miércoles, febrero 25, 2009

Solo con invitación: Hacia la luz, Care Santos

Espasa, Madrid, 2008. 302 pp. 19,90 €.

Hilario J. Rodríguez

«Esta mañana, al regresar a casa, subí en el ascensor con una mujer a la que no había visto en mi vida. Sólo sé que iba al tercero, ni siquiera me miró a los ojos al decírmelo. Aunque en la calle no hacía frío, ella llevaba un echarpe anudado alrededor del cuello. Parecía una serpiente intentando estrangularla. Me llamó la atención porque la falda de aquella mujer apenas le llegaba hasta las rodillas y porque las mangas de su blusa eran cortas. Quizás, pese a no ser friolera, tenía la garganta delicada. Puede que esta misma noche intervenga en un recital poético o que sea una profesora con alumnos demasiado díscolos o que vaya a cantar madrigales en el Liceo de Barcelona. También podría ser que necesitara recordar algo importantísimo y llevar una prenda alrededor del cuello la tranquilizase más que ponerse un reloj de pulsera al revés. O que quisiera ocultar a su novio un inexplicable chupetón. O que el novio ya hubiese visto el chupetón y el echarpe ocultara una cicatriz perfecta…»
Una desconocida, un echarpe, un ascensor y alguien que da forma a un relato con esos elementos. Care Santos, por ejemplo. Mucha gente, al leer sus novelas, suele dar por hecho que no van con ella, que son puras invenciones, productos de una imaginación febril, inquieta. Yo no estoy tan seguro. Antes de seguir, me gustaría dejar claro que soy amigo de Care y que posiblemente no sea la persona más idónea para hablar sobre sus libros, aun así creo que conocerla me proporciona cierta ventaja con respecto a quienes no la han tratado jamás. En más de una ocasión nuestra amistad me ha permitido acceder a su particular laboratorio de ideas. Gracias a eso, he logrado unir piezas que a cualquier otro le resultarían distantes. Por eso el aparente desarraigo de su obra, con miles de páginas yendo en direcciones contrapuestas, a mí nunca me desconcierta. Sé que —como yo— ella es una nómada perpetua, una narradora forastera que busca su territorio allí donde la guíen la pasión y la curiosidad. Poco importan las dificultades, los obstáculos. Tampoco el miedo. Basta con una breve noticia en un periódico o con una conversación escuchada a medias; basta con un recuerdo que regresa de pronto o con una coincidencia anómala; basta con una súplica o con un susurro… En Hacia la luz lo que despertó el interés inicial de Care fue la muerte y las extrañas ramificaciones que se establecen a partir de ella.
Walter Benjamin recordaba en Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos cómo durante la Edad Media la muerte aún no había sido desplazada del contexto social y los adultos llevaban a sus hijos al pie de la cama de los moribundos, para que pudiesen asistir a una valiosa lección antes de que su maestro expirase. Hoy en día eso ya no es posible. La sociedad occidental ha decidido higienizarlo todo y desplazar la muerte a los márgenes, quizás porque no es demasiado rentable. Algo así no tendría mayor importancia si tras la punta del iceberg no hubiese otras cosas sepultadas. Por un lado están muchos más asuntos que se intentan borrar, como la enfermedad, la pobreza, la vejez o la ignorancia; y por otro está el cinismo con que se habla sobre lo anterior en los foros públicos, demostrando un inquietante interés la mayoría de las veces.
Lo que está claro es que, en términos literarios, los lectores accidentales prefieren visiones optimistas de la muerte o de la enfermedad, mientras que los más sesudos prefieren los ominosos trazos del pesimismo. Al final, sin embargo, la actitud de unos y de otros es igual de intransigente. Si los primeros se abstienen de leer libros como Bajo el signo de Marte, los segundos no reparan en las posibles virtudes de Hacia la luz. Por desgracia, lo que empuja a las dos partes a reaccionar así no es en ningún caso una cuestión estética o ética sino una cuestión de temperamento. Los primeros se quejan de lo triste que es la autobiografía del suizo Fritz Zorn (un seudónimo de Fritz Angst) y los segundos se quejan de lo vigorosa que es la novela de Care Santos (y ya sabemos que hoy el vigor se deja para los vigoréxicos y para los gimnasios). Como no quiero establecer jerarquías entre ambas posturas, me conformaré con decir que no comparto ninguna de ellas.
