martes, octubre 31, 2006

Los normales, David Gilbert

Mondadori, Barcelona, 2006. 459 pp. 21 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Aquí tenemos a uno de los últimos miembros de la “Next Generation”, etiqueta de lo más flexible con la que la editorial Mondadori ha reunido a una serie de jóvenes escritores norteamericanos de los que publica sus obras en castellano, desde las del que podríamos considerar hermano mayor Michael Chabon a las de los chicos malos Chuck Palaniuk y David Foster Wallace, pasando por los desternillantes relatos ejemplares de David Sedaris o la oscura, potente y desapercibida “Pozo” de Matthew McIntosh. Porque seamos sinceros: dicha generación no existe ni por asomo. Vamos, que el único punto en común de estos autores es vivir en los Estados Unidos de hoy, con lo que el hecho de que critiquen sus aspectos mercantilistas, la educación puritana en contraste con la “depravada” libertad juvenil, su propia situación política en el mundo, no es precisamente desconcertante. Eso en cuanto al contenido (la dichosa palabrita hace que le rechinen a uno los dientes), porque en cuanto a la forma, al estilo, ni que decir tiene que es de lo más variado (gracias a dios).
En este caso, la excusa argumental utilizada por el debutante novelista David Gilbert para derramar críticas veladas y no tan veladas contra el “sistema” es la siguiente: Billy Schine, para huir de unos acreedores que le conducen a un síndrome de manía persecutoria, abandona a su novia y decide formar parte durante unas semanas de un grupo de “normales”, que no son otros que los conejillos de indias humanos sobre los que probar los efectos de diversos fármacos. El encierro preventivo al que se someten para salvaguardar el correcto desarrollo del experimento nos permite conocer esa nueva estructura social artificial y a los estrambóticos miembros que la forman, como dos primos locos por las armas de fuego o un experto en estas cuestiones con problemas de higiene.
Lo principal que podemos decir de esta novela es que Gilbert ha creado un protagonista irritante como pocos (al menos espero que fuera ésa su intención). Y es que Billy Schine, que es el hilo conductor de la historia, hace que ésta transcurra con una lentitud desesperante merced a sus continuas pseudo-reflexiones sobre cualquier cosa que se le ponga a tiro: se para en Times Square y la novela también lo hace mientras recopila impresiones sobre el infecto imperio americano y la fugacidad del tiempo; se sube a una furgoneta y otro tanto. De esto resulta una novela sobrecargada a la que hay que reconocer que le sobran páginas aquí y allá, pero el tinte humorístico que la recubre hace más aceptable y digerible esta paranoia analista, de la que por otra parte no podría prescindir porque es evidente que se trata del tour de force al que quiso hacer frente su autor.
El resto es (gracias de nuevo a dios, que nunca es suficientemente alabado) esa narrativa neutra a la que nos tienen acostumbrados aquellos escritores que aspiran a escribir algo más que un best-seller pero menos que una obra maestra contemporánea (aunque pretendan llegar a esto último), es decir, una historia que no plantea excesivos problemas técnicos y discurre por un camino claro, abigarrada con mil y un adornos que no lo entorpecen mucho (recordemos que son sólo adornos) y con una tesis de crítica social expuesta con una ironía a veces tierna y otras hiriente. Que es lo mínimo que uno puede esperar ya que invierte su tiempo en su lectura.

lunes, octubre 30, 2006

Humor vítreo, P. Kaufmann /Todo por un dólar,E. del Llano /Adiós, Bob, G. Nielsen /El canon de normalidad, M. Sanz

H. Kliczkowski, Rivas-Vaciamadrid, 2006. 64 pp. 2 €

Pedro A. Ramos García

Al igual que un menú degustación ofrece al comensal la posibilidad de degustar varios platos distintos sin necesidad de atiborrarse, y sin que el bolsillo quede definitivamente dañado, la colección mini letras de la editorial H Kliczkowski permite al lector hacerse una idea aproximada de la obra literaria del escritor que hayamos elegido. Los autores que podemos encontrar en esta colección, cuyo objetivo es la popularización de la literatura, son tan distintos como Espido Freire, Luis Mateo Díez, Augusto Monterroso o Patricia Highsmith.
Todos los títulos rondan las sesenta y tres páginas e incluyen, a modo de prólogo, un breve perfil del escritor, seguido de un texto introductorio en el que se informa al lector sobre los cuentos que vienen a continuación. Así se nos avisa de que “Leyendo (...) nos reiremos a carcajadas. Los permanentes fallos en la coreografía amorosa que comete la protagonista son los símbolos a los que recurre esta vivaz escritora para describirnos la ansiedad que produce el deseo de seducir.” Aunque tengo que decir que, al tener este texto una maquetación y aspecto similar al resto, creí que la narración ya había comenzado cuando todavía me encontraba en los preámbulos. Sin embargo, dado el amplio número de autores presentes en el catalogo y el precio (2 euros cada título), esta colección es una magnifica oportunidad para acercarnos a aquellos autores de los que hemos oído hablar, pero todavía no leímos.

Humor vítreo, de Paola Kaufmann
Siguiendo con la analogía del menú degustación, podríamos decir que de los cuatro autores leídos para valorar esta interesante iniciativa, yo recomendaría como entrante la prosa fluida de la recién desaparecida Paola Kaufmann. Este volumen recoge dos cuentos: “Kanashibari” y “Humor vítreo”. El primero, ¿realidad o ficción?, recrea las peripecias de Yakumo en la isla de Kyushu y que podría ser un antecedente de “Los hechos en el caso de M. Valdemar” del inigualable Poe. Según cuenta el narrador, que juega a confundirse con el autor como es habitual en la obra de Kaufmann, este libro de mitos japoneses lo encontró en una “librería de usados”. ¿Realidad o ficción? ¿Había leído Poe este cuento japonés? Nunca lo sabremos.
En el segundo, “Humor vítreo”, se cumple aquel mandamiento que dice: nunca tomarás el título en vano. Es recomendable, sobre todo para personas con sentido del humor, dejarse arrastrar por el tono frívolo de la narración y beber, de un solo trago, este cóctel de desdichas en el que una sueñóloga argentina se lanza a la conquista de un francés con el que comparte piso. Una peculiar forma de acercarse a la realidad, a través del humor y un perfecto dibujo, nada aburrido, de nuestra cotidianidad.

Todo por un dólar, de Eduardo del Llano
En cualquiera de los cuentos que componen este volumen, este autor (re)crea con sus textos eléctricos lo cotidiano a través de una mirada social (“Senectud rebelde”) y nos da una clase magistral de cómo se debe utilizar la intriga en las distancias cortas (“Regina”). Su fina ironía, en lonchas tan delgadas como el buen jamón, sirven como acompañamiento a una manzana que no cae (“La fruta prohibida”), salpimentada con una digresión sobre el uso de este alimento como símbolo. El defecto de la mayoría de los cuentos que pretenden ser originales es que la idea principal suele serlo, pero el resto del cuento es un simple trámite para destacarlo. Eduardo del Llano no cae en este error; acompaña esa idea de una atmósfera en la que lo contado resulta verosímil y nos zarandea con algún que otro guiño para darle consistencia a la idea principal y/o detonante del cuento. Así sucede por ejemplo en el último cuento del volumen (“Monte Rogue”).

Adios, Bob, de Gustavo Nielsen
Como segundo plato nos encontramos tres cuentos muy distintos. Esta heterogeneidad, que es la principal virtud de cualquier libro de cuentos, nos permite que en unas pocas páginas pasemos del NY capital del mundo a través de los ojos de una inmigrante argentina, a la mirada nostálgica de una maestra de escuela en una provincia perdida del mapa, a una historia de suspense y nocturna en una carretera del mismo país.
Con un estilo acorde a lo que se cuenta, Gustavo Nielsen nos sirve en bandeja la magia de la palabra con sabor a sorpresa. Un plato contundente que debemos comer con cuidado: siempre hay que dejar sitio para el postre.

El canon de normalidad, de Marta Sanz
Y como postre Marta Sanz nos ofrece un surtido con sabor a compromiso (violencia de género, compromiso social y tortura) pero, y este es un ingrediente muy importante, con grandes dosis de humor para evitar el gusto a moralina. La literatura de lo cotidiano de sus tres cuentos se sirve del monólogo interior. Sus protagonistas nos trasladan sus pensamientos de una forma directa, narran los hechos con tal naturalidad que parece que no está sucediendo nada importante. Y llega el desenlace. No sorpresivo. No precipitado. Pero con la angustia sólida del salto al vacío que significa el punto y final de sus cuentos. Porque lo más inquietante del estilo de Marta Sanz es que sus finales se convierten en el principio de otra historia que empieza a escribirse en el interior de cada lector cuando se precipita más allá del punto y final.
Buen provecho.

viernes, octubre 27, 2006

Tara, Elena Medel

DVD, Barcelona, 2006. 77 pp. 8 €

Francesc Miralles

Abordo este poemario de Elena Medel con la inocencia (e ignorancia) de no haber leído sus anteriores obras, Mi primer bikini (2001) ―ganador del Premio Andalucía Joven― y Vacaciones (2004). Sólo sé por reseñas anteriores que esta autora cordobesa abandona por fin «el estilo pop» y la nueva generación poética en la que había sido encasillada hasta ahora. Pues con sólo 21 años ya ha tenido tiempo de publicar todo esto y ser traducida a cuatro idiomas.
El título nº 100 de DVD es una exploración genealógica y emocional de la muerte a raíz del fallecimiento de la abuela de la autora. La primera parte del libro tiene como centro de gravedad el recuerdo cálido de esta ausencia:

Todo cuanto tengo
te lo debo. Aprendiste a leer con cinco años. Con ochenta
escribiste, en un cuaderno de hojas cuadriculadas,
tu vida. Felicidad fue tu última palabra.

La desaparición de cualquier ser querido nos despierta a la realidad de la muerte, nos acerca un paso al abismo a la vez que nos centrifuga hacia el pasado para tratar de entender el conjunto de la historia. Y es a partir de la muerte de la abuela que Elena Medel se proyecta hacia un pasado compartimentado en siete vidas diferentes, cual felino que debe reinventarse para sobrevivir a los embates del tiempo.
Aunque no es la primera despedida en el mundo familiar de la autora ―en la familia de su madre los hombres «mueren antes de los cuarenta años»―, la pérdida de este ser carismático y formativo le hace tomar conciencia de lo que ya advertían los célebres versos de Gil de Biedma, que «envejecer, morir, es el único argumento de la obra».
Y Tara es justamente un viaje hacia los orígenes de la pérdida y hacia la ganancia del dolor. La obra se proyecta hacia atrás porque morir es regresar al principio de la nada. Coherente con esta estructura, deja para el final ―que es el principio― la etimología del título:

La RAE define tara como el peso sin calibrar, como un defecto, e incluso como una víbora venenosa. Tara es, además, la tierra en la que Scarlett O’Hara amó y padeció, y el mayor paraíso natural de Serbia, y el título de un poema de Emma Couceiro, y una divinidad budista y ―sobre todo― la antigua diosa de la fecundidad en Gran Canaria...

