Prol. Rodrigo Fresán. Trad. Mariano Antolín e Inga Pellisa. Libros del Silencio, Barcelona, 2010. 432 pp. 22 €
Sergi Bellver
El omnipresente (y de vez en cuando omnisciente) Rodrigo Fresán abre fuego en su prólogo a Dog Soldiers (1974) con una referencia tan previsible como acertada a la película Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola. No es casual ni sorprende, pero no podría ser de otro modo. Tampoco es la guerra de Vietnam el único nexo entre el libro y la película, ya que la obra de Coppola reinterpreta El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y el libro de Robert Stone (quien, por si fuera poco, también estuvo en la marina) arranca con una cita del propio Conrad para dar paso a ese viaje al infierno que la novela traza para su personaje principal, John Converse, cuya odisea en sentido inverso (a su regreso de Saigón, la jeringa de la heroína inocula el virus de la decadencia en California) tiene puntos en común con la de Marlow-Willard.
Sin embargo, mientras leía el libro de Stone e intentaba separarme de cualquier poso conradiano (uno intenta distanciarse de los libros que ama, porque pesan demasiado), no pude evitar pensar en algún momento en otra película, The Deer Hunter (1978) de Michael Cimino. Quizá porque la escritura de Robert Stone es deliberadamente sobria en el cómo y maravillosamente ebria en el qué de las cosas. Tal vez porque la banda sonora de Stanley Myers pegaría más con el lento naufragio moral de los personajes de Dog Soldiers que no la desmesura de Wagner o The Doors. A lo mejor porque Robert Stone, como el personaje de su tocayo De Niro en El cazador, juega a la ruleta rusa en el texto (es decir, con el latido acelerado) pero a la vez confía (en cierto modo, sabe) que la bala no será para él. Seguramente porque hay en este mapa del descenso del sueño americano a la dureza del asfalto y a la sordidez de la resaca una mirada ajustada (la de Stone lo es, siempre con la puntería necesaria en cada párrafo y cada escena: algunas de ellas memorables, como la matanza de elefantes o el sexo entre los traidores) que no se conforma con la crónica realista ni con el extravío onírico. Stone no escribe para gustarse ni para epatar, sino para decir. A la hora de mostrar la falla posterior a aquella efervescencia fugaz de los años sesenta y setenta en la sociedad norteamericana, Dog Soldiers no contiene, aún bebiendo del mismo cauce en ruta, ni el exceso de sombra (una estratagema estética como cualquier otra) de La carretera de Cormac McCarthy ni se deleita en la deriva cool a la manera de En el camino de Jack Kerouac, porque su itinerario va más pegado a lo que de humano hay en cada abismo personal y colectivo: la codicia, la traición, el absurdo, la locura, la guerra, el crimen y la corrupción no son más que marcadores de nuestro perfil común. La fauna de California que desfila bajo la piel de cada uno de los personajes del libro (Hitch, Marge y un hatillo de crápulas y granujas en una suerte de Otelo alucinógeno) certifica que, más allá de la guerra como oscura matriz lírica y de la droga como metáfora del ocaso de una sociedad, Dog Soldiers muestra, sobre todo, la liquidación de una utopía.
Hay que agradecerle a Libros del Silencio que, a través de su cuidada edición, traiga al lector español una obra sin la que no podrá comprenderse como hasta ahora el hilo de la narrativa norteamericana del último cuarto del siglo XX, no porque lo digan Don DeLillo, Tobias Wolff o la revista Time, sino porque no resulta difícil anotar los trazos que la escritura de Robert Stone ha ido dejando en sus contemporáneos o compartiendo con ellos en los años posteriores a la guerra de Vietnam (como proceso de trauma individual que precede al duelo colectivo). Puede suceder que la novela de Stone le recuerde al lector a muchos otros títulos de ese territorio fronterizo y crepuscular (a nuestro lado de la alambrada idiomática se encontraría su también tocayo Roberto Bolaño, si la escritura del chileno fuese aún más pulcra, detallista, sensorial y atenta a la frase), pero en este caso es Dog Soldiers modelo y no réplica, pionera y no perseguidora de otras más conocidas por el público español. Esto, claro, ya lo sabían en Estados Unidos, donde sus escritores han leído mucho y bien a Stone, pero seguiría siendo una laguna en el imaginario del lector hispano si Libros del Silencio no se hubiera puesto manos a la obra.
