lunes, julio 03, 2006

Doble mirada: Sam Shepard

Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera
Anagrama, Barcelona, 2006. 240 pp. 15 €
1.

Pablo García Casado

A mitad de los años setenta, un grupo de artistas norteamericanos inicia una gira por diversas ciudades del este de los Estados Unidos. Conciertos de pequeño formato en pequeñas poblaciones de los estados pobres, donde vive la América real, la que jamás ha pisado la quinta avenida. La de camareras de uniforme a rayas con su nombre señalado en la solapa, la de los vendedores de coches usados, la de los predicadores, las Damas de la Caridad y la del ejército de salvación. La que vivía la ruina moral de una América hundida después de Vietnam. Una América donde la estética flokie iba perdiendo enteros a favor de un incipiente punk, el triunfo de la electrónica y una música disco que reinventaba el baile de los ritmos calientes que llegaban del sur. Esta gira parecía, por tanto, el canto del cisne para gente como Joni Mitchell, Joan Baez y… ¿Bob Dylan?
Zimmerman es el principal reclamo para que un joven Sam Shepard se enrole en un proyecto tan extraño como atractivo: hacer una película de la gira. El autor de Crónicas de Motel es elegido para el proyecto como una pieza más en esta extraña mezcla entre mensajes anticapitalistas y producción de multinacional. Tendría que llegar U2 o Manu Chao para que dinero y compromiso, negocio y cheguevarismo pudieran convivir sin problemas. Shepard obvia esa dicotomía y propone al lector una visión fragmentaria de la gira, apuntes de cuaderno que van mucho más allá de la mera toma de datos. En Shepard es toda una declaración de principios. Acostumbrados a visiones especialmente lineales de la realidad, a narraciones pesadotas y decimonónicas, de novela, novela, el escritor norteamericano propone otros soportes literarios más sugerentes. Hay quien define su escritura como impresionista, aunque no me parece el término más correcto, porque asociamos este impresionismo a visiones un tanto difusas y poco certeras. Shepard propone segmentos de realidad, precisos y concretos, eficaces en todo caso.
La gira es un completo desastre de organización, y la película es incapaz de recoger momentos impagables, como aquel protagonizados por Allen Ginsberg y el propio Dylan ante la tumba de Kerouac. Si en algunos pasajes del libro el autor de Aullido nos puede parecer un payaso y Zimmerman un divo insoportable, en este concreto puñado de secuencias el joven Shepard sabe transmitir la fuerza de este encuentro telúrico. Todo ello desde el respeto, sin caer en la tentación de querer unirse a la fiesta o de hacerse heredero de ese bagaje simbólico. No cabe duda que se trata de un escritor que ha bebido de esas fuentes, que gran parte de ese universo de ciudades pequeñas, de carretera, de mujeres difíciles y tipos ásperos de Cruzando el Paraíso o Luna Halcón le debe mucho a las canciones de Dylan, los poemas de Ginsberg o a la mítica On the Road. Pero sólo una visión miope de la literatura norteamericana, a la que estamos demasiado acostumbrados en España, sería capaz de meter a todos ellos en el mismo saco, junto a tipos tan lejanos como Bukowski, Carver o Cheever.
Quizá algo tenga que ver la tardanza en que este libro llega a nuestro país, poco acostumbrados a libros como este propicios a la fusión de géneros. ¿Es un libro de música? ¿Debemos colocarlo en la sección de música? ¿En la de fotografía? Quizá mitología clásica sea un buen lugar. Lo que está claro es que Anagrama vuelve a acertar con una propuesta diversa y compleja que abre campo para que otros libros de semejante factura encuentren un lugar en los anaqueles de las librerías. Y como lector sólo puedo hacerle un reproche al libro: que no me lo hubiera encontrado cuando tenía 19 años. Cuando gracias a la música pude escapar a ese universo de retórica, a esos paisajes tan alejados de mi vida que contaban los libros de la gran literatura.

2.