Tara es esto y mucho más: el descubrimiento de que uno nace para llorar la muerte de otros, cuando el corazón se convierte en un hotel de dos estrellas donde sólo se alojan personajes sombríos; la certeza de que el corazón es biodegradable.
Con un lenguaje así de sencillo y evocador, Elena Medel nos transporta a lomos de un cangrejo por el gradual conocimiento de la muerte ―si lo que no-es puede ser conocido―, una geografía donde el hueco tiene mayor peso que el cuerpo y la ausencia gana la partida a la presencia. Pues sólo la desaparición confirma lo que ha existido y permite entenderlo en toda su profundidad.
Siete vidas en una, numeradas y diseccionadas a partir de lo que falta, porque cada tara crea una nueva esencia y cada estrella que muere en nuestra constelación emocional obliga a reajustar el juego de fuerzas de todo un universo.
Buen viaje, Elena. Nos vemos en la próxima vida. Pues no hay siete sin ocho.

jueves, octubre 26, 2006

Frankenstein o el moderno Prometeo, Mary Shelley

Prólogo de Alberto Manguel. Trad. Silvia Alemanya. Mondadori, Barcelona, 2006. 368 pp. 18€

Elia Barceló

Hacía más de veinte años que no había releído la novela que nos ocupa. Creo recordar que la leí por primera vez en la adolescencia —en español; posiblemente en una edición de bolsillo de la editorial Bruguera— y más tarde, ya de adulta, en inglés; pero no puedo precisar mis impresiones de entonces, salvo que el monstruo de Frankenstein pasó, como no podía ser de otro modo, a ocupar un lugar importante en mi galería de imágenes básicas.
Acabo de releer ahora Frankenstein o el moderno Prometeo y, con la distancia que dan los años y los conocimientos adquiridos en las tres décadas pasadas, he hecho una lectura totalmente diferente, me temo, de la lectura adolescente ingenua —concentrada en las peripecias de la trama— y de la segunda —concentrada en el deslumbramiento de ser capaz de entender la lengua inglesa de principios del siglo XIX.
En estos momentos, Frankenstein, la novela, se me ha revelado como un espejo estructural del mismo monstruo, porque el texto en sí es realmente también un engendro compuesto de pedazos arrancados de distintos sistemas, cosidos con pasión y con deseo de infundirles vida, pero donde se aprecian perfectamente las costuras, más bien los costurones, que lo afean notablemente. El texto vive, como el monstruo, pero no ha sido el suyo un crecimiento orgánico, sino una composición voluntaria y voluntariosa a la que la autora ha conseguido infundirle una vida que todavía palpita, pero que está llena de contradicciones ideológicas y de soluciones narrativas bastante torpes.
No soy partidaria de explicar los aciertos y los fallos de un texto a partir de la vida de su autor; sin embargo, en Frankenstein se aprecia con gran claridad el conflicto mental de Mary Shelley, atrapada entre su educación ilustrada —producto de las ideas de su padre, el infuyente filósofo utopista y anárquico William Godwin, que sin embargo repudió a su hija por vivir de acuerdo con las ideas que él mismo le había inculcado, al irse a vivir con Shelley, el poeta, sin pasar por la vicaría— y las tendencias románticas en boga en su propia época y compartidas por sus amigos Byron, Polidori y Shelley, que se convertiría en su propio esposo.
A lo largo de la novela nos encontramos con que tanto los narradores como los diferentes personajes centrales justifican machaconamente el injustificable comportamiento de Víctor Frankenstein, con un empecinamiento digno de mejor causa; mientras que al monstruo no lo justifica nadie y se ve obligado a exponer sus ideas y sentimientos —perfectamente lógicos y comprensibles para un lector moderno—, sin que nadie le dé nunca la razón ni, lo que es más triste y precipita la catástrofe, sin que nadie le muestre jamás un mínimo de afecto o de comprensión.
Me figuro que la trama de la novela es sobradamente conocida, pero quizá no esté de más hacer un sucinto resumen para refrescarla al lector interesado:
La novela se abre con una serie de cartas que el explorador británico Robert Walton, que acaba de emprender una expedición buscando el Polo Norte, escribe a su hermana, en una fecha imprecisa del siglo XVIII. En estas cartas le narra su casi milagroso encuentro, en medio de los hielos, con el señor Víctor Frankenstein, ginebrino y filósofo natural.
A partir de este momento, el narrador principal cambia y es el mismo Frankenstein quien narra su terrible historia a Walton: cómo nació en una respetada y armónica familia —tan idílica que casi resulta empalagosa y falsa al lector moderno—, cómo se trasladó a Ingolstadt a estudiar filosofía natural y cómo concibió la idea de intentar crear la vida a partir de materia orgánica ya muerta y usando la electricidad como activador del nuevo ser. Narra la creación de esa criatura que, a partir de este momento, siempre va a ser llamada “el monstruo”, su terror al enfrentarse con su fealdad, su irresponsable abandono de la creación y todos los problemas y catástrofes derivados de ello.
Más adelante, durante la única conversación prolongada que sostienen la criatura y su creador, el “monstruo” se convierte en narrador de su propia historia y el lector asiste al proceso por el cual la criatura natural e inocente, abandonada por su “padre”, adquiere trabajosamente los conocimientos necesarios para comprender el juego social y las reglas morales, es rechazado de nuevo a causa de su fealdad por las personas en quienes había puesto sus esperanzas, y acaba convirtiéndose en un asesino, matando a todos los seres queridos de Frankenstein.
Cuando éste termina de narrar su historia a Walton, muere sin haber logrado dar caza al “monstruo”. Tras una pequeña conversación entre la criatura y Walton, la primera se interna en los hielos del norte buscando la muerte y el segundo regresa a Inglaterra sin haber podido culminar con éxito su expedición.
A lo largo de las más de trescientas páginas de la novela, Frankenstein (que ni es doctor, ni llega a terminar sus estudios; ni es médico, sino filósofo) se nos presenta como un señorito mimado, irresponsable, estúpido, arrogante, ambicioso y extremadamente cobarde, que rechaza a su criatura sin llegar a conocerla siquiera. En la página 125, después de describir en un párrafo la fealdad del nuevo ser, resume: “Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí huyendo de la celda y me refugié en mi dormitorio...”. No habrá más justificaciones racionales a lo largo del texto que nos permitan seguir la evolución de los sentimientos de Frankenstein. La criatura es fea, por tanto no tiene derecho a nada. Ni siquiera cuando admite la conversación con su “monstruo” y éste se muestra como un ser sensible, razonable y cultivado, está Frankenstein dispuesto a concederle algo de razón (claro que, para entonces, la criatura ya ha matado al hermano pequeño de su creador).
La idea clásica de que la belleza engendra bondad y lo feo es reflejo de lo malo parece estar firmemente arraigada en el pensamiento tanto de Frankenstein, como de Walton, como de los demás personajes principales. Pero eso no sería todo lo malo. Lo peor es que parece que Mary Shelley, a pesar de haber dado voz al “monstruo”, también lo ve así, ya que en ningún momento se presenta una opinión discrepante. El “hombre natural”, el “buen salvaje” de las utopías rousseaunianas, se convierte en un asesino de inocentes por la maldad y el rechazo de la sociedad bienpensante y, paradójicamente, la autora termina por culparlo a él, ya que el narrador inicial, Walton, al final de la novela, sigue considerando a Frankenstein un caballero terriblemente desgraciado, pero noble y bueno. Y eso después de saber, como el lector, que entre otras cosas, no movió un dedo para salvar de la muerte a Justine, que fue ejecutada por el asesinato del hermano pequeño de Frankenstein, siendo inocente, por miedo a empañar su propio buen nombre y el de toda la familia Frankenstein. Antes que confesar su culpa, prefiere ir sacrificando a sus parientes y amigos, e incluso a su esposa recién casada, ya que su egoísmo es tan grande que cuando el “monstruo”, que ya ha cometido varios asesinatos, le amenaza diciendo “Estaré en tu boda”, a Frankestein ni siquiera se le pasa por la cabeza que esa amenaza no va dirigida contra él, sino contra Elisabeth.
Frankenstein le niega a la criatura todo lo que en derecho natural le corresponde: alimento, apoyo, formación, afecto, una compañera, hasta un nombre propio. Todos los personajes de la novela tienen nombre, salvo la creación. Por eso, en justicia, el “monstruo” se ha apropiado del nombre de su creador para pasar al archivo mental de mitos modernos y, cuando se habla de Frankenstein, ya nadie piensa en Víctor, el cobarde.
Lo triste es que la autora considera a Víctor Frankenstein el moderno prometeo.
La traducción de Silvia Alemany que ahora nos presenta Mondadori es cuidada y fiel al original, sin que por ello se note que procede del inglés; es una buena prosa romántica que se lee fluidamente y con agrado, salvo por el uso del sustantivo “desespero” en lugar del correcto “desesperación” y alguna que otra pequeñez similar. El trabajo del corrector no ha sido todo lo exacto que habría sido de desear, ya que, por dar un ejemplo, en la página 218, en el diálogo de la criatura con el padre ciego, éste dice “yo soy afortunado”, cuando debería decir lo contrario: “I also am unfortunate”, “Yo también soy desgraciado”.
A cambio, tiene auténticos aciertos como el de la primera frase que pronuncia el “monstruo” y que en otras traducciones se desdibuja: “Pardon this intrusion”, dice el original; y en la traducción de Silvia Alemany leemos: “Perdone la intromisión”, que es mucho más adecuado que el simple “perdone”, de otras traducciones. Aunque, quizá, más conveniente al papel de la criatura en la historia y en el mundo, sería “Perdone esta intrusión”, porque de hecho, el “monstruo” es un intruso, EL intruso, el ser que no pertenece a nada ni a nadie, que está de más en todas partes, que nadie reconoce como un igual.
El prólogo de Alberto Manguel es, sin duda, interesante, y hará las delicias de los cinéfilos, porque se concentra sobre todo en las versiones cinematográficas de la obra, más que en el texto de la novela original.
Si el lector aún no conoce Frankenstein (o sólamente por las películas basadas en la novela, y que no siempre tienen mucho en común con ella), es una obra altamente recomendable que no debería faltar en la lista de una persona culta, ya que invita, como pocas, a la reflexión y la toma de postura sobre temas fundamentales en la experiencia humana: la vida, la responsabilidad, el contrato social...
Y para el lector que crea conocerla o la haya leído hace tiempo, también la recomiendo porque con frecuencia uno cree saber ciertas cosas de una novela que, en una nueva lectura, cambian, se corrigen o se alteran profundamente
Cada momento histórico tiene sus mitos, y resulta interesante comprobar que, al parecer, hace doscientos años, la fealdad llevaba al rechazo social y el rechazo al crimen, que siempre era injustificable, mientras que ahora los lectores llegamos a identificarnos con Hannibal Lecter porque, a pesar de que es un psicópata, un asesino y un caníbal, es un ser cultivado, elegante, rico y gourmet. El “monstruo” de Frankenstein habría sido más feliz en nuestra época.

