martes, abril 10, 2007

Una ventana al norte, Álvaro Pombo

Anagrama, Barcelona, 2006. 320 pp. 9 €

José Manuel de la Huerga

Pombo, en el epílogo de su novela, se califica como: «todo lo sofisticado que se quiera, pero en el fondo un simple Tusitala». De todos es conocido el título de contador de historias que los indígenas de los mares del Sur le otorgaron a Robert Louis Stevenson. El narrador es el encantador de serpientes, el capaz de poner unos cuantos personajes en pie, en un lugar, con una pasión que los mueva, o los paralice.
Bien. Pues la opción de un Pombo muy consciente es la de ser un Tusitala que da una vuelta de tuerca (o varias) a la manera de narrar. Esa es la clave de su riesgo contraído con el lector desde la primera línea de Una ventana al norte. No es sólo la narración al uso de un paisaje autobiográfico de la niñez —Santander, desde El Puntal hasta Cabo Mayor—, donde un personaje femenino, Isabel de la Hoz, trasunto de una prima del autor interesa como personaje anguloso, al margen de las convenciones de la clase acomodada, cruza el charco y termina enrolándose en las luchas de los cristeros mexicanos contra el gobierno de Calles. Y no es sólo la voz interior de esa heroína que nos ha llegado desde la novela sentimental y las grandes narraciones de los colosos rusos y franceses del XIX, aunque en un principio uno transite por lugares comunes de, por ejemplo, una Emma Bovary desencantada y peligrosamente propensa a la ensoñación.
Pombo da un paso. Espera a que el lector se confíe y se crea en un territorio conocido, y seguro, para empujarlo a sus arenas movedizas, donde el propio narrador también parece sucumbir, al menos dudar. Asistimos al nacimiento de un personaje femenino y cuantos a su alrededor se yerguen como necesarios coadyuvantes (su marido, Indalecio Cuevas, el empresario santanderino que ha emprendido negocios en México; Ubaldo Zamacois, el cura que viste de paisano para pasar desapercibido en esa guerra fratricida; Fabián Ponce, el morochito cristero, amante y padre de un hijo malogrado con la protagonista; y Lupe de la Pita, la amante oficial de Indalecio, y luego amiga de bandería de Isabel) para mostrarnos una narración abierta a cuanto sea necesario con un fin: desmontar la novela sentimental construyendo una novela sentimental. «Todos se habían confabulado dulcemente para que Isabel de la Hoz fuese una rica heredera, una chica de la buena sociedad santanderina, que se pondrá de largo a los dieciocho años y que se casará con un chico guapo, de buena posición, aproximadamente de su misma edad y de una familia conocida. Al llegar a la adolescencia, Isabel quiso no ser como su madre», deja anotado el narrador del relato en las primeras páginas como señal de advertencia de lo que se nos avecina.
Y lo interesante es que dentro de las estructuras del poder, de la burguesía hipócrita santanderina de principios del siglo XX, Isabel termina haciendo lo que le da la gana, es decir, casándose con un chico guapo, de buena posición económica, para vivir rica, desahogadamente... pero a bastantes miles de kilómetros de distancia y después de haber escenificado una escapada, ese plus de aventura que tanto necesitaba para vivir intensamente. Pero por supuesto su marido y ella se casan en ese ser no ser del amor, del porque toca, y tendrán sus amantes, todo muy civilizadamente dentro del matrimonio, y con un cura cobarde por el medio.
Los personajes son riquísimos por el extraordinario mundo interior, lleno de recovecos, contradicciones que el narrador nos muestra tomando partido, señalando, deteniéndose para que el lector también se detenga y tome partido, se sorprenda y termine juzgando. De ahí que el texto se caracterice por ser una novela digamos que “deconstruída”, donde los tópicos de clase, de historia, de país, aún aparentando cumplirse en cada momento, son hábilmente desmontados con un narrador analítico. Con el aporte de los documentos históricos que funcionan como telón de fondo de la trama apasionada y que en muchos momentos nos distancian acaso al uso de un Brecht teatral, se nos termina presentando un informe del personaje, rico, sorprendente siempre, hábil en el manejo de las escenas más convencionales para sacarle el brillo inesperado, el comentario sagaz. El narrador se inmiscuye en el texto, con la intención de tenernos siempre en jaque. Nada de lo que aparenta es.
Las inquietudes de Pombo al finalizar la experiencia de aunar narración pseudoautobiográfica, narración cargada de historia del principios del siglo XX (las guerras cristeras en el México de los felices años veinte) y narración de narrador, (de Tusitala) son las habituales de cualquier narrador. Nos confiesa un doble malestar en el epílogo: no hacer justicia al momento histórico y actuar torpemente al insertar la ficción en la realidad. Descanse Pombo de esta zozobra inherente a la condición de artista ciego y sordo. Los que estamos a este otro lado, el de los lectores, aplaudimos su vocación de narrador aventurero, nunca satisfecho. Sin duda sirve de estímulo en el patético panorama de la narrativa ramplona y de pensamiento único (fácil, de consumo) en las letras españolas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué grande es Álvaro.
Y escucharlo incita a llevárselo a casa. A mí que me entierren con frac...

Pero leerte a ti escribiendo sobre él, ah, maravilla.

Raquel (tu fan :-)

Anónimo dijo...

Querida Raquel:
Siempre tan atenta.
Un beso como un puñetazo en la boca del estómago. (Me refiero a tu comentario, de hace años, sobre las Historias del lector, que tanto bien me hizo.)
Gracias por estar ahí.