lunes, diciembre 27, 2010

Nieve de otoño, Irène Némirovsky

Trad. José Antonio Soriano Marco. Salamandra, Barcelona, 2010. 96 pp. 10 €

José Morella

Lo que más me impresiona de Némirovsky es que desde muy joven supiera que la verdad es un pececillo huidizo que no vamos capturar jamás (sin que eso signifique que no exista o que Némirovsky no creyera en su existencia, cosas sobre las que no tengo la menor idea). Nieve en otoño no tiene como tema la Revolución del 17, ni el París de los exiliados, ni la vejez, ni la nostalgia. El tema es, creo yo, cómo todas esas cosas, al miralas, se vuelven el pececillo que huye.
Vemos lo que pasa a través de Tatiana, una niñera que lleva toda su vida criándole los hijos a una misma familia aristocrática rusa por la que siente devoción. Cuando lleguen los rojos y la familia se vea diezmada y obligada al exilio, podremos ver a la vieja Tatiana de un modo muy diferente dependiendo de nuestra idiosincrasia de lectores, nuestras ideas políticas, nuestra sensibilidad y muchas otras variables. La veremos fiel o reaccionaria, estúpida o sabia, ilusa o positiva, tozuda o tenaz, pero nos resultará difícil arriesgar un juicio sobre el personaje si no queremos que sea, perdón por la redundancia, un juicio arriesgado. En lugar de verdades Némirovsky coloca, desperdigadas por el texto, pequeñas frases o detalles que sirven de minúsculas puertas, dedos indicadores que apuntan a facetas de la verdad pero que para nada lo son. Por ejemplo: poco antes de que tengan que salir pitando para Odesa, el cabeza de familia, al que Tatiana crió y al que quiere como un hijo propio, le riñe por no mandar tapar unos agujeros por los que se cuelan las cucarachas, aduciendo que eso es muy poco higiénico. La vieja niñera responde: «Sabes muy bien que es señal de prosperidad». Ese es el tipo de frase que nos señala, de un modo indirecto y contundente a la vez, por rara que parezca la combinacion de adjetivos, una de las piezas del motor de la narración: se diría que sólo en una sociedad insoportablemente desigual puede cristalizar un meme cultural que diga que las cucarachas son señal de riqueza, salud y prestigio. Los pobres son tantos y su pobreza tan aguda que jamás les dura un alimento lo suficiente como para que aparezca por allí cucaracha alguna. Cuando comen algo no dejan caer migas para ningún bicho. Ese tipo de marcas existen en las sociedades donde la desigualdad se ve a simple vista. Todavía hoy, en China, por ejemplo, la gente no quiere tomar el sol: estar moreno es de campesinos. La expresión equivalente en español es “trabajar de sol a sol”. A nosotros también nos pasó lo mismo.
Sólo en sociedades tan desiguales hay revoluciones tan crueles, pero para explicar esto a Némirovsky no le sirven perogrulladas de causas y efectos. Ella sabía que entre la desigualdad de la sociedad rusa y la crueldad bolchevique no hay una relación tan reduccionista y cartesiana como la de causa y efecto. Se trata más bien de dos manifestaciones de una misma cosa mucho más compleja y grande de lo que alcanza a comprender una persona. Solidifican, eso sí, en un cristal precioso para alegría de los lectores; en un personaje estupendo, contradictorio como nosotros, verdadero, ahora sí, y denso: la vieja Tatiana.
Antes de que Tatiana se reencuentre con sus amos en Odesa y viaje a París (donde jamás entenderá nada, no se adaptará y será tratada con un creciente fastidio por la familia a la que tanto adora) Némirovsky nos ofrece un crudísimo intercambio entre la niñera y el cocinero Antipas, un borracho que en la noche de su muerte se muestra comprensivo con los jóvenes revolucionarios («Bastante nos han chupado la sangre esos malditos cerdos, esos sucios barin»), y a la vez aúlla de nostalgia por su amo, uno de los cerdos que acaba de criticar: «!Alexánder Kirilóvich¡ ¿Por qué nos dejaste, barin?» Igual que Tatiana, Antipas representa la desorientación absoluta en la que quedan los siervos. Están en tierra de nadie. Sienten ternura y agradecimiento por no haber vivido en la más sucia miseria, pero al mismo tiempo algunos toman conciencia de haber sido esclavos. Tatiana parece no darse cuenta nunca de ello, pero yo creo (y esto es puro producto de mi mente torpe, que siempre interpreta un punto de más) que a Tatiana la acaba de matar un golpe de conciencia, el primero, último y único de su vida, que se cuela entre los pensamientos de su demencia senil. Una vaga, no verbalizable y dolorosa conciencia de haber sido usada. Una conciencia de clase, al fin y al cabo. Antes de eso añorará, mientras su mente y su cuerpo se deterioran, las antiguas fiestas en Moscú en las que los jóvenes se adentraban en el bosque por las noches con criados que los precedían con antorchas. Las criadas de París, en cambio, los abandonan una tras otra porque no soportan a una gente que «vive de noche, duerme de día y deja los platos sucios encima de los muebles». Es decir, (y esto tampoco lo dice Némirovsky) acostumbrados a tratar a los criados casi como objetos que están allí para ellos de un modo automático y maquinal. La vieja Tatiana no se acostumbra a los techos bajos de París, ni a la oscuridad de las casas. Lo ve todo lúgubre. Pero no lo es tanto. La comparación que le nubla la vista es haber sido testigo de cómo viven los indeciblemente ricos: ahora lo normal le parece poco. Echa de menos la mansión, los ventanales, la luminosidad, los grandes salones, las noches de fiesta con 50 músicos que caben en el interior de una de las galerías de la casa. Echa de menos la desigualdad a cuya sombra se cobijó toda su vida. Ella, sin embargo, será más víctima de la Revolución que los demás personajes. Toda la familia acaba adaptándose a París. Los barin le dan sentido a su nueva vida. Escuchan jazz, pasean por el Bois de Boulogne, se besan con jóvenes a escondidas, se transforman poco a poco. Tatiana no podrá.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente comentario. Concuerdo plenamente con la apreciación que haces del libro.