miércoles, octubre 25, 2006

Laura y Julio, Juan José Millás

Seix Barral, Barcelona, 2006. 190 pp. 17,50 €

Luis García

Hasta dónde se puede mentir sin cometer un delito (página 47) se pregunta un tanto desconsolado el protagonista de la ultima novela de Juan José Millás, Laura y Julio. Y es que una vez más estamos ante la historia de una impostura, de esas que tanto gustan al Millás de los artículos periodísticos, pero también al de las novelas, en las que la falsedad de sus personajes no es sino un juego más a añadir a su particular visión de lo que esconden: por ejemplo, esos armarios comunicantes entre sí. Laura y Julio son a todas luces una pareja corriente, amiga de sus amigos y sobre todo buenos vecinos. Manuel, por otra parte, es ese vecino que todos quisiéramos tener cerca de nuestras vidas: amable, cordial... Pero el infortunio quiere que Manuel entre en coma justo cuando la relación de Laura y Julio comienza a hacer aguas. La inevitable separación de la pareja, llevará a Julio a adoptar paulatinamente la personalidad de su vecino al disponer de las llaves de su piso, a usurpar sus costumbres y a transformarse cual Gregorio Samsa en un diabólico insecto. Hasta que un descubrimiento sobre su exmujer le hace comprender que en realidad forma parte de un engranaje cuyo destino ya estaba escrito. Laura y Julio es la recreación de una impostura, pero también la de una frustración. La de una mujer afligida que se enamoró de la persona equivocada, y la de un marido atormentado que descubre la verdad desde el otro lado del espejo. En esta ocasión desde internet, cómo no. Sin duda, y aunque muchos lectores opinarán lo contrario, estamos ante el mejor Millás de los últimos años, algo que puede sorprender sobre todo a quienes le seguimos diariamente en los diferentes medios de comunicación en los que colabora.

martes, octubre 24, 2006

Conversaciones con Goethe, Johann Peter Eckermann

Ed. y trad. Rosa Sala Rose. Acantilado, Barcelona, 2006. 1003 pp. 46 €

Andrés Neuman

Hace unos meses tuvimos la dicha de ver cómo se publicaban en Acantilado, impecablemente traducidas, las infinitas Conversaciones con Goethe de J. P. Eckermann, que siendo un aprendiz tuvo trato cotidiano con la bestia primigenia de las letras alemanas durante su última década de vida. En principio, estas apasionantes conversaciones (que Nietzsche calificó, con la exageración de un Zaratustra, como el mejor libro publicado en Alemania) arrojan un inventario de observaciones geniales y un compendio de la estética de Goethe, narrados por su privilegiado interlocutor. El don analítico del creador de Werther brilla en cada página, convirtiendo cualquier objeto en teoría general. Pero, sin ser esto poco, el libro ofrece mucho más. Siguiendo la estructura de un diario donde cada entrada narra un encuentro con el maestro, Eckermann no sólo compuso un tratado goethiano, sino una novela en marcha que ensaya una y otra vez su cometido imposible: retratar definitivamente al personaje, encontrarle el perfil decisivo a «un diamante de múltiples facetas que refleja un color distinto en cada dirección». Hay además un tercer nivel en la obra, que vuelve su lectura deliciosa y casi perversa: cuanto más se afana Eckermann en describir a Goethe, más autorretratado queda él.
La relación Eckermann-Goethe escenifica las vanidades distintas del maestro y el discípulo. Goethe, hábil manipulador social y pulpo sentimental para quien todo corazón es un laboratorio, no deja de arrastrar a su discípulo hacia los territorios que más le convienen, utilizándolo para confirmar sus ideas, haciéndole innumerables encargos o apartándolo de toda influencia que escapase a su control. A su vez, Eckermann convierte al maestro en un espejo doble: Goethe no sólo es un modelo, sino un río donde contemplarse. Y un medio inmejorable para hacerse un nombre. Eckermann llega a Weimar con un plan de asedio, adula a Goethe y se gana su favor con muy poca inocencia. En este duelo de vampiros, el aplicado alumno se somete al maestro para sorber su sangre, y el anciano se deja exprimir sabiendo que la fuerza de ese joven le será necesaria para concluir sus trabajos. Desde extremos opuestos de la vida, los dos son Fausto y experimentan la ansiedad del tiempo. De este modo, no es extraño que la descripción necrófila del cadáver de Goethe parezca sacada de una novela gótica: enamorado, triste y victorioso, el discípulo había sobrevivido al cuerpo del maestro, a costa de cargar por siempre con su ilustre fantasma.

lunes, octubre 23, 2006

El poder de una decisión, Arturo Padilla de Juan

Premio Jordi Serra i Fabra 2006. SM, Madrid, 2006. 111 pp. 7 €

Ángeles Escudero

Arturo Padilla (Granollers, 1988) fue el ganador de la primera edición del Premio Jordi Sierra i Fabra para jóvenes escritores 2006 con El poder de una decisión, obra elegida entre los siete finalistas previamente seleccionados de entre los setenta y ocho originales procedentes de toda España, y de otros países como Colombia, Ecuador, Nicaragua y Estados Unidos, la mayoría escritos por chicos y chicas de entre quince y dieciséis años de edad, según información facilitada por la editorial.
El poder de una decisión es una trepidante novela realista y de intriga sobre la amistad, el acoso escolar y el racismo. Para sus antiguos amigos, Sebastián es ahora un ser despreciable, un esquirol, y El Gato y los suyos le hacen la vida imposible. Antes, Sebastián era uno de ellos, pero eso fue hasta una noche en la que ocurrió algo que todos quieren ocultar. Desde entonces sus antiguos amigos, que son cabezas rapadas, le acosan y le hacen la vida imposible para recuperar algo que les incrimina. Hasta aquí el breve resumen de la trama pero decir sólo esto sería sintetizar en exceso, y una primera novela escrita a la edad que tiene su autor (18) merece que le dediquemos más atención.
El título que elige Arturo Padilla es muy sugerente, porque nos adelanta la acción y es contundente. Le acompaña una portada en la que el desafío está presente en los rostros de la ilustración.
Como es de esperar, nuestro autor organiza la novela en capítulos, lo cual le facilita el trabajo porque le permite dosificar la información que va aportando al lector, y le permite, a su vez, cambios de escenario y de tiempo sin muchas complicaciones. Por ejemplo cuando hace algún flash back necesario para ir entendiendo la trama, ya que hay un suceso anterior al momento presente en el que comienza a narrar y que es el origen y el detonante de los conflictos del protagonista. Los párrafos son cortos, y el estilo sencillo y directo. El hecho de que dé pocos rodeos a las cosas, hará que los lectores y lectoras de la novela que, paradójicamente serán tan jóvenes como su autor, lean El poder de una decisión con mucha facilidad. Arturo Padilla intenta no dejar nada en el aire o sin justificar, y ese exceso de celo no es sino fruto de su inquietud por explicarlo todo.
También acierta en el arranque de la novela. Es bien sabido que una buena frase como comienzo dice mucho de quien la escribe. Después, el desarrollo es coherente y la historia sólida. En cuanto a si es creíble, no podemos negarle que es actual. Todos los sucesos son creíbles, no tendríamos más que abrir un periódico para ver reflejada en alguna noticia esta realidad. Quizás lo más sorprendente sea el cambio radical que experimenta Sebastián. El protagonista pasa de ser un skin, a un defensor de la igualdad y la tolerancia, y la evolución queda un tanto diluida. Aunque, en honor a la verdad, se debe decir que este jovencísimo escritor intenta que su protagonista tenga luces y sombras, y consigue que no sea un personaje plano. Un ejemplo de esto que queremos decir, lo tenemos en la contestación que le da en la página cuarenta y ocho a Ahmed, un marroquí que trabaja en el campo y con el que entabla una amistad como mínimo peculiar. Ahmed sí es demasiado bueno, es incluso el referente positivo de la novela. No sé si el objetivo de Padilla de Juan es utilizar la literatura como transmisora de valores, pero consigue serlo. El intento de moralizar nivela una balanza ocupada por situaciones tan cotidianas ya, como la discriminación, el acoso escolar o el racismo. Por eso no es sólo valiente el tema que aborda, sino la forma de hacerlo.
Una cuestión que no puedo dejar de señalar es que en esta novela no hay referencias al amor. No hay ni un solo enamoramiento por parte de nadie, es más, no hay ni una chica, ni un beso, ni un encuentro o desencuentro. Y no deja de sorprender en una novela juvenil, esta ausencia de amor romántico. Pero, más aún, no hay personajes femeninos de peso, ninguno, a excepción de breves apariciones de su madre y una referencia muy de pasada a una profesora.
Para el final hemos dejado la cuestión del desenlace. Arturo busca un final impactante, y aquí no se puede dejar de ver cómo pertenece a la generación de la comunicación audiovisual. Es pues un final muy cinematográfico, de película. Así que… THE END.

viernes, octubre 20, 2006

Todos han muerto. Poesía completa 1971-2006, José Barroeta

Candaya, Canet de Mar, Barcelona, 2006. 460 pp (+CD). 22 €

Doménico Chiappe

Me gusta esta frase de Pound: «Literatura es el lenguaje cargado de sentido» y, con la luz de la sabiduría literaria de este poeta norteamericano, quiero hablar del poeta venezolano José Barroeta, cuya poesía completa, Todos han muerto, ha sido editada en España por Candaya. Escribo este artículo para hablar de la poesía de José Barroeta al compás de Ezra Pound.

Dice Pound que una clase de lenguaje comienza por ser una imagen.
«Hago el amor bajo la sombra del escorpión», responde Barroeta en su poema "Primer Mundo".
El libro, de casi 500 páginas, es presentado por uno de los poetas vivos cuya obra comienza a recorrer el sendero de la literatura de culto, Eugenio Montejo: «Se trata de una voz que habla con cordial naturalidad, sin condescender con la garrulería que cierto exteriorismo poético mal asimilado había puesto en boga entonces (principios de los sesenta) con sus previsibles resultados». Y a las páginas, al cantar del lector, le puede acompañar la propia voz del poeta, registrada en un CD de 28 minutos, que acompaña esta edición.
Dice Pound: «En el mundo contemporáneo no tiene demasiada importancia por dónde comience uno el examen de un asunto, mientras dicho examen se sostenga hasta el extremos de volver al punto de partida. (...) es preciso proseguir hasta haber contemplado dicho objeto desde todos los ángulos posibles».
Y Barroeta inicia un movimiento de traslación sobre el amor no romántico (aunque Montejo afirma que la muerte, la familia y la comarca son elementos definitorios de su obra) en su primer libro, "Todos han muerto", de 1971; y finaliza en Enero 4 y 30 A.M. con ese amor que pervive incluso cuando la muerte, que ha planeado toda la obra, como intrusa en el alma humana, se adueña, al fin, del cuerpo:


Soñé contigo.
Nos tendieron desnudos en la mesa de
Lección de Anatomía.
No pudieron arrancarnos las nubes del cuerpo


Sigue Pound: «Buenos escritores son los que mantienen la eficiencia del lenguaje, esto es, los que lo mantienen exacto y claro».

