miércoles, junio 11, 2014

El discurso vacío, Mario Levrero

DeBolsillo, Barcelona, 2014. 176 pp. 9,95 €

José Morella

Un escritor hace ejercicios caligráficos como terapia. No es un diario pero lo acaba siendo. El narrador entra en un flujo de escritura que, con el cansancio de la mano, desvela su letra verdadera, libre de ego. Curarse escribiendo, pero no por qué cosa se escribe: por cómo. Ir advirtiendo verdades de uno mismo gracias al acto de independizar a la mano de la cabeza. Verdades que salen como sarpullidos en la piel: prescindiendo de nuestra voluntad. Y que el resultado de todos esos ejercicios acabe siendo una novela: El discurso vacío. La escritura que Levrero hace acaba haciéndolo a él. «Otra vez estoy desviándome y prestando poca atención a la letra y mucha a los contenidos, lo cual es antiterapéutico». Si este punto de partida no es bueno para escribir un libro, no tengo la más mínima idea de cuál puede serlo.
En nuestro mundo la caligrafía está desapareciendo. Un ordenador es muy distinto, porque cuando agarras el bolígrafo o la pluma lo haces con una presión determinada. El trazo es el tuyo y no el de otro. Conforma tu identidad como los rasgos faciales. De niños todos hemos estado en algún momento fascinados por la letra. Había días que uno escribía más suelto, más claro, más grande, más tenso. Es curiosa la tendencia, sobre todo entre los programadores informáticos y los gamers —aunque como escritor estoy tentado de caer en ella— que consiste en usar teclados mecánicos, bastante más caros que los convencionales de membrana. Con estos teclados no hace falta pulsar una tecla hasta el final para que se escriba la letra, y la sensación de que el periférico se adapta a tus manos y a tus dedos es —dicen— especial y gustosa. Recuerda vagamente al uso de una pluma, que se va acostumbrando a nuestro pulso hasta el punto de funcionar peor cuando es usada por otro.
Lo contado en El discurso vacío son sueños, la vida a secas, lo que sea que llena los días. Lo literario es el ensancharse mismo de lo que entendemos por literario. Levrero se escurre afuera del campo de juego y juega allí. Un futbolista sale a la calle y se traga a un guardia. Gol.
Desde el mismo título se enuncia una dicotomía aparente que la novela zanja para siempre: si hay un discurso vacío, se supone que habrá otro lleno. Levrero habla varias veces del zen, y a mí me parece que es esta una de las novelas más zen que he leído jamás, si es que hay algo que pueda llamarse así. Rayuela, por citar alguna que le da vueltas al tema, no lo es. Sólo habla del zen, cosa muy distinta.
El discuro lleno sería, por ejemplo, el de la publicidad: busca que compres. El discurso vacío y el lleno se hacen del mismo material. Pero el lleno no es discurso: es redundancia pura. Nadie vende nada con el discurso vacío. No te enriqueces materialmente. No convences a nadie de que te vote para tener un escaño en el parlamento europeo. No defiendes al mundo de las maldades de ningún sistema político (aunque eso no significa que alguien no pueda defenderse de eso o de otra cosa gracias a algún chispazo mental producido por el discurso vacío; pero eso es pura chiripa).
«La gente incluso suele decirme: "Ahí tiene un argumento para una de sus novelas", como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo». A Levrero las novelas no le importan más que como vehículos de la propia desnudez. No quiere ver, quiere verse. «Esto es un ejercicio califgráfico y nada más», insiste. Pero no escribir es imposible.
Levrero habla de su perro, de su mujer, de la terapia, de sus miedos. Es plenamente consciente de que el significado está fuera de control. Sólo verá el sentido cuando quede escrito, porque es la caligrafía la que escribe y no la mente. Escribir se convierte en esculpir. Un arte nuevo. Se extirpa uno mismo de la tarea. La tinta o la impresión digital desaparecen y la cosa se desliza hacia el barro, hacia la carne. Me recuerda la tradición budista antigua de escribir con la propia sangre.
Comprender este texto pide que nos paremos a sentir hasta qué punto comprender es una traición. Se entromete la razón y lo echa todo a perder. Leer los sueños de Levrero como pinturas de la noche. Sentir lo que nos traen. Matar al pesado de Descartes.

1 comentario:

Noni Benegas dijo...

"Escribir se convierte en esculpir. Un arte nuevo. Se extirpa uno mismo de la tarea. La tinta o la impresión digital desaparecen y la cosa se desliza hacia el barro, hacia la carne. Me recuerda la tradición budista antigua de escribir con la propia sangre" dice José Morella del libro de Levrero. Qué deriva tan sagaz! he intentado leer mas cosas tuyas, José, pero tu blog es por invitación. Me encantaría conocer tus poemas, a tenor de los poemas que eliges para traducir, como esos de Levertov, o los del beat que conduce taxi, o la sudafricana que piensa en el presidente..un saludo, Noni Benegas