Javier Fernández

En 1975, Dylan capitaliza de modo extraordinario los rasgos estéticos más sobresalientes de su generación y los hace aflorar en una célebre y mítica gira: The Rolling Thunder Revue, una especie de circo musical ambulante donde una trouppe cambiante de músicos y poetas se disfrazan y deliran y escupen contra el sistema animados por la música del autor de Mr. Tambourine Man.
Conviene recordar que es el año de Blood on the Tracks y Desire, es decir, el de la soberbia recuperación musical y la vuelta a los escaparates de la escena de Dylan, pero también el de los tormentosos problemas matrimoniales que rodean al divorcio de su primer matrimonio —lo que sin duda impele al bardo a rodearse de fiesta y conocidos—, así como el de la detención de Huracán Carter, detonante ideológico de la movida. Los invitados a The Rolling Thunde Revue se movilizan en torno a ambos, Dylan y Carter; y por allí aparecen habitualmente Joni Mitchell, T-Bone Burnett, Allen Ginsberg, Joan Baez, Arlo Guthrie, Ramblin’ Jack Elliot, Roger McGuinn y hasta Muhammad Alí.
Otro nombre destacado es el del cronista de la gira, el escritor y hombre de teatro Sam Shepard, reclutado para escribir, sobre la marcha, el guión de lo más parecido a una película que pudiese surgir de aquello —y que nunca surgió. Shepard, enfrascado en su meticulosa y sistemática disección de las pesadillas asociadas al sueño americano —de la que Paris Texas es el ejemplo más recurrente, pero que se muestra también crudamente en obras dramáticas como Locos de amor o la fabulosa serie de patch-books comenzada con Luna Halcón— fabrica en su diario una aproximación inusitada al fenómeno del que está siendo testigo excepcional. Como por ejemplo cuando —como si de un pintor impresionista se tratase— enfoca al público en lugar del escenario: «Me invade un extraño miedo, que el público pueda devorar de verdad a Dylan y la banda. Parece muy probable. Paso miedo por ellos. La simple idea de que pueda yo ser testigo de ello. El conjunto del público adopta la forma de un animal. Ya no hay individuos, sólo una masa que palpita, feroz y tentada por la carne cruda. Juntos producen un sonido como un retumbar primitivo. Aplastan los vasos de plástico, muerden las mantas, destrozan botellas en todos los rincones. Salgo de allí deprisa. A la noche».
El resultado no es un relato de incidentes y anécdotas sino un auténtico recuento de humores, una descripción de la inasible atmósfera que lo impregnó todo: «Nos traen un pedido de cien pavos de valiums al Niágara Milton como si fueran alitas de pollo. El lote completo incluye a un hombrecito de la farmacia que lleva gorra de béisbol azul, agrio y chanclos de goma. Cada receta servida en su propio sobrecito blanco de farmacia con el nombre del cliente escrito a mano. El médico estuvo aquí esta mañana, despachando en su propia habitación especial, con su propia jeringa especial, embutiendo a todo el mundo cantidad de vitamina B. Yo también me di un toque. No noté nada. Por no decir que me parece El Timo de la Vitamina.
Es probable que éste sea el peor hotel hasta ahora. Uno de esos monstruos que todavía no está terminado pero que se pretende que algún día sea algo verdaderamente fantástico. Se pretende que llegue a ser tan fantástico, de hecho, que, pase lo que pase, cuando tienes una llave en este antro, se te garantiza que no sabrás dónde estás hasta el día que te vayas.»
El Rolling Thunder Logbook (1977) que ahora —afortunadamente— publica Anagrama, es un libro culto, la fusión única de la voz del que ha sido considerado por muchos sucesor de Tennesse Williams y el rugido de toda aquella panda de gitanos surrealistas, con Dylan a la cabeza. Burroughs y Poe, Kerouac y Ochs son sólo cuatro ingredientes de un caldo lleno hasta los topes.
Sin lógica, sin argumento. Sólo fascinación y huida, oscuridad y fuego.
En palabras de Shepard: «Esto es un ritual antiguo. La danza de la serpiente de los indios hopi (antes de que el gobierno les enviase espías con cámaras y magnetófonos) tenía, en su mismo núcleo, la idea de que los danzantes eran mensajeros en este mundo enviados a buscar ayuda a los espíritus de otro mundo. Un mundo por debajo de la tierra, habitado por serpientes. El médium era el tacón del bailarín con el que aporreaba con ritmo constante y enviaba sus vibraciones humanas a “los de abajo”. Si oían sus taconazos, entonces la plegaria tendría respuesta, generalmente en forma de tormenta. Ese trueno que retumba está haciendo ese sonido».

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Geniales aportaciones. Dos estupendas interpretaciones de un solo libro. Bravo.

Gonzalo Muro dijo...

Estupendos los dos comentarios. Como aficionado a la literatura musical creo que este libro sobresale entre el resto del género por su intención estética y no sólo narrativa.

Un saludo.