Y Barroeta demuestra:


Quedo de nuevo grabado en la locura
de mi madre. El sol se mueve, mas no sé
para qué sirven las llaves del vientre, los santos,
todo lo que fue mi casa
en el amanecer.
Los patios aparecen destruidos. Es la edad de la derrota
en mí,
el diablo otra vez con sus látigos a medianoche
y ella, mi
madre,
de pie sobre los muros,
recordando con ojos nerviosos la muerte
de mi hermana.
Vuelvo a la edad de las derrotas. Luego de haber amanecido en
los grandes festines, acompañado de cuanto quise y cuanto no entendí,
Me
encuentro sin polvaredas y sin flores
Medio roto de querer volver.
Mi
madre pasa por los cuartos. Revisa el color de la luna en mi corazón,
La
soga oculta a los veinte años por si venía la muerte
y me sorprendía con el
azul de la noche en la boca
(...)


Continúa Pound en “El ABC de la lectura”: «Hay tres clases de melopoeia, a saber, verso hecho para ser cantado, verso hecho para ser salmodiado o entonado y verso hecho para ser recitado».
Y Barroeta hace magia con la saturación del sonido:

Fuera de orden vivo por ti
Te recuerdo entre muros,
rosas,
himnos. Te miro en el convento
comiendo naranjas milagrosas,
ausente del
loco de junio de españa que soy
declamando en las tascas.
Díscolo y
entregado al vino,
pidiendo siempre más como su fuese desposado
de
canaán.
Fuera de orden,
Fuera del convento,
Vestido siempre de
pólvoras rojas
y verdes (...)


Barroeta llega muy adentro, con imágenes, con sonido, con el uso de la palabra exacta y el juego de sus combinaciones.

jueves, octubre 19, 2006

La hija de Jezabel, Wilkie Collins

Montesinos. Barcelona. 2006. 337 pp. 21 €

Marta Sanz

Decir Wilkie Collins (1824-1889) es mucho más que aludir a uno de los más brillantes autores de entretenimiento de la historia de la Literatura. Decir Wilkie Collins es hablar del autor de novelones como La dama de blanco, La piedra lunar o Armandale, y de exquisitas miniaturas como La mano muerta. Y lo primero unido a lo segundo significa que Collins es uno de esos escritores que consigue mantener en vilo al lector de antes y al de ahora, asumiendo riesgos que no caen nunca en la repentización de frases hechas y fundan una nueva relación entre el texto y su lector: La dama de blanco es un ejercicio de multiperspectivismo que no se queda en artilugio, sino que consigue hacer pasar desapercibida su carpintería y colocar al lector en “otro sitio” —uno del que no quiere salir— desde el que ha de enfrentarse, también de otro modo, a conceptos como la verdad, la mentira, la verosimilitud, la voz, la legitimidad o la intención de los relatos.
Leyendo a Collins, se entiende el significado del ansia y de la voracidad: una necesidad de sangre que me lleva a felicitarme a mí misma cuando encuentro una obra, que aún no he tenido el gusto de leer, firmada por este autor que colaboró con Dickens. Con Collins me siento más lectora que nunca y me doy cuenta de que a veces existe una fractura insalvable entre lo que uno desea leer y lo que se pone a escribir y de que quizás sea hora de tratar a nuestros lectores como nos gustaría que nos trataran a nosotros mismos y, a la vez, pedir a ciertos escritores que no se dirijan a nosotros como si fuéramos rain man, un autista, que espera siempre comprarse las camisetas en el mismo almacén y cumplir con los mismos ritos diarios para no ser presa de un desconcierto incómodo, casi aniquilador.
La hija de Jezabel es, por supuesto, una novela de misterio y de envenenamientos borgianos —no de Borges, sino de los Borgia—, recubierta por el caparazón sentimental de un amor socialmente difícil; un historia de misterio, en la que tememos que pase lo que efectivamente pasa y asistimos impotentes a la comprobación de nuestras peores y mejores sospechas: el tempo lento de las escenas culminantes contrasta con la vertiginosidad con la que el pasado y el presente cristalizan en el entramado narrativo; así ocurre en la resucitación de la viuda Wagner, donde Collins se adelanta a Valle o a Buñuel y, con una capacidad increíble para convertir el lenguaje en un instrumento de visualización, nos presenta: un depósito de cadáveres, una mujer muerta, un loco que jura que esa mujer va a despertar, el borracho vigilante de la morgue y, con ellos, Madame Fontaine, verdugo y víctima, angustiada, los cuatro encerrados, como si todo diera vueltas bajo el peso de la noche, los vapores del coñac y la terrible inminencia de una campanilla que anunciará que la muerta se ha levantado... Madame Fontaine es una Jezabel que, a diferencia de su referente bíblico, está hecha de claroscuros y es vulnerable tanto a causa de sus deudas, como de su instinto maternal: el amor de su hija, Mina, no la hace buena, pero la desarma; a veces, la repele. Los malvados de las novelas de Collins —como el Conde Fosco, de La dama de blanco— están tan bien pintados, con sus matices y sus veladuras, que resultan mucho más “ejemplares” —¿dignos de imitación?— que los buenos: esto proporciona una curiosa lectura moral de la obra de Collins. Otro personaje femenino, la viuda Wagner es el reverso claro de la Fontaine y, al mismo tiempo, un preanuncio de ese modelo de mujer eficaz, competitiva, inteligente, decidida y filantrópica en el que supongo que aspiran a convertirse ciertas empresarias contemporáneas que impostan los valores de un machismo y de un capitalismo tan salvajes, como indisolubles. La viuda Wagner, con su ética protestante, es implacable frente a las mentiras en las que Madame Fontaine va enredando a todos y a sí misma, apretando cada vez más el nudo sobre el inexistente huesecillo de su nuez. La viuda Wagner representa un modelo de bondad intransigente, quizás un poco repugnantito para la sensibilidad del lector contemporáneo —al menos de esta lectora— que se siente más solidario con las turbiedades de Madame Fontaine... Qué bien describe Collins sus bajadas de párpados, ésas que vuelven loco al entrañabilísimo señor Engelmann. Madame Fontaine es la manipulación, el secreto, el negro, las arañas; la viuda Wagner es el mirar a los ojos de frente, la obcecación, el fuerte apretón de manos, las promesas cumplidas, la luz, un símbolo del bien puritano que se encarna en una mujer emprendedora. Me da la impresión de que la una y la otra eran personajes pavorosos tanto para Collins —quien al menos se atrevió con ellas y con su atrevimiento las justificó en tiempos difíciles para las mujeres—, como para sus coetáneos, más aficionados a féminas como la dulce y sosísima Mina, con su cabecita bien amueblada, pero no molesta. La viuda Wagner tiene dos excentricidades simpáticas: pretende implantar el trabajo femenino en su empresa y adopta a un loco, Jack Straw, que se comporta como un perro y como un perro la vela en las puertas de la muerte. La eficientita señora, tan querida por Straw; por el narrador del relato, el señor David Glenney; y por el mismísimo Collins es una abanderada del cambio en el papel de la mujer y en las terapias psiquiátricas. Ésas son las dos píldoras sociales de la novela de Collins: una más de sus virtudes, junto con el entretenimiento y con la intrepidez literaria.

miércoles, octubre 18, 2006

Los árabes del mar, Jordi Esteva

Península. Barcelona, 2006. 480 pp. 20€

Julián Díez

A la hora de afrontar un libro de viajes, el lector intuye con cierta rapidez qué clase de viajero es el relator. Entre los notorios viajeros modernos, existen algunos perfiles bien definidos. Está el viajero que ya sabe lo que va a encontrar y busca confirmación a sus tesis, a lo Robert Kaplan; el viajero ingenuo que nos admite sus pequeñas torpezas y nos hace partícipe de sus desventuras, a la manera de José Ovejero o William Dalrymple; el viajero que actúa a modo de cámara como Paul Theroux o Christopher Isherwood; y el viajero de punto místico que interpreta casi todo lo que ve como Javier Reverte o Juan Goytisolo.
Jordi Esteva no acaba de inclinarse por ninguno de estos modelos, aunque comparta inquietudes con este último, se limite a escuchar como el tercero, se equivoque e improvise como el segundo y viaje en busca de satisfacer pulsiones previas como el primero. En los años setenta, partió a hacer un trabajo como fotógrafo en Sudán, y siguió sus impulsos para descubrir una faceta del pueblo árabe poco conocida: su condición marinera, que llevó a los habitantes de la península Arábiga a controlar el comercio entre Europa y China durante varios siglos.
Esteva recorre, en suma, las costas de Simbad. Escucha y suma vivencias en un territorio en el que raramente pensamos —las costas sur de Arabia, Omán, Yemen, Etiopía, Kenya, Zanzíbar…—, pero que de inmediato podemos identificar como parte evocadora de nuestros sueños infantiles. Asistimos también, en los primeros capítulos, a la progresiva maduración del fotógrafo Esteva como profesional que luego conseguiría prestigio internacional empeñándose en recoger lo que está más allá de lo obvio, y sumergiéndose de una manera que los actuales medios de comunicación —desinteresados por tener contenidos originales caros cuando pueden tener sensacionalismo barato— raramente pagan a sus colaboradores.
El principal acierto de este libro, que en ocasiones resulta algo moroso en la enumeración de circunstancias políticas, viejas historias y leyendas, está en la capacidad retratista de Esteva, plasmada en elementos que van mucho más allá de los visuales que serían propios de alguien de su profesión. En su relato, el viajero nos detalla muchas texturas, muchos sabores, muchos olores, recogiendo un mundo intensamente real y hoy, posiblemente, víctima de ese islamismo que él deja entrever como emergente en algunos momentos. Como fruto de esa sensorialidad, Esteva consigue hacer entender al lector unas buenas razones para su entusiasmo por el mundo que nos está descubriendo, y al que ha dedicado una parte sustancial de su vida profesional.
Aunque demasiado extenso, el libro es sin duda evocador y hermoso, con páginas que hacen suspirar por volver a echarse a la carretera con sólo una mochila a la espalda. También nos retrata un mundo diferente al nuestro, personas distintas, momentos singulares. Obtenida esa magia, el balance sólo puede ser satisfactorio.

