Marta Sanz
Las casualidades a veces nos ayudan a leer los textos. Si hace poco, no hubiese conocido a una bióloga dedicada a la cartografía y, más concretamente, a la incertidumbre en las interpretaciones de los mapas, tal vez me hubiese costado un esfuerzo mayor arriesgar una lectura de Nacida en cautividad. También, en el mismo evento que a la bióloga-cartógrafa, conocí a una doctoranda en ciencias que estudiaba el estrés hídrico del alcornoque. Con mis dos nuevos conocimientos, aumenté mis perplejidades y volví a corroborar que las palabras significan cosas diferentes, según quién se apropie de ellas, y que las metáforas deambulan por los textos con sus huellas connotativas, que son como un mapa genético: las huellas a veces ayudan a la comprensión y, otras, la perturban. En este poemario se produce una curiosa mezcla de lo uno y de lo otro: se insinúa un proceso de conocimiento fuera de lo común, en el que, sin embargo, el lector reconoce sus propias iluminaciones fugitivas y, al mismo tiempo, cada imagen —las hay tan precisas como bellas— perturba, inquieta, siembra preguntas. En Nacida en cautividad, las alusiones científicas cobran sentido como reflejos de una visión movediza y paradójica de la realidad, frente a la que el lector no tiene la impresión de que le están estafando, encerrándole en un claustro de letras en el que lo que se dice ha de ser asumido, porque los códigos utilizados —los de la física, la astronomía, la hermenéutica, la mecánica cuántica...— no son accesibles y se usan como estrategias de alejamiento. Al contrario, casi se podría afirmar que Ángela Vallvey con su poesía divulga el tema científico y con el tema científico es capaz de articular metáforas que se aplican al intento de comprensión del deseo, del amor, de la muerte, del ansia de conocer y de conocerse que se encierra en el interior de cada ser humano. Quizás es que la autora ha tenido trato con muchas especialistas en el estrés hídrico del alcornoque o del almendro y ha sido capaz de interiorizar una forma de ver y de medir el mundo que, con sus mínimas inexactitudes, llena de filos los sentimientos, los pensamientos y las palabras que sirven para nombrarlos. Nacida en cautividad reflexiona, precisamente, sobre los límites, los condicionantes y las paradojas del conocimiento desde esa perspectiva del objeto y del sujeto que, a veces, se difumina: el experimento del gato de Schrödinger o el aserto de San Agustín («Si no lo crees, no lo comprenderás») colocan las ciencias exactas —la observación, la experimentación, la conclusión, los juicios sintéticos a priori— en un lugar que genera incertidumbre: un lugar que puede ser esperanzador, un alivio frente a la exactitud y a la imposibilidad de disentir, o al contrario, un espacio tenebroso, porque, en definitiva, nada puede saberse —¿ni sentirse?— con certeza. El poemario se compone de dos partes: en la primera, que da título al libro, el lector se enfrenta a una acepción, genéricamente marcada, del concepto de relatividad; relatividad de lo total y de lo parcial, de lo universal y lo doméstico, relatividad del amor y de la medida que cada ser humano toma para convertirse en agrimensor del mundo y darle un sentido a la existencia. María de Betania, una prostituta, la gata —que no el gato— de Schrödinger son voces-hembra de las que Vallvey se sirve tal vez para sugerir que la palabra de las mujeres acota mejor lo que aún no ha sido explicado, ya que es una palabra que hasta hace poco era silencio y quizás pueda verbalizar ese envés de las cosas que el discurso de los hombres ha escondido bajo la alfombra de los dignos saberes reglamentados. La poeta contextualiza cada voz (Francia, Lesbos, el siglo XIX, el arranque del siglo XXI) y esta necesidad de situar cada experiencia en su contexto vuelve a remite a la idea de relatividad y de la ucronía porque, al fin, en el relato de estas historias laten idénticas pulsiones: el deseo de sabiduría, de amor, la conciencia del abandono, la enfermedad, la vulnerabilidad frente a los horrores de la guerra, la venta, el amamantamiento