Ed. y trad. Rosa Sala Rose. Acantilado, Barcelona, 2006. 1003 pp. 46 €
Andrés Neuman
Hace unos meses tuvimos la dicha de ver cómo se publicaban en Acantilado, impecablemente traducidas, las infinitas Conversaciones con Goethe de J. P. Eckermann, que siendo un aprendiz tuvo trato cotidiano con la bestia primigenia de las letras alemanas durante su última década de vida. En principio, estas apasionantes conversaciones (que Nietzsche calificó, con la exageración de un Zaratustra, como el mejor libro publicado en Alemania) arrojan un inventario de observaciones geniales y un compendio de la estética de Goethe, narrados por su privilegiado interlocutor. El don analítico del creador de Werther brilla en cada página, convirtiendo cualquier objeto en teoría general. Pero, sin ser esto poco, el libro ofrece mucho más. Siguiendo la estructura de un diario donde cada entrada narra un encuentro con el maestro, Eckermann no sólo compuso un tratado goethiano, sino una novela en marcha que ensaya una y otra vez su cometido imposible: retratar definitivamente al personaje, encontrarle el perfil decisivo a «un diamante de múltiples facetas que refleja un color distinto en cada dirección». Hay además un tercer nivel en la obra, que vuelve su lectura deliciosa y casi perversa: cuanto más se afana Eckermann en describir a Goethe, más autorretratado queda él.
La relación Eckermann-Goethe escenifica las vanidades distintas del maestro y el discípulo. Goethe, hábil manipulador social y pulpo sentimental para quien todo corazón es un laboratorio, no deja de arrastrar a su discípulo hacia los territorios que más le convienen, utilizándolo para confirmar sus ideas, haciéndole innumerables encargos o apartándolo de toda influencia que escapase a su control. A su vez, Eckermann convierte al maestro en un espejo doble: Goethe no sólo es un modelo, sino un río donde contemplarse. Y un medio inmejorable para hacerse un nombre. Eckermann llega a Weimar con un plan de asedio, adula a Goethe y se gana su favor con muy poca inocencia. En este duelo de vampiros, el aplicado alumno se somete al maestro para sorber su sangre, y el anciano se deja exprimir sabiendo que la fuerza de ese joven le será necesaria para concluir sus trabajos. Desde extremos opuestos de la vida, los dos son Fausto y experimentan la ansiedad del tiempo. De este modo, no es extraño que la descripción necrófila del cadáver de Goethe parezca sacada de una novela gótica: enamorado, triste y victorioso, el discípulo había sobrevivido al cuerpo del maestro, a costa de cargar por siempre con su ilustre fantasma.
Andrés Neuman
Hace unos meses tuvimos la dicha de ver cómo se publicaban en Acantilado, impecablemente traducidas, las infinitas Conversaciones con Goethe de J. P. Eckermann, que siendo un aprendiz tuvo trato cotidiano con la bestia primigenia de las letras alemanas durante su última década de vida. En principio, estas apasionantes conversaciones (que Nietzsche calificó, con la exageración de un Zaratustra, como el mejor libro publicado en Alemania) arrojan un inventario de observaciones geniales y un compendio de la estética de Goethe, narrados por su privilegiado interlocutor. El don analítico del creador de Werther brilla en cada página, convirtiendo cualquier objeto en teoría general. Pero, sin ser esto poco, el libro ofrece mucho más. Siguiendo la estructura de un diario donde cada entrada narra un encuentro con el maestro, Eckermann no sólo compuso un tratado goethiano, sino una novela en marcha que ensaya una y otra vez su cometido imposible: retratar definitivamente al personaje, encontrarle el perfil decisivo a «un diamante de múltiples facetas que refleja un color distinto en cada dirección». Hay además un tercer nivel en la obra, que vuelve su lectura deliciosa y casi perversa: cuanto más se afana Eckermann en describir a Goethe, más autorretratado queda él.
La relación Eckermann-Goethe escenifica las vanidades distintas del maestro y el discípulo. Goethe, hábil manipulador social y pulpo sentimental para quien todo corazón es un laboratorio, no deja de arrastrar a su discípulo hacia los territorios que más le convienen, utilizándolo para confirmar sus ideas, haciéndole innumerables encargos o apartándolo de toda influencia que escapase a su control. A su vez, Eckermann convierte al maestro en un espejo doble: Goethe no sólo es un modelo, sino un río donde contemplarse. Y un medio inmejorable para hacerse un nombre. Eckermann llega a Weimar con un plan de asedio, adula a Goethe y se gana su favor con muy poca inocencia. En este duelo de vampiros, el aplicado alumno se somete al maestro para sorber su sangre, y el anciano se deja exprimir sabiendo que la fuerza de ese joven le será necesaria para concluir sus trabajos. Desde extremos opuestos de la vida, los dos son Fausto y experimentan la ansiedad del tiempo. De este modo, no es extraño que la descripción necrófila del cadáver de Goethe parezca sacada de una novela gótica: enamorado, triste y victorioso, el discípulo había sobrevivido al cuerpo del maestro, a costa de cargar por siempre con su ilustre fantasma.
Lo malo es el tamaño, 1000 páginas, da un pereza...ya podrían haber hablado menos y dejarlo en 500 ;) no sé, en lugar de hablar tanto podrían haber ido al teatro, al cine o quizá disfrutar de un concierto. Pero claro, luego comentarían la película o la música y volveríamos a las 1000 páginas ;)
ResponderEliminarA esa novela gótica, aún le queda un epílogo: yo creo que llegará un día en que se habrá dejado de leer a Goethe; pero no estas conversaciones. Goethe perdurará sólo por Eckermann.
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