martes, octubre 17, 2006

Cartas de la guerra. Correspondencia desde Angola, António Lobo Antunes

Debate, Barcelona, 2006, 432 pp. 22 €

Juan Marqués

Este libro, tal vez, no debería existir, pero menos mal que existe. María José y Joana Lobo Antunes han cometido la feliz indecencia de publicar, sin el permiso de su padre, las numerosas y breves cartas que éste envió a su mujer durante los dos años en que se vio obligado a ejercer como médico militar en la guerra de Angola, y el resultado es un libro estupendo que interesa e incluso conmueve por varios motivos.
Se trata, rotundamente, de un libro de amor, y por ello es injusto que casi todo lo que se está escribiendo y comentando sobre él atienda a esos pasajes más subidamente eróticos (e incluso algo más...) que, efectivamente, tienen enorme presencia en este epistolario (no escribo “correspondencia” porque no se publican las cartas de ella) pero que no constituyen su elemento principal, sino que son otro modo de expresar la soledad, el tedio, la nostalgia... La impaciencia sexual se alía con el miedo, el humor amargo, el insomnio, la necesidad de escribir, o la rabia y tristeza por no recibir más cartas, y todo ello acaba por dibujar muy eficazmente la rutina y el vacío de un hombre joven en una situación peligrosa, hostil y desesperantemente larga, mientras su mujer espera en Portugal y da a luz a su primera hija. “¡Qué triste es desear que el tiempo pase!”, exclama en lo que podría ser una expresiva síntesis del libro.
Por supuesto, hay formas de escape, y en todas ellas ya reconocemos el estilo del extraordinario escritor en el que se convertiría enseguida António Lobo Antunes, empezando por esas audacias sintácticas que tanto le caracterizan, y siguiendo por los brochazos de intenso talento poético que salen aquí o allá en todos sus textos. Se recurre continuamente al humor, aunque, dadas las circunstancias, son bromas, relatos anecdóticos y comentarios jocosos (algunos desternillantes) a los que se acude para no desesperar, para no sufrir demasiado, para seguir sabiéndose humano. Y está la propia escritura: le vemos trabajar en una novela diez o doce horas al día, corrigiendo continuamente, probando distintas versiones y descartando todas, convencido un lunes de estar escribiendo una obra maestra, y persuadido el martes de ser un absoluto inútil para la literatura. Y, finalmente, también le ayuda mucho el alcanzar pronto una sabiduría estoica francamente útil: “Una de las cosas que he aprendido aquí es a no sufrir por casi nada de lo que sucede”.
Por otra parte, en estas cartas hay también algo de novela de aprendizaje. Perdonadme la larga cita, pero es mucho más útil que cualquier cosa que pudiese comentar al respecto:
Empiezo a comprender que no se puede vivir sin una conciencia política de la vida: mi estancia aquí me ha abierto los ojos a muchas cosas que no se pueden decir por carta. Esto es terrible, y trágico. Todos los días me conmuevo e indigno con lo que veo y con lo que sé, y estoy sinceramente dispuesto a sacrificar mi comodidad —y algo más, si fuese necesario— por lo que considero importante y justo. Mi instinto conservador y acomodaticio ha evolucionado mucho y la aguja se desplaza, día a día, hacia la izquierda: no puedo seguir viviendo como lo he hecho hasta ahora.
Por encima, sin embargo, del humor “higiénico”, de la creación literaria, de la indolencia filosófica o de la evolución ideológica, está el recuerdo, la ausencia, la añoranza, que son los indiscutibles protagonistas del libro. Su autor sabe que, aunque larga, vive una situación provisional, pasajera, y va contando con ansia los días que han pasado y los que quedan. Las ganas de regresar mezcladas con un extraño aunque reconocible miedo al regreso: ¿Qué me encontraré a la vuelta? ¿Seguirá todo igual? ¿Seré yo siendo igual? Demasiadas preguntas para demasiada incertidumbre.
Bien leído, por tanto, el conjunto de estas cartas no carece de cierta épica, de cierta grandeza, de cierta sublimidad. Es cierto que la guerra en sí no tiene demasiada presencia, y que África no pasa de ser aquí un decorado al fondo que recibe mucha menos atención de lo que a muchos nos gustaría, pero los conflictos del hombre que escribe esos mensajes son en buena parte conflictos universales y eternos. El final de la juventud, la evidencia de la propia pequeñez, el comienzo de otro tramo de la vida, que pudiera ser el definitivo...
Un libro, en fin, que sin ser demasiado reflexivo invita continuamente a la reflexión, y que concluye convencido de algo que es muy importante recordar: que nada tiene mucha importancia.

lunes, octubre 16, 2006

Todos se van, Wendy Guerra

I Premio de Novela Bruguera. Bruguera, Barcelona, 2006. 285 pp. 14,50 €

Care Santos

Con esta novela en forma de diario íntimo, al parecer basada en su propio dietario personal, obtuvo la cubana Wendy Guerra el celebrado I Premio Bruguera, otorgado por ese tan discutible «jurado unipersonal» (discutible porque un jurado único es un juez, y el nombre, un eufemismo). La novela se divide en dos grandes bloques: una primera parte dedicada a las anotaciones de infancia de la protagonista, iniciada con 8 años y que abarca hasta sus 10; y otra correspondiente a la pubertad, titulada como “Diario de adolescencia”, en la que recuperamos a Nieve, la narradora, ya en los 15.
En la primera parte, Nieve —curioso nombre para una cubana: en las antípodas de la realidad de su país, pisando directamente terreno de ficción— cuenta los avatares de una vida semi nómada, muy perjudiada por la presencia de un padre alcóholico y violento y de una madre falta de personalidad para encararse a su exmarido y, en general, al resto de circunstancias que marcan su existencia. Nieve será la víctima de esta situación: no sólo recibirá brutales palizas de su padre sino que terminará en un hogar para niños abandonados, a punto de ser adoptada por Norma, una mujer de la que apenas sabemos nada en la ficción (y lo echamos de menos, no hubiera venido mal una redentora después de tanta infamia). Esta primera parte es la que más atrapa al lector, gracias a la vivacidad e intensidad con que la niña narra sus vivencias, aunque su voz resulte inverosímil en afirmaciones como: «Los niños son peores que los adultos porque no le tienen miedo a las responsabilidades» (pág. 95). Y también gracias al magnetismo de un territorio, Cuba, tan profusamente literaturizado, en el que nos encontramos como en nuestra propia casa, con evocaciones que van de Lezama a Cabrera Infante pasando por los inicios —aún prometedores— de Zoé Valdés o incluso a la heroína femenina del último Vargas Llosa. Una Cuba que existe en la realidad pero que cobra fuerza en lo se escribe sobre ella. Una Cuba que recita a Eliseo Diego y reverencia a Pablo (Milanés) y Silvio (Rodríguez) mientras mira a todas horas hacia Estados Unidos y el resto del mundo capitalista. Una Cuba que termina siendo política aunque sólo se hable de cómo luce el sol o cómo sopla la brisa.
La segunda parte de esta novela resulta algo más anodina: se nos narra el despertar sexual y afectivo de la protagonista, sus primeros desengaños y su incomunicación con su madre en lo que podrían ser los problemas de una adolescente típica y universal. Se pierde la intensidad antes conseguida, pero se gana en profundidad de la reflexión, en madurez del estilo y también en sentido crítico. Ahora la niña ya no narra con ingenuidad los tics —ridículos la mayoría— de la educación en la Cuba de Fidel Castro, sino que es la adolescente desengañada la que habla, desolada, de la constante que ha marcado su vida: la huida de todos cuanto la rodean. «Mi libreta telefónica está llena de rayas rojas. (…) Casi no hay gente conocida en la ciudad. Todos se van. Me dejan sola. Ya no suena el teléfono. Yo espero mi turno, callada.» (pág. 242).
De este modo, a través de la íntima mirada de esa única voz, Wendy Guerra retrata la situación de una generación entera de cubanos: aquellos para quienes sólo hay dos caminos: partir o ver partir. Todos sueñan con lo primero. Algunos, como la protagonista de estas páginas, no tienen más remedio que conformarse con lo segundo, no tienen más remedio que persistir «para siempre condenada a la inmovilidad» (p.285). Quedarse, pero escribiendo.

viernes, octubre 13, 2006

Inés del Alma mía, Isabel Allende

Areté. Barcelona, 2006. 367 pp. 22,90 €

María Pilar Queralt del Hierro

Isabel Allende, posiblemente por consejo de sus editores, forma filas junto a tantas otras escritoras actuales —entre las que me cuento— empeñadas en la ardua tarea de sacar del anonimato a tantas mujeres silenciadas por la historia. Lo hace en forma de biografía novelada y mediante un personaje apasionante y emblemático : Inés Suárez (1507-1580), la que fuera compañera de Pedro Valdivia en la conquista de Chile. Una mujer de armas tomar (nunca mejor dicho), con una personalidad muy determinada y a la que debieron mucho sus compañeros de aventura.
La conquista del imperio ultramarino se ha escrito siempre en masculino pese a que cientos de mujeres acompañaron a los conquistadores en su empresa americana. Fueron, en su mayoría, mujeres anónimas que se arriesgaban a cruzar el Atlántico sin esperar reconocimiento alguno. Todo lo más, mejorar su nivel de vida. Algunas de ellas—las menos— consiguieron sin embargo que su nombre pasara a la historia. Así, María de Toledo, esposa de Diego Colón y virreina de las Indias Occidentales; Juana de Zárate, nombrada Adelantado de Chile por Carlos V; Isabel Manrique y Aldonza Villalobos gobernadoras de la isla venezolana de Margarita, Inés Muñoz y María Escobar, pioneras en el cultivo del trigo en el Perú o Isabel Barreto quien acompañó a su esposo, Álvaro de Mendaña, a una expedición a la Melanesia y, a la muerte de éste, hubo de asumir el mando de una flota de cuatro navíos en el trayecto que unió las costas del Perú con la Melanesia. El viaje sirvió para descubrir las islas Marquesas y le valió a Isabel el título de Adelantada de la Mar Océana. Su aventura fue novelada por Pemón Bouzas en su espléndida El informe Manila (MR, 2004) y ahora le toca el turno a Inés Suárez, la costurera extremeña que se embarcó hacia el Nuevo Mundo siguiendo a su marido y allí encontró el amor en la persona de Valdivia y un lugar en la historia gracias a la fundación del entonces reino de Chile.
En la elección del personaje ha tenido mucho que ver, sin duda, el lugar de nacimiento de Isabel Allende, para quien Inés Suárez debió ser un personaje recurrente en los libros de texto y la memoria popular. Ahora, consciente de que la novela es un vehículo idóneo para reparar los injustos silencios de la historia, aborda el personaje con una soltura que el tratado historiográfico no admitiría. Sin faltar a la rigurosidad, Allende traza con imaginación y amenidad la epopeya de la conquista de Chile en un texto que, aun respondiendo a los parámetros biográficos, acaba por convertirse en una apasionante novela de aventuras cuyo interés crece a medida que la narración avanza y cobra intensidad.
Sólo puede objetarse una excesiva modernización de las mentalidades como si, al actualizar el lenguaje (la misma Allende lo justifica, aduciendo la complejidad del castellano del siglo XVI) se llevara a cabo una puesta al día de las formas de vida o relación. Pero, en cualquier caso, Inés del alma mía cumple su propósito y “resucita” a un personaje prácticamente ignorado en este lado del Atlántico. Lo hace, además, con amenidad, rigurosidad y una prosa excelente lo que, dado el panorama de la novela histórica actual, francamente se agradece.

