jueves, septiembre 02, 2010

Necrópolis, Boris Pahor

Trad. Barbara Pregelj. Anagrama, Barcelona, 2010. 264 pp. 17,50 €

Julián Díez

Hay numerosas diferencias entre Necrópolis y otros libros dedicados a describir la actividad genocida nazi. En primer lugar, éste no trata acerca del holocausto judío, sino sobre las vivencias de un antifascista enviado a campos de trabajo, donde murieron más de tres millones de personas no directamente exterminadas, sino por agotamiento e inanición. Es, por tanto, otra historia distinta, complementaria, ni mejor ni peor. Además, es una narración en primera persona en la que no hay grandes reflexiones globales. Sólo la descripción, detallada y vívida, del dolor. De días, meses, años de carencias. Del intento de demoler a individuos en su condición de tales, para conseguir en algunos casos que emergieran precisamente las mejores cualidades de la humanidad. Sin testigos, hasta que Boris Pahor nos permite convertirnos en tales.
Pahor inició su periplo por distintos recintos del horror en el campo de concentración de Struthoff, en Alsacia, y el libro comienza cuando vuelve a ese lugar para visitarlo veinte años después, junto a un grupo de turistas. El contraste entre el comportamiento despreocupado de los visitantes y las pinceladas de recuerdos del escritor esloveno es la primera bofetada del libro. Después, nos sorprenderá con una galería de personajes descritos apenas a través de sus comportamientos, identificados por un nombre de pila y la nacionalidad. Gente de ideas políticas contrarias al fascismo que tuvo la oportunidad de poner en marcha con su comportamiento vital esas ideas de solidaridad que hoy a veces nos parecen manoseadas, tan gastadas.
Y es que en Necrópolis destaca sobre todo un choque: frente al estilo sombrío de Pahor, austero pero denso, las acciones de sus compañeros brillan con un mensaje de optimismo. En medio del horror, de las descripciones físicas tan escuetas como siniestramente sugerentes, al final el libro se cierra dejando el recuerdo de un croata alegre capaz de poner una sonrisa en medio del caos, del médico noruego sacrificado, del pillo esloveno que engañó algún tiempo a los carceleros.
El otro aspecto relevante del libro, como ya adelantaba, es su falta de juicios. Pahor parece estar por encima de la necesidad de hacer valoraciones del comportamiento de los nazis, o de hurgar deliberadamente en detalles escabrosos para satisfacer el morbo, tan característicos de esos libros sobre el Holocausto que se hicieron populares en los setenta. El estaba allí, lo cuenta, dice lo que sentía. No hay mucho más que añadir a semejante experiencia, salvo el propio entendimiento, la empatía del lector.
Para terminar, incidiré en otro punto que creo importante. La razón básica que llevo a Pahor a un campo de concentración y que le ha mantenido como un escritor casi desconocido en Europa pese a la calidad de esta obra es su condición de esloveno nacido en Italia. Perteneciente a una minoría, poseedor de una lengua distinta, ha visto como su cultura ha sido perseguida durante décadas y no ha renunciado a ella. Hoy se le considera un ejemplo. Convendría la lectura de este libro en esa clave, bajo esos términos, para cuantos pretenden imponer o minusvalorar sentimientos de esas características en nuestro entorno cercano. Para poder interpretarlos de una puñetera vez como una interesante fuente de diversidad, como un elemento de riqueza, en lugar de un estorbo a ficticias e imposibles ideas de uniformización forzosa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

he leido muchos libros sobre el holocausto siempre tratando de comprender el porque pro como dicen nunca lo ntendere porque no lo vivi m ncantaria leer tambien este libro si undia tuviera la oportunidad