«¿Aún te acuerdas de la desconocida con la que me encontré esta mañana en el ascensor? Bien, te dije que el echarpe anudado al cuello encubría un buen número de hipótesis narrativas, lo que no te comenté es que a veces llego a las historias a través de inopinados caminos, porque antes me pierdo en especulaciones filosóficas, sociológicas o como quieras llamarlas. Y en el caso de la mujer con el echarpe me ha sucedido algo así: al verla me dio por pensar que ocultaba algo, seguramente un linfoma o una inflamación del tiroides. Hace años le oí decir a mis padres que muchos enfermos creen que llega con ocultar los órganos dañados para que su mal desaparezca. Según parece, bastantes personas prefieren no saber, confían en la ignorancia, pero la ignorancia sólo les libra de ser conscientes de que la tempestad se les echa encima, no de sus consecuencias. De poco vale esquivar la palabra cáncer si al fin y al cabo va a ser el cáncer, y no un catarro, el que acabe matando a uno. No entiendo a quienes siempre esquivan las evidencias. Y, por supuesto, esta mañana no pude entender a la mujer del ascensor. Ojalá supiese cuál era la evidencia que estaba ocultando. Como no lo sé y como va a ser difícil que alguien me saque de dudas, creo que escribiré un libro sobre personas que ocultan cosas, sobre personas que se niegan a aceptar cosas que les afectan, sobre la mortalidad y la inmortalidad, sobre la palabra y el silencio, sobre el miedo y los mecanismos para vencerlo…»
Hacia la luz es el equivalente literario de una película comercial seria. Su velocidad no le impide pensar a sus páginas. De hecho, los pensamientos suelen ser tan trepidantes como la acción, porque abordan un tema como la eutanasia sin dejar nada en el tintero. Recopila, medita, cuestiona, expone, aventura… Su despliegue resulta asombroso, como si antes del proceso de escritura hubiese habido otro proceso aún más largo y trabajoso, de igual o mayor importancia. Es como JFK (ídem, 1991), donde Oliver Stone exploraba el asesinato de John Fitzgerald Kennedy desde todos los ángulos posibles. La novela no se permite tiempos muertos ni derivaciones. Tiene muchas cosas que decir. Y una historia (varias) que contar. Una mujer debe reconducir su vida, un hombre debe cuestionar sus planteamientos éticos y profesionales (que quizás sean la misma cosa y él no se haya dado cuenta), un médico comprende la diferencia entre opinar y actuar, y varios moribundos se preparan para una aventura que harán en solitario, la última de sus vidas.
Buena parte de la literatura política (o comprometida o informativa o como quiera llamársela) que se hace en Europa siempre me ha parecido como escuchar un debate entre torys y laboristas en la Casa de los Comunes de Gran Bretaña o, en menor medida, como escuchar a nuestros representantes políticos en el Congreso de los Diputados. Las palabras pueden sonar más o menos convincentes, pero las propuestas suelen resultar decepcionantes porque rara vez contienen la urgencia que requiere el presente. Parece como si los novelistas obedeciesen las mismas reglas protocolarias de los políticos, haciendo una literatura tranquila y cabal, para jubilados y no para gente a la que de verdad le interesa conectarse con el tiempo que le ha tocado vivir. A menudo las novelas carecen del lado más salvaje de aquello que pretenden poner en evidencia, están atrapadas por constreñimientos similares a los de cualquier informativo donde se intenta no ofender al público más allá de lo razonable. Hasta cierto punto, son anestésicas, nunca sobrepasan ciertos límites (fijados por la decencia, además de por cuestiones relacionadas con la necesidad de abarcar a un mayor número de lectores). Por eso me gusta la falta de remilgos y la agresividad de Care Santos, que nunca se anda con coñas cuando quiere contar algo de provecho sobre temas como la eutanasia. Estoy de acuerdo con que posiblemente el libro no sea uno de esos artefactos minimalistas y crueles, graciosos pero sin gracia, fríos como un témpano, maduros en la forma y juveniles en el contenido, tan sugerentes que a veces no dicen nada; sin embargo, ningún lector podrá negar que es emocionante de principio a fin.


Care Santos: «Experimento al vivir un placer sin límites y tendré al morir una satisfacción sin límites»


—Tu obra suele articularse a partir de mecanismos de ficción y temas reales o de actualidad, pero en ningún caso la situaría en terrenos afines al Nuevo Periodismo, tampoco la considero híbrida (tal y como se entiende el término hoy en día, aunque toda literatura tiene su punto mestizo).
—Me interesa la realidad como punto de partida, no como fin en sí misma. Tiene que ver —supongo— con las razones que me llevan a escribir. Retener la realidad es una de ellas. Aunque no basta con eso. Si yo conociera de primera mano un crimen como el que narra Truman Capote en A sangre fría, contaría la historia del vecino que lo vio todo pero calló porque esa misma noche se la pegaba a su mujer con otra. Más que la realidad, me interesan sus intersticios, la grieta por donde todo se resquebraja. Y con respecto a las hibridaciones: hace tiempo que quiero escribir novelas que combinen géneros supuestamente populares y otras cosas. La novela de terror, el thriller de médicos, el realismo social, la novela sentimental e incluso la novela negra están en Hacia la luz.


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