jueves, octubre 12, 2006

Confesiones y memorias, Heinrich Heine

Alba, Barcelona, 2006. 182 pp. 12,80 €

Marta Sanuy

Resulta interesante leer estas Confesiones y memorias de Heinrich Heine por el tono coloquial y cercano que el autor eligió para escribirlas. La familiaridad con que trata los temas centrales de su época y a sus protagonistas son propias de alguien a quién la fama y la vida social no importan ya mucho, estando como está, en una fase avanzada de la enfermedad.
Comienza las confesiones a pesar de ser consciente de que «ni con la mejor voluntad de fidelidad puede una persona decir la verdad sobre sí misma». Y Heine es piadoso consigo, aunque crítico con su pasado acompaña cada observación con una justificación que le convence, nos cuenta cómo fue su familia y su educación jesuita, analiza su ateísmo juvenil y dedica muchas páginas a explicarnos su conversión religiosa al catolicismo, compara con profusión Alemania y Francia, nos cuenta los altibajos económicos de su padre, describe con detalle a su madre, a su esposa o a su tío.
No trata con la misma delicadeza al resto, se ceba en críticas y chascarrillos inanes protagonizados por personajes cuyos nombres han pasado a la historia sin pena ni gloria, o de otros, como Rousseau, cuyos amores e hijos ilegítimos hoy tienen tan poca importancia. Especial encono muestra contra Hegel y «la gris telaraña cocida de la dialéctica hegeliana» que tanto le sedujo de joven. Reconocemos en estas memorias un retrato de la vida literaria que nos suena: existían las mismas malas mañas en aquellos cenáculos que en estos, debe ser un mal endógeno del «mundo literario» que tantos egos inflamados choquen y se eleven enardecidos por anécdotas y anecdotillas que les agrupan y les enfrentan, leerlas en este libro puede hacernos reflexionar sobre lo poco fértil de esos amores y esos odios; nada sabe la historia de aquel amigo tonto de Hegel que compró muchos bastones en un día y a quién Heine dedica demasiadas páginas. Otra característica del pensamiento de Heine, que lamentablemente perdura en algunos ambientes literarios de nuestra época, es el machismo. Heine se ensaña con Madame Stäel, pero no limita su misoginia hacia esta mujer que publica libros, la aplica a todas: «cuando una mujer tienen conciencia pensante su primera idea es un vestido nuevo» dice, y ésta es sólo una de las perlas que dedica a nuestro sexo un poeta que está históricamente a la vuelta de la esquina.
Sigo recomendando este libro por lo bien que cuenta, sin tapujos, el estado de pensamiento y de conciencia de una época. Son sustanciosas las reflexiones sobre el romanticismo, sobre los cambios en la religiosidad y el detalle con que un conocedor del poder los interpreta; «Me he propuesto por tarea describir aquí a posteriori el origen de este libro y las variaciones filosóficas y religiosas que, desde su concepción, han tenido lugar en la mente del autor», dice Heine, y consigue su propósito.

miércoles, octubre 11, 2006

Cuadernos de un mamífero, Erik Satie

Trad. Carmen Llerena. Ornella Volta (ed.) Ilustraciones Charles Martin.
Acantilado. Barcelona, 2006. 179 pp. 6 €

Carol París

Como afirmaba Paul Valéry, la poesía es «la oscilación entre el sonido y el sentido». Al margen de la eufonía, la aparición de la escritura hizo desparecer la necesidad de un soporte musical que acompañara a la poesía. Ahora vemos cómo Erik Satie, con Cuadernos de un mamífero, vuelve a conectar la palabra poética con su componente sonoro inalienable en sus orígenes. Estructurado en cuatro apartados y un añadido autobiográfico, este recopilatorio de notas que Satie fue escribiendo a lo largo de su vida engloba sus impresiones acerca de la poesía y de la música. Riguroso a la vez que imaginativo, asistimos a un discurso que parece no avanzar: con un alto grado de elipsis, su lenguaje es a veces sugestivo, pero mayormente visual y cercano a lo absurdo; teniendo su parentesco con el juego infantil y con los “spiels” o escenificaciones del poeta, su estilo también entronca con el Jabberwocky de Lewis Carroll y con el nonsense de los limericks de Lear, siendo, precisamente, esta carencia de “sentido común” lo que le permite explotar al máximo la sonoridad y el ritmo de los vocablos. Asimismo, Satie trabajó en colaboración con el pintor Charles Martín —autor de las ilustraciones del álbum Deportes y diversiones reproducidas en esta edición— con la voluntad de relacionar la música no sólo con la literatura sino también con lo pictórico.
Si Baudelaire sostenía que «el genio es la infancia recuperada a voluntad», Satie equipara la música moderna con la imagen de un niño desobediente. Sus textos giran entorno a la esfera del juego, pero como todo juego requiere de unas reglas. Así, sus partituras se convierten en un texto poético-musical al incluir una serie de anotaciones que pretender crear una atmósfera que oriente al intérprete y ante las cuales, como lectores, sentimos perplejidad al ver trasgredidos los recursos formales propios de la escritura musical; descartando pianos, allegros y andantes, las «Indicaciones de carácter» que propone son del tipo: «Ligero, pero decente», «Moderado y muy aburrido», «Ignorar la propia presencia» o, directamente, «Haga como yo». Porque, aunque su enunciación se disfrace de cierto “overhead” es Satie quien dirige esta orquesta y quien no duda en advertir «A cualquiera: Prohíbo leer en voz alta el texto durante el transcurso de la ejecución musical.», algo que incumplió Schoenberg en una de sus actuaciones y que desató la ira del músico francés. El intérprete de Satie debe anular su propio yo y convertirse en un simple intermediario, en un mero ejecutor que no distorsione el “original” del que parte. Con dichas indicaciones no sólo se evidencia una interpelación al intérprete, sino también una introducción al hecho de la interpretación, entroncando, lejanamente, con las tesis de Lefevere, quien sostenía que, a diferencia de los críticos, «al traductor o a la traductora, que interpretan el texto de verdad, se les trata con desconfianza y falta de respeto porque se estima que desfiguran el texto».
No obstante, Satie también traduce todo un mosaico de obras; su discurso deviene un montaje de piezas musicales y de voces convenientemente dramatizadas; incluye fragmentos del libreto de Contamine de Latour, Upsud, letras de canciones más conocidas o bien parte del íncipit de algunas melodías populares, otorgándoles un nuevo contexto, reformulándolas mediante una armonía distinta. Para reseguir esta trama de vinculaciones, la edición de Acantilado va mencionando las composiciones musicales, propias o ajenas, que corresponden a cada fragmento, mediante un aparato de notas final.
Satie tiene plena conciencia de pertenecer a una tradición y mediante la parodia y el pastiche no sólo la caricaturiza, sino que también la sobrepasa; el compositor fabrica un imaginario irreductiblemente personal, pero no de una manera sometida, sino irónica. Su obra constituye —y es aquí donde descansa su verdadero interés— una subversión extrema de los códigos musicales clásicos seguidos por el gusto académico, aunque también opone resistencia a algunas de las tendencias musicales de su tiempo, incluidos ciertos compases de Debussy y de Ravel.
Los escritos y las piezas de Satie necesitan de un nuevo auditorio y evidencian la imposibilidad de sostener los principios de espontaneidad que sustentaban la práctica interpretativa de la música romántica. Anticipándose a la posmodernidad, Erik Satie abrirá el camino a lo que serán otros movimientos como el grupo fluxus, los minimalistas, los repetitivos o la música ambient. Con Cuadernos de un mamífero Satie nos revela su diferencia, nos muestra todo un carácter, y nos invita como lectores, como intérpretes, a hacer un salto imaginativo para volver a oscilar nuevamente entre el sonido y el sentido.

martes, octubre 10, 2006

Manual de literatura para caníbales, Rafael Reig

Debate. Barcelona, 2006. 311 pp. 19 €

Pedro M. Domene

La novela es un género donde cabe todo, afirmó Baroja, un juicio que no ha dejado indiferentes a propios y ajenos durante las últimas décadas, sobre todo cuando, periódicamente, se pone en tela de juicio el valor o la función de la novela o la narrativa en general, pero, una vez leído, este Manual de literatura para caníbales, de Rafael Reig (Cangas de Onís, Asturias, 1963), autor, por otra parte, de una obra narrativa atrevida y un amante de la literatura profunda, capaz de escribir un híbrido maravilloso como éste, porque lo que destila este texto es humorismo por todos sus poros y, aún más, porque sus impertinencias van más allá de cualquier manual de buenos modales, resulta que es la muestra de una inteligente visión de los espectros literarios que soslayarían cualquier equívoco a que nos llevara su título. Sólo así podríamos hablar, en una primera apreciación, de una obra narrativa, de una historia literaria con cierta visión crítica y con abundantes opiniones personales e incluso, insistiendo, podríamos ver en el libro un cierto aire de manual rancio que incluye propuestas de ejercicios complementarios y preguntas al terminar cada uno de sus capítulos, porque, para delimitar de una vez el género, lo que nos ofrece Reig es una novela, con varios protagonistas, como los Berlinchón que, a lo largo de los dos últimos siglos de nuestra historia literaria, evidencian, y de qué manera, su presencia en la misma y comienza su recorrido, a la par que los berlinchones, desde el Romanticismo hasta un anticipado siglo XXI, concretamente, en el año 2012 cuando las diferentes escuelas literarias inicien su particular guerra civil y ésta acabe con la literatura.
Reig advierte que novelistas y poetas, por hábito histórico, por fatalidad o por decisión propia, son siempre caníbales: se devoran unos a otros. Y con este planteamiento el autor se permite libre y sin prejuicios reconstruir parte de la historia literaria en la que autores y personajes parecen convivir, desde una evidente óptica paródica, sarcástica y humorística, vierte juicios de lector entendido en la materia, de docto enseñante y, sobre todo, de caníbal para ofrecernos ese otro manual, repleto de chismes literarios y extraliterarios con que divertir al público. El atrevimiento de Reig es tal que, además de los muertos evocados, se permite, y sin duda añade valor al libro, desmantelar algunas de las figuras actuales del panorama narrativo y cuantifica acerca de algunos fenómenos como movimientos literarios y generaciones, sobre todo del 98 en adelante, pasando por la espléndida del 27 y la larga postguerra española con la abundante nómina de tremendistas, realistas, neorrealistas, o metafísicos, con que se ha nutrido nuestra literatura. Pero lo curioso de este singular manual es que, al hilo de las valoraciones y juicios de valor, el autor se permite retratos literarios de no menos curiosidad inquietante acerca de maestros como Darío y Vallejo e incluso sobre Pepe Martínez, léase Azorín. Relata el proceso creativo de Gabriel García Márquez y sus Cien años de soledad, la posterior concesión del Nobel al colombiano, pero sobre todo carga las tintas en uno de los últimos capítulos titulado "La guerra de las dos Marías" que, como es el dominio común, se refiere a Fernando y a Javier, con la que uno podrá o no estar de acuerdo pero que desmantela algunos valores de una oficialidad con que se maquilla nuestra literatura, toda, la buena, la mala y la regular, y envanece a nuestros autores en sueños de gloria literaria.