A Stone se le compara con Hemingway y está bien traído, aunque yo no sería tan osado como Fresán a la hora de decir que el discípulo supera al maestro: son sólo miradas que se bifurcan en un momento dado, sin competencia. Aunque fue el ufano Scott Fitzgerald quien le sentó a escribir con El Gran Gatsby, en la obra de Robert Stone hay, como en la de Steinbeck (o la de Gogol, si viajáramos a Rusia) una preocupación humilde pero firme por los Estados Unidos como espacio mítico pero por debajo y siempre por debajo de las personas: americanos frustrados ante la continua imposibilidad de cumplir el gran sueño prometido. Es este un tema recurrente y reconocido como central en su narrativa por el propio Stone, y por eso, como en Las uvas de la ira, aunque con otros modos (la contracultura beat y la irrupción de la droga a gran escala tenían que dejar alguna huella), aparecen en el texto la denuncia, la rebeldía y la incorrección política (casi anatema en los Estados Unidos) de airear los trapos sucios del país, sin otra intención, eso sí, que la de limpiar la casa.
Stone se nutre de vivencias en la penumbra, sin blancos ni negros, hablando con verdad pero descreído de cualquier certeza. Es un escritor escéptico, amigo y hermano de la ironía, pero no tanto del cinismo: junto a las miserias de cada personaje (y Converse sí es un cínico), la noción de nobleza todavía se cuela por algún resquicio de sus tipos humanos. Un escritor lento y eficaz que se toma años para cada texto pero que los vive todos con intensidad y para los que deja siempre un final sin moralina sólo puede ser un escritor que trabaja duro y se toma más en serio al lector que a sí mismo (en Dog Soldiers nunca se aburre el invitado). Ken Kesey dijo de Stone: «Es un guerrero, no sólo un escritor». Un escritor salvado por la escritura. Un escritor que cumple como un soldado y sin demasiado afecto por la teoría, si antes hay alguna guerra que ganar, a cara de perro, para la gente y la literatura.
Sergi Bellver
El omnipresente (y de vez en cuando omnisciente) Rodrigo Fresán abre fuego en su prólogo a Dog Soldiers (1974) con una referencia tan previsible como acertada a la película Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola. No es casual ni sorprende, pero no podría ser de otro modo. Tampoco es la guerra de Vietnam el único nexo entre el libro y la película, ya que la obra de Coppola reinterpreta El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y el libro de Robert Stone (quien, por si fuera poco, también estuvo en la marina) arranca con una cita del propio Conrad para dar paso a ese viaje al infierno que la novela traza para su personaje principal, John Converse, cuya odisea en sentido inverso (a su regreso de Saigón, la jeringa de la heroína inocula el virus de la decadencia en California) tiene puntos en común con la de Marlow-Willard.
Sin embargo, mientras leía el libro de Stone e intentaba separarme de cualquier poso conradiano (uno intenta distanciarse de los libros que ama, porque pesan demasiado), no pude evitar pensar en algún momento en otra película, The Deer Hunter (1978) de Michael Cimino. Quizá porque la escritura de Robert Stone es deliberadamente sobria en el cómo y maravillosamente ebria en el qué de las cosas. Tal vez porque la banda sonora de Stanley Myers pegaría más con el lento naufragio moral de los personajes de Dog Soldiers que no la desmesura de Wagner o The Doors. A lo mejor porque Robert Stone, como el personaje de su tocayo De Niro en El cazador, juega a la ruleta rusa en el texto (es decir, con el latido acelerado) pero a la vez confía (en cierto modo, sabe) que la bala no será para él. Seguramente porque hay en este mapa del descenso del sueño americano a la dureza del asfalto y a la sordidez de la resaca una mirada ajustada (la de Stone lo es, siempre con la puntería necesaria en cada párrafo y cada escena: algunas de ellas memorables, como la matanza de elefantes o el sexo entre los traidores) que no se conforma con la crónica realista ni con el extravío onírico. Stone no escribe para gustarse ni para epatar, sino para decir. A la hora de mostrar la falla posterior a aquella efervescencia fugaz de los años sesenta y setenta en la sociedad norteamericana, Dog Soldiers no contiene, aún bebiendo del mismo cauce en ruta, ni el exceso de sombra (una estratagema estética como cualquier otra) de La carretera de Cormac McCarthy ni se deleita en la deriva cool a la manera de En el camino de Jack Kerouac, porque su itinerario va más pegado a lo que de humano hay en cada abismo personal y colectivo: la codicia, la traición, el absurdo, la locura, la guerra, el crimen y la corrupción no son más que marcadores de nuestro perfil común. La fauna de California que desfila bajo la piel de cada uno de los personajes del libro (Hitch, Marge y un hatillo de crápulas y granujas en una suerte de Otelo alucinógeno) certifica que, más allá de la guerra como oscura matriz lírica y de la droga como metáfora del ocaso de una sociedad, Dog Soldiers muestra, sobre todo, la liquidación de una utopía.
