jueves, octubre 01, 2009

La vida nueva. Eduardo García

VI Premio de Poesía Fray Luis de León. Premio de la Crítica Española (poesía). Visor, Madrid, 2008. 72 pp. 8 €

Marta Sanz

Las citas que abren este poemario de Eduardo García nos dan la clave para la interpretación de un libro que no requiere de un lector ávido por desentrañar el misterio de la caja hermética, sino de entrar en una especie de trance, de sintonía vital, que tiene que ver con el deseo de compartir. La cita de Bloch nos recuerda que la vida está puesta en nuestras manos; la de Sloterdijk evoca el tránsito constante entre vivificación y petrificación. El camino que se recorre entre esos dos momentos, entre la pulsión por vivir y la pulsión por morir, que también es vibrátil como la cola amputada de una lagartija, es el que atraviesa un poemario en el que, como en casi todos, lo que importa son las moléculas de una identidad a la búsqueda de su recomposición o, tal vez, a la búsqueda de la asunción incruenta de la fractura: en el proceso, los vínculos suelen ser regocijantes (“Lianas”, “Física aplicada”.) También de los vínculos que unen al poeta con sus lectores.
“Las pasarelas del deseo” es un remolino de enumeraciones que abre el libro. Eduardo García es un autor que practica una escritura centrífuga y generosa, que no comparte el prejuicio estético de la austeridad expresiva como modo de alcanzar la intensidad. La palabra de García es bulliciosa y envolvente: gira en torno a un lector que se va acercando, a veces a los aspectos más luminosos de la existencia, como en los poemas que componen “Resplandor”; a veces, a las facetas oscuras (“y la noche me aguarda, pecho adentro”) del claroscuro, como ocurre en los textos de “Romper aguas”: en “La carcoma”, “La máscara”, “La cáscara” lo deprimente queda subrayado por el poder de la cacofonía. Esa polaridad entre lo luminoso y lo oscuro recorre La vida nueva desde un punto de vista estructural y temático: el ya citado problema de la identidad se aborda de un modo nada sublime y con un punto cómico en “Invitación al viaje” donde el poeta se refleja en un charco que puede vaciarse hacia cualquier sumidero, hacia otro lugar; el mismo asunto es objeto de “La máscara”, aunque aquí el tono es negativo.
En la parte luminosa de La vida nueva, hay dos poemas que me han gustado especialmente: “Ritual de las aguas” ofrece la imagen del poeta lavándose las manos, y la limpieza del cuerpo no precisa de espíritus santos para ser celeste y pura. El segundo poema es “Naturaleza muerta” donde la intimidad se presenta en medio de una nada, el desierto, que es el todo de la naturaleza: lo doméstico y lo pequeño se insertan en y se solapan con lo sublime, y lo sublime resulta un espacio alcanzable y acogedor. Leo el poema como una reivindicación de la utopía que provoca el estallido de falsas barreras, de oposiciones espurias.
El vitalismo del poemario se asienta en dos movimientos, figuras geométricas o relaciones que permiten la metamorfosis de la vida y, dentro de la vida, de la existencia: la antagonía y los ciclos (“Ciclos”, “El amor dibuja círculos concéntricos”). Por eso, desde la oscuridad el poeta quiere regresar lo antes posible a territorios más atemperados e incluso más exultantes —una invitación al entusiasmo cierra La vida nueva y va precedida de un texto hímnico como “Nos hace falta arder”—: en el bloque titulado “Amanece” el lector encuentra algunos de los versos que son capaces de transmitir una mayor sinceridad, alejada en la misma proporción de la euforia afirmativa y de la pesadumbre barroca que ha surgido como mariposa oscura de dentro de la crisálida: ahí están los textos en los que mejor se refleja ese impulso antropocéntrico, racionalista y vital, introspectivo y elegante, que caracteriza gran parte de la poesía del Renacimiento. Desde el título, ése ha sido, para mí, el sustrato de unos poemas que hablan de cómo trasegar el agua del vacío hacia el deseo y del deseo hacia el vacío siendo persona, construida de fragmentos, permanente morador del purgatorio, tanto en el exceso como en la ausencia.

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