lunes, octubre 09, 2006

El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer, Antonio Priante

Caoba. Barcelona, 2006. 141 pp. 12 €

Ada Castells

«Ya no me inquieta verme en el espejo», con este triunfo que sólo se puede alcanzar en la madurez empieza El silencio de Goethe. Se trata de imaginar —con base a una cuidada documentación— el último día de la vida de Arthur Schopenhauer. El filósofo alemán del XIX dialoga con su perro y hace un repaso de su vida y sus ideas en un tono íntimo, a veces inflamado; otras veces, humorístico; siempre, con toda la honestidad que puede reflejar el espejo frente a un hombre que ha aprendido a mirarse.
El libro nos permite adentrarnos en la mente de un creador y tomar pulso de sus grandezas y miserias. La tenacidad, el amor al trabajo, la plenitud de dedicar la vida a un proyecto están muy presentes. También la egolatría, la misantropía y, sobretodo, la inseguridad. Lo que más inquieta a Schopenhauer horas antes de su fin es que Goethe, su gran referente, no hizo ningún comentario del libro que él encuentra más fundamental de toda su filosofía. Schopenhauer no entiende su silencio y no se atreve a pensar que es un error de su maestro.
Priante sabe retratar todos los matices de este sentimiento de abandono del creador que al final de sus días ha logrado las alabanzas de las gentes más sencillas pero sólo ha alcanzado la indiferencia de los académicos, que aparentemente no le preocupan demasiado, y de Goethe, que le preocupa obsesivamente.
Sólo un autor que ha sufrido la incomprensión puede reflejar tan bien este trayecto hacia una obra sólida. Esto de la incomprensión no lo digo por un arrebato romántico que me empuje a la exageración. Priante ha tardado ocho años en encontrar un editor para esta magnífica novela sobre el alma de un escritor. Esta tardanza, desgraciadamente, da fe de su calidad.

viernes, octubre 06, 2006

Solo con invitación: Ángela Vallvey

Nacida en cautividad
IV Premio de Poesía Ateneo de Sevilla. Algaida, Sevilla, 2006. 105 pp. 12 €

Marta Sanz

Las casualidades a veces nos ayudan a leer los textos. Si hace poco, no hubiese conocido a una bióloga dedicada a la cartografía y, más concretamente, a la incertidumbre en las interpretaciones de los mapas, tal vez me hubiese costado un esfuerzo mayor arriesgar una lectura de Nacida en cautividad. También, en el mismo evento que a la bióloga-cartógrafa, conocí a una doctoranda en ciencias que estudiaba el estrés hídrico del alcornoque. Con mis dos nuevos conocimientos, aumenté mis perplejidades y volví a corroborar que las palabras significan cosas diferentes, según quién se apropie de ellas, y que las metáforas deambulan por los textos con sus huellas connotativas, que son como un mapa genético: las huellas a veces ayudan a la comprensión y, otras, la perturban. En este poemario se produce una curiosa mezcla de lo uno y de lo otro: se insinúa un proceso de conocimiento fuera de lo común, en el que, sin embargo, el lector reconoce sus propias iluminaciones fugitivas y, al mismo tiempo, cada imagen —las hay tan precisas como bellas— perturba, inquieta, siembra preguntas. En Nacida en cautividad, las alusiones científicas cobran sentido como reflejos de una visión movediza y paradójica de la realidad, frente a la que el lector no tiene la impresión de que le están estafando, encerrándole en un claustro de letras en el que lo que se dice ha de ser asumido, porque los códigos utilizados —los de la física, la astronomía, la hermenéutica, la mecánica cuántica...— no son accesibles y se usan como estrategias de alejamiento. Al contrario, casi se podría afirmar que Ángela Vallvey con su poesía divulga el tema científico y con el tema científico es capaz de articular metáforas que se aplican al intento de comprensión del deseo, del amor, de la muerte, del ansia de conocer y de conocerse que se encierra en el interior de cada ser humano. Quizás es que la autora ha tenido trato con muchas especialistas en el estrés hídrico del alcornoque o del almendro y ha sido capaz de interiorizar una forma de ver y de medir el mundo que, con sus mínimas inexactitudes, llena de filos los sentimientos, los pensamientos y las palabras que sirven para nombrarlos. Nacida en cautividad reflexiona, precisamente, sobre los límites, los condicionantes y las paradojas del conocimiento desde esa perspectiva del objeto y del sujeto que, a veces, se difumina: el experimento del gato de Schrödinger o el aserto de San Agustín («Si no lo crees, no lo comprenderás») colocan las ciencias exactas —la observación, la experimentación, la conclusión, los juicios sintéticos a priori— en un lugar que genera incertidumbre: un lugar que puede ser esperanzador, un alivio frente a la exactitud y a la imposibilidad de disentir, o al contrario, un espacio tenebroso, porque, en definitiva, nada puede saberse —¿ni sentirse?— con certeza. El poemario se compone de dos partes: en la primera, que da título al libro, el lector se enfrenta a una acepción, genéricamente marcada, del concepto de relatividad; relatividad de lo total y de lo parcial, de lo universal y lo doméstico, relatividad del amor y de la medida que cada ser humano toma para convertirse en agrimensor del mundo y darle un sentido a la existencia. María de Betania, una prostituta, la gata —que no el gato— de Schrödinger son voces-hembra de las que Vallvey se sirve tal vez para sugerir que la palabra de las mujeres acota mejor lo que aún no ha sido explicado, ya que es una palabra que hasta hace poco era silencio y quizás pueda verbalizar ese envés de las cosas que el discurso de los hombres ha escondido bajo la alfombra de los dignos saberes reglamentados. La poeta contextualiza cada voz (Francia, Lesbos, el siglo XIX, el arranque del siglo XXI) y esta necesidad de situar cada experiencia en su contexto vuelve a remite a la idea de relatividad y de la ucronía porque, al fin, en el relato de estas historias laten idénticas pulsiones: el deseo de sabiduría, de amor, la conciencia del abandono, la enfermedad, la vulnerabilidad frente a los horrores de la guerra, la venta, el amamantamiento de los hijos. Una constelación de miradas femeninas, superpuestas en el tiempo y en el espacio, que toman la palabra y que se relacionan con textos de la segunda parte del poemario como “La red del sistema”: tras la apariencia del caos, subyace un orden y, si hay sistema, hay una lógica y una unidad organizadora, que nos conduce a la pregunta sobre el origen, sobre el punto del que emana la lógica, sobre la medida del mundo: los versos se empapan de cierta meditación religiosa, que a veces calcifica en el eco del misticismo y que, más que con iconografías de altar o rastros bíblicos, tiene que ver con el sentido etimológico de ese “religare” que vincula al ser con la naturaleza; una naturaleza que, en este caso, es fundamentalmente estelar. En la segunda parte, se subraya ese lazo implícito entre religión y ciencia, ente espíritu y materia, entre emoción y carne, a través por ejemplo de la cita de Bergson con que se inicia: «El universo es una máquina de hacer dioses». Ángela Vallvey, con cada verso, desvela un afán de trascendencia que está cuajado de carnalidad, de labios que son «una madeja/ de venillas/ tronchadas de silencio». Al final, la “misión” de la vida es conocer o amar o, como se apunta en una cita de Stephen Crane, el hecho de existir no entraña ninguna obligación. De arriba abajo y de abajo arriba, del cielo al suelo («Yo dije: interroguemos/ al Sol/ por sus asuntos de brasero» comenta la gata de Schrödinger), de Kepler a la campesina que vive una guerra, toda especulación y cada palabra de este poesía son un intento de reconstrucción autobiográfica, de búsqueda del yo en el nosotros o en el todo. El poema final, “Cenit”, se abre con Demócrito y, entre sus imágenes, encontramos la de «construir un cielo»; otra vez, se conjugan lo mítico y lo material, el artefacto y la utopía. El cielo se desea, se describe y se nombra, se atisba con telescopios, pero esa actividad, ese cálculo, ese dibujo, no deja de provocar incertidumbre ni anula el misterio de las nebulosas o de los soles. Es más, suele incrementarlo.



Ángela Vallvey: «Ninguna de las tribus poéticas de este país me ha querido como socia»

—¿Qué género te produce mayores satisfacciones?
—Todos los géneros me producen, en realidad, grandes "insatisfacciones". Es por eso por lo que sigo insistiendo en ellos una y otra vez, una y otra vez... No podría elegir uno sólo de la misma manera en que no podría preferir mis manos a mis pies, mis ojos a mi boca. De todos modos, los géneros literarios son únicamente el tono, la melodía es la "voz" poética (si es que existe cosa tan inefable y exquisita) y para el que la tenga, desde luego.

—¿Crees que existe conexión —temática, de tono...— entre tu poesía y tu novelística?
—Supongo que alguna debe haber. Mi esquizofrenia no puede ser tan perfecta para que esa conexión no exista. Sin embargo, creo que con la poesía puedo gozar de mi yo más contemplativo, de la mirada fascinada con que observo el mundo material; ahí está mi placer ante tanta belleza como nos rodea y que pocas veces apreciamos como merece. En ocasiones digo que no sé por qué echamos de menos el paraíso teniendo a nuestra disposición esta Tierra... Eso es lo que desearía que hubiese en mi poesía: el loco e ingenuo afán de atrapar tanta maravilla. La vida, el mundo que habitamos, el cielo que nos rodea, me parecen un milagro, un delicado prodigio digno de ser "cantado". En la narrativa, por el contrario, doy rienda suelta a mi yo "moralista", ése al que el mundo de lo humano no le gusta ni un pelo.

—¿Qué hace falta para que decidas empezar un poema?
—No lo sé exactamente, sólo puedo decir que hay instantes en los que me quedo paralizada, con la mirada perdida, embobada por algo, en una especie de éxtasis ridículo que, sin embargo, me hace sentir extraordinariamente bien, que siento que me ennoblece. Entonces las palabras suenan como música en mi cabeza y, si hay suerte, se me ocurren un par de versos que, más tarde, puede que consiga redondear en un poema. Pero tiene que haber suerte, claro.

