jueves, diciembre 29, 2011

Las infantas, Lina Meruane

Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010. 151 pp. 19 €

Elvira Navarro

«Perrault, uf, qué feo nombre», dice una de las protagonistas del libro que aquí nos ocupa. Sí, en efecto, qué feo suena el nombre de Perrault, y qué tentación de jugar a las hipótesis descabelladas. Tampoco suenan muy bien los hermanos Grimm, con esa eme arrastrándose grimosa, por lo que podríamos aventurar, por ejemplo, que los insignes cuentistas estaban tan apesadumbrados por sus horrísonos apelativos que inventaban bellos nombres de mujeres-niñas o de niñas-mujeres, como Caperucita, Blancanieves o Gretel. Sin embargo, luego no podían soportar la música de esas sílabas, y las echaban a rodar en historias en las que había madrastras y brujas muy viejas que comían humanos. Además, y esto es otra hipótesis tal vez no tan descabellada como la anterior, la belleza tiene que ser castigada, ya que sus efectos son difícilmente controlables y no del todo morales. Encerrémosla pues en cuentos con moraleja, en museos, en críticas del juicio donde nos limitemos a exclamar “¡Esto es bello!” delante de cuadros y jardines sin rastro de sublimes románticos. Hagamos que se sienta en jaque y siempre a punto de menguar, como una actriz de Hollywood que acaba de cumplir los cuarenta. Y todo ello bajo el imperio de lo inteligible, la razón y lo serio. ¿Qué pasaría si un día las heroínas de los cuentos decidieran fugarse de las historias que protagonizan porque estuvieran hartas del precio que pagan por figurar? He aquí el modo en que he leído Las infantas, primer libro de Lina Meruane, que se publicó en Chile en 1998 y que apareció en Argentina el pasado año, en la editorial Eterna Cadencia. En él nos topamos con unas versiones de Gretel, Blancanieves y Caperucita llamadas Hildegreta e Hildeblanca, y que aquí son hijas de un rey del que huyen. Frescas, indolentes, sensuales, sexuales y tal vez también amorales (quién sabe si fue de este modo como las concibieron sus inventores), Hildegreta e Hildeblanca parecen reprotagonizar los cuentos a su antojo, y así el lobo está a los pies de Caperucita, y las viejas a las que les gusta la carne humana son comidas por un séquito de enanos. A pesar de que este resumen argumental lo sugiere, no hay en Las infantas un ejercicio de venganza, ni por tanto plan previo de los personajes o del narrador. Lo que reina, y perdonen que me repita, es el juego, o tal vez una lógica que me recuerda a unas palabras que leí recientemente en una entrevista a Julia Kristeva, y que dicen así: «Mi convicción profunda es que lo femenino y lo maternal tiene toda su originalidad por fuera del poder. Existen otras lógicas, si no más profundas, al menos heterogéneas a la superficie política y policial de la comunicación racional y racionalista. Se trata de lógicas del inconsciente, ritmos y polifonías de la música subyacente a la palabra y a la palabrería: un infrasentido, al igual que hay infrasonidos». Traigo aquí las palabras de Kristeva no para enredarme con lo femenino, sino porque este libro parece pertenecer a la lógica con la que se lo describe. Hildegreta e Hildeblanca están fuera del poder, es decir a salvo de todos sus efectos, tanto de los buenos como de los malos. Bien y mal son además categorías que en este contexto no tienen ningún sentido. Las supuestas hermanas carecen de familia, de origen, de hogar y de identidad, y no porque no puedan señalarse, sino porque son confusos. Ellas mismas se encargan, además, de destruir cualquier definición. También carecen de cualquier atisbo humanista, y ello es asumido por el lector como una paradoja en la medida en que éste sí suele decodificar desde lo que el lugar común define como “humano”. Por otra parte, las aventuras de las infantas, donde se despliega un lenguaje más cargado de imágenes y metáforas, aunque sin sacrificar lo narrativo, se saltean con pequeñas historias en las que el protagonismo no está claro. Dichas historias se presentan despojadas de la gracilidad casi poética del cuento infantil para investirse de un registro más serio, registro que vincula la narración con cierto realismo. Ya no son personajes de fábula trazando piruetas imposibles quienes se exhiben en paisajes legendarios, sino seres de carne y hueso que pasean sus malas relaciones con el padre, con la hermana o con sus cuerpos por unos espacios tan despojados que parece que estén siempre en un inmenso loft. El dolor, el miedo, la culpa y la sumisión son algunos de los elementos que vehiculan estas segundas tramas en las que los personajes, al contrario que Hildegreta e Hildeblanca, se entregan a la tragedia. La elipsis reina en las dos líneas argumentales, que pueden leerse como complementarias en la medida en que los temas se repiten, aunque habitando lógicas distintas que no necesariamente tienen por qué confluir. El sentido está aquí tan abierto que se presta a las interpretaciones que al lector se le antojen, y lo único que transpira cada página es una constante rebelión contra lecturas unilaterales. Mirad las capas infinitas de esta cebolla y lo que podemos hacer con ellas, parece decirnos el libro; celebremos este poder desconocido al que tal vez se llegue a través de juegos con los que no nos atrevemos. Gracias, Lina Meruane, por recordárnoslo.

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