jueves, marzo 05, 2009

Submáquina, Esther García Llovet

Salto de Página, Madrid, 2009. 152 pp. 15,95 €.

Marta Sanz

Cuando Esther García Llovet leyó La lección de anatomía, mi última novela, me dijo que su personaje favorito era mi tía Marisol. Pensé en mi tía Marisol, una excéntrica mujer de cabellera roja y costuras detrás de las orejas, que hacía burla a su marido, de cuerpo presente, tras uno de esos obscenos escaparates del tanatorio, y me preocupé por Esther. Ahora doy cuenta de que mi tía Marisol habría podido ser perfectamente uno de los personajes de Submáquina, un libro armado como una pistola y dispuesto a disparar.
Esther García Llovet, quizá como mi tía Marisol, es una perra verde. Un bicho raro en el contexto actual de la literatura española: el mundo de sus escritos es también el de una perra verde. El de una exquisita rara avis. Con los mimbres de la literatura de género, García Llovet escribe algo que no es literatura de género; adelgaza el “negro” dejándolo en la musculatura de sus tipos y de sus ambientes; de la trama quedan los fogonazos, las casualidades, la vulgaridad de los secretos, la convicción de casi todo está roto en el lenguaje, en las artes, en la realidad, en los géneros que elegimos para representar la una a través de las otras.
En Submáquina se presenta un lugar cosmopolita, mestizo, peligroso, mutante, que, pese a su condición simbiótica, está marcado por las contradicciones no resueltas; un lugar donde se escucha algo así como a “Ray Charles cantando en tailandés”, las mujeres se llaman Tiffany Figueroa y se ve a gente vestida con “un plumífero plateado con las costuras saltadas y quemaduras de cigarrillos y olía a Chanel”; la imagen de esa prenda resume el universo de Submáquina y posiblemente el de su autora, esta perra verde: un universo donde aparentemente se concilia el glamour y lo cutre, pero sólo aparentemente; una olla a presión a punto de estallar quizá cerca de Tijuana o de Miami o en el imposible solapamiento de los dos territorios que, gracias a las ficciones, han terminado convirtiéndose en espacios míticos...
El desconcierto, la extrañeza, definen la atmósfera de esta construcción literaria con cierto aire a lo David Lynch que reconozco a menudo en los textos de su autora: niños que se comportan como personas adultas, ancianos aniñados, actitudes, gestos enanoides, una parada de los monstruos de la que todos formamos parte: no hay más que escarbar un poco dentro del corazón o del intestino grueso, por debajo de las cicatrices de cirugía que nos surcan la conciencia más que la piel. Los rostros de estos seres de ficción son como las máscaras de ciertos actores que a veces repelen y a veces nos imantan a sus gestos por sus fisonomías alienígenas: Willem Dafoe, Christopher Walken y su cutis plastificado. Dafoe, Walken, Lynch, David Cronenberg, el Win Wenders de Paris Texas que deja su impronta en el atrezzo de estos fragmentos encadenados, pistas que la autora desparrama como miguitas de pan: cabezas de Barbies, parejas de novios sobre la tarta nupcial, fetiches feos, tacones raspados, minifaldas que pueden llegar a marcar tendencia. El lector superpone los rastros para sumergirse en una sucesión de imágenes de cine que, sin embargo, no son cine, sino literatura pura y dura: las comparaciones chandlerianas, las visualidad y sensorialidad del texto -que a ratos tiene incluso banda sonora: siempre hay alguna música o algún ruido de fondo, distorsionante, distractor, como esas polillas que suenan contra los neones- se consiguen con una prosa exactísima, como el güisqui decantado, quintaesenciado en el alambique, una prosa tan depurada y eficaz como los resortes en los que se incardinan los seis fragmentos que componen Submáquina.
Al final, la excentricidad como actitud es una manera de expresar el límite: una forma de mirar a la realidad por debajo de la falda para que salga a la luz el desarraigo, la hipocresía, el sentimiento elegíaco. Puede parecer que la autora de Submáquina sobrevuela lo real y se escabulle con lenguajes aprendidos: como si le pusiera a la vida o la cámara con la que se retrata la vida una media por encima de la cabeza, un difumino espurio, un filtro. Pero es mentira porque esta autora cuestiona cada código, cada imagen, cada palabra y, con su literatura, se rebela como la Repa, Sabina Vargas, que, a lo Mae West, sentencia: “Lo que hago está mal. Pero lo que no hago es aún peor.” A lo mejor ella no lo sabe, pero Esther García Llovet es como el hombre enmascarado, como su Tiffany, como Errol Flynn haciendo de héroe... Esther, por su rareza, por su espíritu de subversión, por su lateralidad en el campo de la literatura actual, es básicamente una romántica: una estupenda y maldita escritora romántica que, con la mala acción de su escritura, funda, refleja, distorsiona, mezcla mundos que están en éste porque sabe que es de cobardes pretender escapar de él.

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