miércoles, septiembre 10, 2014

Obra completa, Héctor Viel Temperley

Amargord, Madrid, 2013. 503 pp. 19,95 €

Verónica Aranda

Héctor Viel Temperley (Buenos Aires, 1933-1987) fue un poeta de culto, visionario y excéntrico, que ha influido en las últimas generaciones de poetas argentinos, pero que apenas se le conocía en España, hasta su aparición en la Antología Las ínsulas extrañas (Galaxia Gutenberg, 2002). Ediciones Amargord ha tenido el buen criterio de publicar su Obra completa, compuesta por nueve poemarios—treinta años de poesía— en la colección Trasatlántica, en una cuidada edición a cargo de Juan Soros.
Desde sus primeros libros, Viel Temperley cultivó un misticismo muy personal e innovador (al situarlo también en el espacio urbano), entre el panteísmo («Esta tarde Dios habla/ en los saltos del río») y la invocación a un Dios corpóreo y heterodoxo, con el que tiene una relación de vértigo. De este modo, Temperley siempre nadó contracorriente de los movimientos literarios de su país, Argentina, donde la poesía mística es una rareza, y más en el escéptico siglo XX, salvo contadas excepciones como Jacobo Fijman o algunos poemas de Ricardo Molinari.
Si bien la obra que lo consagró a Temperley las puertas de la muerte fue Hospital Británico, es interesante hacer un recorrido panorámico y cronológico por toda su producción, donde hallamos escalofriantes epifanías de lo que vendría después, y cuyas esquirlas saltarán en Hospital Británico. En sus primeros libros —Poemas con caballos y El Nadador— encontramos influencias lorquianas en el simbolismo metafórico y cierto barroquismo gongorino que irá evolucionando hacia un lenguaje más seco y sobrio, y, a partir de Carta de marear, avanzará con más fuerza hacia el irracionalismo verbal o “mística surrealista”, como la denominó el propio autor. Son poemas cimentados en la contemplación y la revelación de las cosas (a través de símbolos recurrentes como la figura del ángel), que hablan de libertad, de la comunión con la pampa y la naturaleza salvaje del cono sur («Crines y cola ardidas/ y un jinete/ que nada sol/ La pampa con sus huesos»), del mar, los espigones y las piscinas. Porque la de Viel Temperley es una poesía tremendamente acuática y de un erotismo febril. La natación era más que un ejercicio diario, una obsesión para el autor y una forma de meditar y alcanzar la plenitud y la trascendencia: «Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada./ Tuyo es mi cuerpo, que hasta en las más bajas/ aguas de los arroyos/ se sostiene vibrante». Por tanto, lo corporal se mezcla en todo momento con la mística, y la poesía no deja de ser un territorio codificado de evasión.
Su penúltimo libro, Crawl, de tono salmódico, desembocará en el estado de iluminación de Hospital Británico, uno de los poemarios más singulares de toda la literatura hispanoamericana, compuesto por el poeta argentino tras ser operado de un tumor cerebral en dicho hospital, a las afueras de Buenos Aires. De hecho representa un caso excepcional dentro de la poesía del siglo XX; en palabras de Esperanza López Parada, «Viel es el único poeta que consigue diseñar para su obra su condición de recepción futura, el único que cierra y decide su deriva arriesgadísima, convirtiendo la muerte en un punto de partida». El autor escribe su propia elegía, con intervalos de dolor y lucidez. El poema inicial del libro, escrito en marzo de 1986 se va disgregando, reordenando, se transportan fragmentos de poemarios anteriores, creando, así, un montaje, un conjunto de postales que son también una alegoría de la intervención quirúrgica. La estremecedora conciencia de la muerte que impregna todo el libro, recuerda, salvando la distancias, a la práctica de los haijin japoneses de escribir su haiku final, casi al filo de la agonía. Al leerlo a viva voz emite una musicalidad poderosa, propia de la más alta poesía.
El texto es la metáfora de una enfermedad, como lo ha denominado Eduardo Milán, produce un efecto físico en el lector y es de una intensidad rarísima. Hay una deslocalización de lo onírico, que se mezcla con imágenes realistas. Junto con la extrañeza se da la unificación del propio cuerpo («Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo»), que conecta con las imágenes de una manera asfixiante, como en los fragmentos titulados “Tengo la cabeza vendada”, donde se anula el tiempo. Eros y Tánatos. El diálogo con una entidad suprasensible —Dios— que va neutralizando el dominio de la herida. Un camino de ida y vuelta entre la trascendencia y lo material que sólo podía acabar en epifanía: «El verano en que resucitemos tendrá un molino cerca con un chorro blanquísimo sepultado en la vena.»

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