Hay que agradecerle a Libros del Silencio que, a través de su cuidada edición, traiga al lector español una obra sin la que no podrá comprenderse como hasta ahora el hilo de la narrativa norteamericana del último cuarto del siglo XX, no porque lo digan Don DeLillo, Tobias Wolff o la revista Time, sino porque no resulta difícil anotar los trazos que la escritura de Robert Stone ha ido dejando en sus contemporáneos o compartiendo con ellos en los años posteriores a la guerra de Vietnam (como proceso de trauma individual que precede al duelo colectivo). Puede suceder que la novela de Stone le recuerde al lector a muchos otros títulos de ese territorio fronterizo y crepuscular (a nuestro lado de la alambrada idiomática se encontraría su también tocayo Roberto Bolaño, si la escritura del chileno fuese aún más pulcra, detallista, sensorial y atenta a la frase), pero en este caso es Dog Soldiers modelo y no réplica, pionera y no perseguidora de otras más conocidas por el público español. Esto, claro, ya lo sabían en Estados Unidos, donde sus escritores han leído mucho y bien a Stone, pero seguiría siendo una laguna en el imaginario del lector hispano si Libros del Silencio no se hubiera puesto manos a la obra.
A Stone se le compara con Hemingway y está bien traído, aunque yo no sería tan osado como Fresán a la hora de decir que el discípulo supera al maestro: son sólo miradas que se bifurcan en un momento dado, sin competencia. Aunque fue el ufano Scott Fitzgerald quien le sentó a escribir con El Gran Gatsby, en la obra de Robert Stone hay, como en la de Steinbeck (o la de Gogol, si viajáramos a Rusia) una preocupación humilde pero firme por los Estados Unidos como espacio mítico pero por debajo y siempre por debajo de las personas: americanos frustrados ante la continua imposibilidad de cumplir el gran sueño prometido. Es este un tema recurrente y reconocido como central en su narrativa por el propio Stone, y por eso, como en Las uvas de la ira, aunque con otros modos (la contracultura beat y la irrupción de la droga a gran escala tenían que dejar alguna huella), aparecen en el texto la denuncia, la rebeldía y la incorrección política (casi anatema en los Estados Unidos) de airear los trapos sucios del país, sin otra intención, eso sí, que la de limpiar la casa.
Stone se nutre de vivencias en la penumbra, sin blancos ni negros, hablando con verdad pero descreído de cualquier certeza. Es un escritor escéptico, amigo y hermano de la ironía, pero no tanto del cinismo: junto a las miserias de cada personaje (y Converse sí es un cínico), la noción de nobleza todavía se cuela por algún resquicio de sus tipos humanos. Un escritor lento y eficaz que se toma años para cada texto pero que los vive todos con intensidad y para los que deja siempre un final sin moralina sólo puede ser un escritor que trabaja duro y se toma más en serio al lector que a sí mismo (en Dog Soldiers nunca se aburre el invitado). Ken Kesey dijo de Stone: «Es un guerrero, no sólo un escritor». Un escritor salvado por la escritura. Un escritor que cumple como un soldado y sin demasiado afecto por la teoría, si antes hay alguna guerra que ganar, a cara de perro, para la gente y la literatura.
2 comentarios:
Me han entrado unas ganas bárbaras de leer el libro.
Tengo que leer ese libro.Gracias por el post
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