—Escribes poesía por... ¿necesidad? ¿de qué?
—La poesía es lo que me hace humana, solamente humana, pero también mucho más que humana. No necesitaría escribir poesía para sentirme poeta. Un poeta no tiene por qué escribir poesía necesariamente, tan sólo ha de saber apreciar la poesía que le rodea, verla brillar entre la mezquindad, la contaminación, la violencia, la basura, la estupidez. Hay mucha gente que es poeta y no lo sabe, que no escribe, ni siquiera lee, poesía, pero que a veces se queda perplejo en mitad de la calle, encandilado por la belleza de la luz, por la delicadeza del color del aire. Por supuesto, hay muchas clases de poesía "escrita", a mí me gustan casi todas. Pero mi favorita es, ya digo, la de la mirada.

—¿Te identificas con alguno de los grupúsculos en los que se parcela el mundillo de la poesía en España? ¿Y con el de la novela?
—Tengo muchos amigos novelistas, a todos ellos los quiero, los defiendo allá donde voy, y los admiro mucho. Pero no siento que pertenezca a ningún grupo porque hoy día no hay conciencia de "generación" o de tendencias en la narrativa española. Todos parecemos ir por libre. Y, en poesía, he repetido hasta la saciedad que ninguna de las tribus poéticas de este país me ha querido como "socia". Y eso que he estado abierta a todas las posibilidades. No ha podido ser. Lo más probable es que yo carezca de méritos. Hace años me sentía un bicho raro en ese sentido: mi nombre no aparecía en muchas importantes antologías (estoy en muy pocas), y casi nunca cuentan conmigo cuando se trata de actos relacionados con la poesía. Me mosqueaba bastante, la verdad, y con nadie en concreto, salvo conmigo misma. Poco a poco, aquella sensación de malestar desapareció por completo de mi cuerpo como un viejo resfriado: amo la poesía, leo poesía, gozo con ella, suspiro porque la poesía me ame a mí pero... francamente, todo lo demás me importa un bledo.

-Tu último poemario transmite una cierta tristeza en el lector. ¿Lo pensaste, al escribirlo? ¿Lo querías?
—Quizás lo escribí en una época de mi vida en la que la tristeza me parecía un sentimiento hermoso. Eso me salvó de la propia tristeza. Ahí estaba yo, sufriendo de melancolía al borde del agua como un antiguo poeta chino completamente borracho (y eso que yo no bebo). Tuve suerte de no caerme en el lago y chocar de cabeza contra el reflejo de la Luna...

jueves, octubre 05, 2006

El padre de un asesino, Alfred Andersch

Trad. María Ángeles Grau. Belacqva, Barcelona, 2006. 120 pp. 15 €

Fernando García Calderón

¿Se puede criticar con justicia la novela de un autor que no te cae bien? Éste era el reto para un tipo que se jacta de que sólo rechaza los libros mal escritos. Vosotros, lectores, juzgaréis.
Mi ojeriza se fundamentaba en la lectura del texto que W.G. Sebald le dedicó al ínclito Alfred Andersch en Sobre la historia natural de la destrucción, donde lo pone de vuelta y media. Lo resumiré con una alusión religiosa. Se peca de pensamiento, palabra, obra y omisión. Pues bien, la II Guerra Mundial y sus secuelas se plagaron de pecadores múltiples, con la conciencia bajo llave. No hace falta acudir a la reciente confesión de Günter Grass para entender la magnitud del problema individual y colectivo.
En consecuencia, la biografía de Andersch se hallaría maquillada para la mejor farsa, la que permite prosperar en sociedad hasta ser eso que algunos llaman «un autor bendito», protegido por el poder y sus aledaños. De hecho, un simple vistazo a las referencias que de Andersch se recogen en Internet lo situaría al borde mismo de la beatitud. Hasta participó en la génesis del influyente, en tantos sentidos, Grupo 47. No gozó, sin embargo, de la unanimidad que hubiese deseado: el excelso crítico Reich-Ranicki, cuando todavía no había ascendido a los altares mediáticos, también lo breó.
Todo eso lo dejo a un lado para centrarme en lo que importa: una novela cortita del señor Alfred Andersch, concluida apenas un mes antes de su muerte, que alcanzó una repercusión notable en la Alemania de principios de los 80. Una novela que describe minuciosamente una hora de clase de griego en un día de mayo de 1928. Un escenario, inocuo en apariencia, que Andersch sitúa en el instituto Wittelsbach, regentado por el señor Himmler, padre del Himmler que todos tenemos en mente. ¿El porqué de su éxito? Iré de lo particular a lo general, exponiendo mis argumentos:
1) Porque es una obra escrita con destreza e intención, donde unos brochazos acerca de la estricta educación de la época, las difíciles relaciones del clasista director del centro con su vástago y la irrupción del nazismo permiten a los más fantasiosos pintar una parábola sobre lo que se nos avecinaba. Los intelectuales alemanes cayeron seducidos por un título tan hermoso como impreciso (El padre de un asesino) en un momento idóneo, tras un quinquenio marcado por las muertes de los “Baader-Meinhof” y las divisiones ideológicas. El propio Andersch apunta algunos colores para ese cuadro en el apéndice a la novela que incluye el libro.
2) Porque refleja con eficacia y rigor los sentimientos de muchos alumnos que aprendieron con el lema «La letra con sangre entra». Y no me refiero exclusivamente al castigo físico, sino, y de manera principal, a la punición que desemboca en el sentido de culpa. Son muchas las generaciones que la sufrieron. En Alemania y en toda Europa. Yo mismo, avanzado en la cuarentena (como una enfermedad de la que no me he repuesto), la padecí y, a ratos, la gocé.
3) Porque su escritura está medida con precisión de relojería helvética (en Suiza vivió Andersch desde 1958 y allí murió), ajustada a la historia que se pretende contar, generando las dosis apropiadas de intriga, incrementando paulatinamente la tensión hasta encontrar el único desenlace posible. No os dejéis engañar por algunos deslices de la traducción; la técnica y la forma están al servicio de un relato redondo, que copa nuestro magín de modo que la hora de clase transcurre en nuestro propio cuerpo, sometido a la disciplina de un incómodo pupitre. El pensamiento del alumno Franz Kien llega a fundirse con el del lector. No importa que se trate de una áspera lección de griego. Hay instantes en que uno se muerde las uñas, ansioso de que suene el timbre y concluya la clase, para de inmediato borrar esa idea porque, indefectiblemente, supondría la finalización de la historia.

Apostilla con red: Si con lo dicho no he logrado mostrar que el valor de la novela está por encima de las afinidades personales de este equilibrista aficionado, guardo un último as en la manga para hacerme perdonar la caída. Alfred Andersch cuenta en su haber con uno de los títulos más hermosos que recuerdo (hablo sólo del título; lo que va detrás no lo he leído, aunque Destino lo publicó en 1959): Zanzíbar o la última razón. No os lo creeréis, pero llevo un año con cuatro de esas cinco palabras en mi cabeza, dispuesto a plantarlas en la obra que estoy escribiendo, y en julio, informándome sobre este Andersch de mis desamores, descubrí que no eran mías. ¿Hay algo que odie más un autor?
Para amantes del dato que sepan alemán, la Freie Universität de Berlín proporciona diversos enlaces:

miércoles, octubre 04, 2006

Ciudadano romano, Antonio Portela

El Gaviero. Almería. 2006. 118 pp. 14 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Cuando me llamaron para proponerme realizar una antología de la joven poesía andaluza, nada más colgar el teléfono ya era consciente de que dos nombres debían formar parte de ella (añado que también los seleccionaría para una supuesta antología nacional). Uno de ellos era Antonio Portela. La fuerza, el empuje del yo de su poemario ¿Estás seguro de que no nos siguen? me habían calado hondo, hasta el punto de poder recitar de memoria alguno de sus fragmentos. Pocas veces he encontrado tal autoafirmación y convencimiento en unos versos, menos aún con una sinceridad tan brutal como delicada.
Menciono esto en parte porque uno tiene su corazoncito e inexplicablemente este dato, su inclusión en esa antología, se ha obviado en su breve nota biobibliográfica (aún más inexplicablemente sólo ha sido convocado para otra más, Inéditos de Ignacio Elguero, y menos inexplicablemente —porque cincela con calma y lentitud su obra— sólo ha publicado el poemario ya mencionado y un par de plaquettes que no ofrecen material nuevo). Pero sobre todo para dar cuenta de que el pulso de la escritura poética de Portela me subyugó hasta el punto de hacerme fantasear con ser él, ya que a falta de estar metidos en su piel sólo nos permite a sus lectores atisbar cómo percibe y cómo medita, intuir los mecanismos básicos gracias a los que se mueve su inquieta conciencia.
El molde elegido para este su segundo libro (¿o fue éste el que eligió la forma en que presentarse?) es un diario, el de los meses que vivió becado en Roma. Sigue fiel, por tanto, a la composición de su particular autobiografía, pero este subgénero permite además que todo lo que el ciudadano Portela va narrando adquiera un aspecto más sólido, más real, ya que se va descubriendo, iluminando, progresivamente. Pero no nos engañemos: Portela es un poeta (él mismo declara que lo es, por encima de la noción de escritor, en estas páginas) y su particular éxtasis ante determinados monumentos o detalles minúsculos se expresa naturalmente con ese intuir más que saber, esa ingenuidad clarividente que conservan los elegidos. A ratos se asemeja al Juan Ramón que en Diario de un poeta recién casado recoge sus impresiones sobre Nueva York, pero lo atrayente es la combinación de esos momentos de plena prosa lírica con otros en los que retrata con notable terrenalidad y encanto a los diversos personajes secundarios que se cruzan por su camino, por no hablar del ir y venir del lenguaje más exquisito al más vulgar, marca de la casa. La impresión general es la de un libro de viajes en el que Portela hace de testigo parcial, en el sentido de que no busca lugares y situaciones concretas para analizar sino que más bien se las encuentra y las selecciona adaptándolas a su sensibilidad.
Por si no fuesen suficientes los vívidos frescos que nos presenta gracias a su innata capacidad de extraer imágenes evocadoras más allá de los límites físicos que nos proporcionaría mejor una simple (que no sencilla) fotografía, resulta que Portela posee un fino sentido para la ironía que es una de las mayores delicias de leerle, ya sea aplicado a la ciudad (como cuando al hablar del emplazamiento del Gianicolo hace decir a Garibaldi —o más bien a su estatua—: «Si he de morir en la batalla, quiero que sea frente al objetivo de las tiendas de recuerdos») o a diversos aspectos de su concepción artística (reconoce que «la mayoría de mis lecturas se han librado ya del copyright»). Hila muy fino Portela y obliga a sus lectores a seguir sus pasos.
Al llegar a la última página comprobamos cómo aquél que se proclamaba «griego en Roma» al comienzo de su aventura se convierte en «ciudadano romano» por derecho propio al volver a casa, eterna presencia de la ciudad de la que ya nos advirtió Cavafis. Está claro que el objetivo de su libro es, amén de dar bello testimonio de esa evolución personal y sus motivos, hacer que sus lectores aumenten el censo de esa capital del que fue el mayor Imperio al que poder cantar aún hoy.