jueves, noviembre 02, 2006

Michael Kohlhaas, Heinrich von Kleist

Trad. Francisco Javier Orduña Pizarro. Nórdica Libros, Madrid, 2006. 171 pp. 12 €

Miguel Baquero

En Literatura (y en general en todo el Arte) pocas obras hay, por no decir ninguna, que surjan de la nada, que no sean derivaciones o no estén influenciadas por otras anteriores. Incluso una obra revolucionaria, como puede ser la de Kafka, que parece romper con todas las formas de expresión y crear un universo nuevo, original y distinto, hunde también sus raíces, como no podía ser de otra forma, en la tradición. En este caso, en la tradición de los autores románticos que escribían en alemán y que, en gran medida, dieron pie con su forma de tratar el lenguaje y con sus temas a lo que luego harían, por ejemplo, Kafka y los escritores expresionistas.
Heinrich von Kleist (Frankfurt, 1777-Wansee, 1811) es sin duda uno de estos escritores capitales que llevando a sus últimos extremos el romanticismo abrió el camino a la modernidad. Kleist fue uno de los fundadores de la novela corta en alemán y, podría decirse que como fiel representante del romanticismo y sus arrebatados excesos, tras una corta obra puso fin a sus días suicidándose, a los treinta y cuatro años de edad y junto a su amante, en el lago Wansee. En cierto modo, algo muy parecido a nuestro Larra, solo que Kleist, en sus obras, y principalmente en esta que nos ocupa, Michael Kohlhaas, abordó los problemas del hombre desde un punto de vista simbólico, mediante situaciones que, a manera de parábolas, nos describiesen el absurdo en que se mueve la existencia humana, la prisión en que se debate el hombre y el vacío a veces aterrador que se esconde detrás de los grandes conceptos, en este caso el de la justicia.
En esta pequeña novela se nos narran los intentos del protagonista, tratante en caballería y «uno de los hombres más rectos y a la vez más temibles de su tiempo», «un modelo de buen vecino», por recuperar unos caballos que le han sido arrebatados por una despótica autoridad local. Kohlhaas, hombre de orden y que cree en la justicia, recurrirá a ésta para recuperar lo que, en buena ley, es suyo, pero se encontrará entonces con un muro de arbitrariedad y confusión contra el que se estrellará su rectitud, su personalidad firme y segura, y le introducirán de lleno en el absurdo y el sinsentido de la vida. Kleist nos narra la destrucción, la aniquilación de un hombre y de sus valores, todo ello, en el terreno literario, de manera ágil y convincente, y con un estilo preciso en el que nada sobra y todo tiene una significación.
¿Cómo no comparar a este Michael Kohlhaas enfrentado al mundo con aquel K. que, en El proceso, se encuentra de repente sumergido en un universo de leyes que no comprende y que le superan? ¿Cómo no comparar el modo dócil y sometido con que finalmente K. se dirige hacia su ejecución con ese “estoy dispuesto” con que Kohlhaas sube las escaleras del patíbulo víctima de una justicia extraña, incomprensible y, en todo caso, inhumana? Detrás de la aventura (o por mejor decir, la pesadilla, la lucha en vano) de ambos personajes contra el absurdo, se nos muestra ese lado trágico, patéticamente ridículo, de la humanidad que Kafka acertó a describir con palabras geniales y que en esta obra de Kleist, imprescindible para entender la progresión de la literatura, ya vemos pergeñado.

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