la libertad así, ocultando bajo un ropaje capcioso lo mal que está compuesto y remendado con harapos de fórmulas superadas y vacías». Cuatro millones de ciudadanos romanos… ¿qué podríamos decir nosotros sobre la falsa soberanía y la pseudolibertad de hoy, si sólo en Madrid somos ya esos cuatro millones?
En fin, lean La muerte de Virgilio y reflexionen. Tal vez si pensamos todos acontezca algo de “verdad”.

2 comentarios:

Tomás Rodríguez Reyes dijo...

Estoy de acuerdo con todo lo expuesto. Magnífica reflexión sobre la obra de Broch. Un saludo, Tomás.

Mariano Pozzo dijo...

La muerte de Virgilio me llevó a leer La Eneida, que no había leído. Ésta última es un relato que no puede no transportar a uno a la esfera preromana y enbarcarse en aguas de perecer o sobrevivir, junto a Eneas, en el capricho de los dioses. La obra de Broch deviene en una introspección suprema de la muerte. El libro embriaga y aviva, aprieta y relaja, como una suerte de latido constante. Su lectura es difícil si se está acostumbrado al best seller de moda y la lectura mordida. Sino, lamento decir que al cerrar el libro de Broch, se siente una infifnita comunión con Virgilio, y una creciente desesperación: hemos roto la capacidad de sorpresa, y no conozco otra obra tan abrumadora que depare análogos sentimientos.