martes, abril 07, 2009

La ruta de Waterloo, Adolfo García Ortega

Menoscuarto, Palencia, 2008. 180 pp. 14.50 €

José Manuel de la Huerga

Son nueve cuentos, probablemente de toda una vida creativa robada al sueño y demás afanes, algunos dormidos en el cajón de la espera. Lo digo por menudencias. Por ejemplo, un hombre paga los servicios de una prostituta con 15.000 pesetas. Y por los estilos: de la alegría narrativa de Hoteles Metropol, a la cadencia reflexiva de Y en otro lugar, John Garfield, pasando por el que, a mi juicio, es el mejor relato de todo el fajo: Vidas, mitad de trayecto, un brillante ejercicio de contención estilística y de azar encadenado, que retrata la comedia humana con su doble rostro de hermosa amargura.
¿Qué da unidad a una colección de cuentos, de variada temática (el lector obsesivo que necesita viajar al lugar de su novela preferida, el exquisito cocinero que recorre Europa trabajando sólo en Hoteles Metropol, el director de cine encarcelado por la caza de brujas de la era McCarthy…) y técnicas muy bien aprendidas en al lectura de los clásicos europeos y americanos de los siglos XIX y XX? Quizá la intención: la voluntad inquebrantable del escritor que persigue la corza herida en cualquiera de las metamorfosis que se le presenten. Quizá el gusto de empaquetar juntos los pequeños presentes de unos cuantos años de vida vinculada a la literatura en todo su proceso creativo, decisivo de edición y amable de lector.
Stendhal y los otros realistas, la ópera, la alta cocina, el cine negro, la historia de Europa en los últimos años del XIX hasta la Revolución rusa, años efervescentes de creación y pasiones, dibujan un territorio donde Adolfo García Ortega se mueve con el placer del cicerone que trabaja gratis, por el placer de enseñar.
Pero hay un cuento, antes mencionado, que verdaderamente me ha imantado y conmocionado, por su radicalidad narrativa, escueto y seco como los relatos de un gran narrador americano como Cormac McCarthy. Es Vidas, mitad de trayecto. (Otra vez el divino Dante en el título.) ¿Qué puede ocurrir en un día laborable, en una gran ciudad, desde las 5.30 horas a las 20.30? Los personajes, apenas entrevistos en una página, van encadenándose con los siguientes, en una gran maraña humana, una colmena, un hormiguero. Son (somos) electrones girando alrededor del núcleo de la vida, asimilándolos o rechazándolos a una vía muerta, por azar. Cruces, coincidencias, cadena de trivialidades. Y un narrador magistral: con su mirada neutra del tú que señala y que a la vez conforta al lector, porque une ante la adversidad de lo desconocido: la vida. Un precioso canto a la soledad solidaria: todo el espectro social, desde un director de museo estatal destituido, una emigrante que limpia su casa, una mujer que se prostituye para completar el mes, parados, un vendedor de cedés abandonado por su mujer, un conductor de autobús, un hombre que va a recoger los resultados de una prueba de cáncer de pulmón…
Era Monterroso el que dejó escrito que un buen cuento tiene que ser triste. Los nueve cumplen con la premisa del maestro del relato. Queda un peso amargo de despedida en ellos, especialmente en Habib, donde un hombre mantiene durante unos días encendida la llama apasionada de su doble vida de homosexual oculto, con un sirio que se prostituye y que en silencio le ama.
De lectura individual, La ruta de Waterloo termina convirtiéndose en un conjunto modulado que deja en el paladar literario el “retrogusto” agridulce de los cuentos amados y amasados por el autor durante largo tiempo, luego dormidos, para ser desempolvados, reunidos en gavilla y, por fin, puestos al sol de los lectores. Un gusto. Menoscuarto se ha convertido en una editorial imprescindible.

1 comentario:

Fernando Valls dijo...

Gracias, José Manuel, por la parte que me toca. Saludos.