de los hijos. Una constelación de miradas femeninas, superpuestas en el tiempo y en el espacio, que toman la palabra y que se relacionan con textos de la segunda parte del poemario como “La red del sistema”: tras la apariencia del caos, subyace un orden y, si hay sistema, hay una lógica y una unidad organizadora, que nos conduce a la pregunta sobre el origen, sobre el punto del que emana la lógica, sobre la medida del mundo: los versos se empapan de cierta meditación religiosa, que a veces calcifica en el eco del misticismo y que, más que con iconografías de altar o rastros bíblicos, tiene que ver con el sentido etimológico de ese “religare” que vincula al ser con la naturaleza; una naturaleza que, en este caso, es fundamentalmente estelar. En la segunda parte, se subraya ese lazo implícito entre religión y ciencia, ente espíritu y materia, entre emoción y carne, a través por ejemplo de la cita de Bergson con que se inicia: «El universo es una máquina de hacer dioses». Ángela Vallvey, con cada verso, desvela un afán de trascendencia que está cuajado de carnalidad, de labios que son «una madeja/ de venillas/ tronchadas de silencio». Al final, la “misión” de la vida es conocer o amar o, como se apunta en una cita de Stephen Crane, el hecho de existir no entraña ninguna obligación. De arriba abajo y de abajo arriba, del cielo al suelo («Yo dije: interroguemos/ al Sol/ por sus asuntos de brasero» comenta la gata de Schrödinger), de Kepler a la campesina que vive una guerra, toda especulación y cada palabra de este poesía son un intento de reconstrucción autobiográfica, de búsqueda del yo en el nosotros o en el todo. El poema final, “Cenit”, se abre con Demócrito y, entre sus imágenes, encontramos la de «construir un cielo»; otra vez, se conjugan lo mítico y lo material, el artefacto y la utopía. El cielo se desea, se describe y se nombra, se atisba con telescopios, pero esa actividad, ese cálculo, ese dibujo, no deja de provocar incertidumbre ni anula el misterio de las nebulosas o de los soles. Es más, suele incrementarlo.
Ángela Vallvey: «Ninguna de las tribus poéticas de este país me ha querido como socia»
—¿Qué género te produce mayores satisfacciones?
—Todos los géneros me producen, en realidad, grandes "insatisfacciones". Es por eso por lo que sigo insistiendo en ellos una y otra vez, una y otra vez... No podría elegir uno sólo de la misma manera en que no podría preferir mis manos a mis pies, mis ojos a mi boca. De todos modos, los géneros literarios son únicamente el tono, la melodía es la "voz" poética (si es que existe cosa tan inefable y exquisita) y para el que la tenga, desde luego.
—¿Crees que existe conexión —temática, de tono...— entre tu poesía y tu novelística?
—Supongo que alguna debe haber. Mi esquizofrenia no puede ser tan perfecta para que esa conexión no exista. Sin embargo, creo que con la poesía puedo gozar de mi yo más contemplativo, de la mirada fascinada con que observo el mundo material; ahí está mi placer ante tanta belleza como nos rodea y que pocas veces apreciamos como merece. En ocasiones digo que no sé por qué echamos de menos el paraíso teniendo a nuestra disposición esta Tierra... Eso es lo que desearía que hubiese en mi poesía: el loco e ingenuo afán de atrapar tanta maravilla. La vida, el mundo que habitamos, el cielo que nos rodea, me parecen un milagro, un delicado prodigio digno de ser "cantado". En la narrativa, por el contrario, doy rienda suelta a mi yo "moralista", ése al que el mundo de lo humano no le gusta ni un pelo.
—¿Qué hace falta para que decidas empezar un poema?
—No lo sé exactamente, sólo puedo decir que hay instantes en los que me quedo paralizada, con la mirada perdida, embobada por algo, en una especie de éxtasis ridículo que, sin embargo, me hace sentir extraordinariamente bien, que siento que me ennoblece. Entonces las palabras suenan como música en mi cabeza y, si hay suerte, se me ocurren un par de versos que, más tarde, puede que consiga redondear en un poema. Pero tiene que haber suerte, claro.
—Escribes poesía por... ¿necesidad? ¿de qué?
