miércoles, diciembre 01, 2010

El barranco, Grassa Toro

Ilustraciones de Diego Fermín. Thule, Barcelona, 2010. 60 pp. 17 €

Ignacio Sanz

Lo primero que llama la atención de este libro es su formato, un formato troncocónico que no tiene parangón con ninguno de los formatos más o menos convencionales que ruedan por los escaparates. Es una de las marcas de la casa, que hace alarde de formatos inverosímiles y sorprendentes. Como es natural, el formato de El barranco ayuda a imaginar un barranco que se va estrechando a sus pies. Esta portada de fondo negro lleva dibujada una carretera zigzagueante y clara por la que circula un autobús.
Grassa Toro es un autor desconcertante al que le gusta jugar con las paradojas. Recuerdo uno de sus libros inaugurales, El juego de las normas, publicado en Colombia, en el que hacía un repaso a esos autores que juegan, que se deleitan en jugar con las paradojas del idioma. Heredero directo de los pathafísicos se ha convertido en un malabarista de la literatura que anda siempre por la cuerda floja.
La historia que nos cuenta en El barranco está llena de elipsis. El lector se obliga a imaginar. Porque cuenta una historia, sí, pero no se recrea en los detalles y porque es fácil adivinar que tras lo que nos está contando hay un río narrativo mucho más profundo que el autor se guarda a propósito para que el lector active su imaginación. El planteamiento guarda una estrecha relación con los cuentos tradicionales. Los cinco muchachos que lo protagonizan han perdido a sus padres en un accidente. Pero los cinco muchachos hermanados por este suceso, no son cinco, sino que son cuatro: Isidro, Max, Romerita y Nicolás el narrador de la Historia. Falta Benito para completar el quinteto. Benito no está y el cuento, de lo que trata en esencia es de un viaje lleno de dificultades que han de ir sorteando en esa búsqueda. Un viaje de maduración en el que dan esquinazo a la muerte que en un momento dado sale a su encuentro.
Cada secuencia contiene una ilustración que ayuda al lector a situarse, pero la narración siempre deja en el aire una sensación de misterio latente que, al mismo tiempo empuja al lector a seguir. Ahí radica uno de los aciertos innegables de este libro, esa capacidad de tenernos en suspenso, de saber que algo está trascendente a punto de ocurrir.
El lenguaje no hace concesiones hacia los niños, los supuestos destinatarios. Por el contrario, les obliga a auparse al diccionario para conocer el significado de algunas palabras que seguro que no están en su bagaje. Es decir que la historia puede ser leída con la misma fruición por los adultos que se embosquen en este libro en el que no se rehuye el dolor, el sentimiento de pérdida y el afán de superación.
Las ilustraciones de Diego Fermín son de apariencia simple; cada uno de los personajes están dotados de una gran cabeza pero, al mismo tiempo, refleja con mucho detalle y eficacia poética el paisaje por donde se mueven. En definitiva, estamos ante un libro poco o nada edulcorado, un libro incluso adusto que sin embargo atrapará por igual a grandes y pequeños.

1 comentario:

isabel dijo...

Adusto, desde luego estamos de acuerdo. También asentimos en cuanto a lo del río narrativo que fluye tras el texto, y diríamos torrente, por la cantidad de conceptos que arrastra y por virulencia.
Sorprendente y nada sencillo de digerir, creemos en la bibliodiversidad, así que agradecemos encontrar apuestas valientes como esta.