—La poesía es lo que me hace humana, solamente humana, pero también mucho más que humana. No necesitaría escribir poesía para sentirme poeta. Un poeta no tiene por qué escribir poesía necesariamente, tan sólo ha de saber apreciar la poesía que le rodea, verla brillar entre la mezquindad, la contaminación, la violencia, la basura, la estupidez. Hay mucha gente que es poeta y no lo sabe, que no escribe, ni siquiera lee, poesía, pero que a veces se queda perplejo en mitad de la calle, encandilado por la belleza de la luz, por la delicadeza del color del aire. Por supuesto, hay muchas clases de poesía "escrita", a mí me gustan casi todas. Pero mi favorita es, ya digo, la de la mirada.
—¿Te identificas con alguno de los grupúsculos en los que se parcela el mundillo de la poesía en España? ¿Y con el de la novela?
—Tengo muchos amigos novelistas, a todos ellos los quiero, los defiendo allá donde voy, y los admiro mucho. Pero no siento que pertenezca a ningún grupo porque hoy día no hay conciencia de "generación" o de tendencias en la narrativa española. Todos parecemos ir por libre. Y, en poesía, he repetido hasta la saciedad que ninguna de las tribus poéticas de este país me ha querido como "socia". Y eso que he estado abierta a todas las posibilidades. No ha podido ser. Lo más probable es que yo carezca de méritos. Hace años me sentía un bicho raro en ese sentido: mi nombre no aparecía en muchas importantes antologías (estoy en muy pocas), y casi nunca cuentan conmigo cuando se trata de actos relacionados con la poesía. Me mosqueaba bastante, la verdad, y con nadie en concreto, salvo conmigo misma. Poco a poco, aquella sensación de malestar desapareció por completo de mi cuerpo como un viejo resfriado: amo la poesía, leo poesía, gozo con ella, suspiro porque la poesía me ame a mí pero... francamente, todo lo demás me importa un bledo.
-Tu último poemario transmite una cierta tristeza en el lector. ¿Lo pensaste, al escribirlo? ¿Lo querías?
—Quizás lo escribí en una época de mi vida en la que la tristeza me parecía un sentimiento hermoso. Eso me salvó de la propia tristeza. Ahí estaba yo, sufriendo de melancolía al borde del agua como un antiguo poeta chino completamente borracho (y eso que yo no bebo). Tuve suerte de no caerme en el lago y chocar de cabeza contra el reflejo de la Luna...
MARTA: tu reseña me ha conmovido, es la más inteligente que he leído de todas las que mi poesía ha recibido hasta al fecha (lo cual, me doy cuenta, no sé si es decir mucho...) Estoy tan gratamente sorprendida y emocionada que sólo me queda preguntarte: "Marta, guapa, ¿cuánto te debo?"
ResponderEliminarfirmado:
ÁNGELA VALLVEY
"Un poeta no tiene por qué escribir poesía necesariamente, tan sólo ha de saber apreciar la poesía que le rodea, verla brillar entre la mezquindad, la contaminación, la violencia, la basura, la estupidez. Hay mucha gente que es poeta y no lo sabe, que no escribe, ni siquiera lee, poesía, pero que a veces se queda perplejo en mitad de la calle, encandilado por la belleza de la luz, por la delicadeza del color del aire."
ResponderEliminarQué gran verdad. Y en cuanto a tu reseña Marta, como siempre, exquisita.
Carlos
Yo no sé mucho de tribus poéticas, pero para mí Ángela Vallvey será siempre la poeta de una tribu maravillosa y éxtraña, que es la tribu imprevisible de los autores que publican en La Bolsa de Pipas, esa revista única en el mundo. Ángela, además, fue portada en el número de enero pasado de esta singular revista. En efecto, es una tribu mumerosa, más de 200 autores a lo largo de diez años, y sin embargo no ejerce influencias ni toca poder, no cierra puertas, no admite ni rechaza a nadie.
ResponderEliminarYo de Ángela estaría orgullosa de ver que una revista independiente y humilde como La Bolsa de Pipas aprecia su poesía.
Al anterior anónimo se le ve un poco el pelo, ¿no?
ResponderEliminar