Juan Pablo Heras
No es rara la figura del creador que también se dedica a la crítica. Tampoco es sorprendente que un escritor compense la precariedad de los ingresos que obtiene de la venta de libros con la práctica más o menos frecuente de alguna forma más blanda u honda de reseñismo, valga el palabro, en diarios o suplementos culturales. Pero lo que resulta más refrescante, de puro insólito, es que ese creador explique con toda naturalidad cómo surgió su vocación de crítico desde la más tierna infancia. Y no como una confesión bisbiseada a media luz (“Sssh…, no se lo digas a nadie, pero a mí me gusta el trabajo que me da de comer…”), sino como una declaración de amor. Es casi un tópico obligado entre los escritores iniciar sus memorias con un entrañable capítulo en el que se recrean a sí mismos como tiernos infantes que juntan sus primeras letras y descubren el poder de la palabra. Y eso les concede cierta aura de santidad, porque un niño que escribe sus primeros versos es algo perfectamente serio. Pero un niño que escribe críticas teatrales para periódicos imaginarios resulta, no sé, un poco… raro. Y así se presenta Marcos Ordóñez en las primeras páginas de este libro. Y lo mejor de todo es que es tan consciente de lo excéntrica que parece su infancia que se decide a explotar su singularidad con el habitual sentido de la realidad (es decir, del humor) que le caracteriza.
En los primeros capítulos de Telón de fondo Ordóñez recrea, a golpe de párrafos breves medidos como con diapasón, el teatro de su infancia y primera juventud, en la Barcelona de los sesenta y setenta. Y lo hace desde un equilibrio impecable entre nostalgia y distancia, para devolverle al pasado el calor de lo entrañable con cuidado de que no se carbonice en la piedra de los mitos. El parentesco de estas páginas con su novela Comedia con fantasmas es evidente. Pero Telón de fondo no es un libro de memorias, o lo es sólo en la medida en que la crítica pueda entenderse como “una de las formas modernas de la autobiografía”, como dice citando a Ricardo Piglia. En otras palabras, que Ordóñez se despliega a sí mismo a lo largo de este ensayo enfocando su mirada sobre las múltiples facetas del poliedro teatral, con el respaldo de todas las referencias que han ido formándole a lo largo de los años. Ordóñez atesora un patrimonio de conocimientos que quiere compartir con nosotros. Y su capacidad para la síntesis le permite reunir varios libros en uno.
Uno de ellos consiste en una breve pero completísima historia de lo que ha sido el teatro español en los últimos cincuenta años. La lectura que hace de este periodo, en particular de los cambios en las formas de producción y financiación que han condicionado nuestra escena, llega hasta el extremo mismo en el que “escribe estas líneas”, en diciembre de 2010, con la certeza de que se está terminando una etapa y el futuro se ha vuelto invisible. Es una visión personal, claro está, pero valiosísima por su sensatez y porque está despejada de los habituales apriorismos ideológicos desde los que se suelen acometer este tipo de análisis, sobre todo si se habla de la sangrante dicotomía entre la iniciativa pública y la privada.
Otro de los libros vendría a ser una galería de retratos en los que repasa las distintas figuras profesionales que componen el mundillo teatral: actores, directores, autores, escenógrafos, productores, etc. En su mirada se percibe verdadero amor por estos oficios, aunque sólo sea por la ira que destila cuando describe los mil modos en los que estas funciones tienden a falsearse en honor del propio ego o de la gloria exprés.
Pero el libro que subyace a lo largo de todas las páginas de Telón de fondo, de un modo tan disimulado que a veces parece inconsciente, tiene que ver con el ejercicio en sí de la crítica de teatro. Ordóñez arrastra tras de sí tantos años de oficio que casi sin querer va dejando notas magistrales. En ocasiones, asoman una primera y una segunda persona insospechadas que dejan leer este libro como si se tratara de una especie de Cartas a un joven crítico teatral, aunque con un sentido del humor que le salva de competir con esos pelmazos que imitan a Rilke. Y por eso uno no puede dejar de reírse cuando lee comentarios que son guiños a otros críticos, pero también amables reproches a los que alguna vez hemos estado en un escenario. Por ejemplo, una verdad incontestable: el mejor día para que venga el crítico siempre es ayer.
Telón de fondo provocará deliciosas cosquillas en el profesional del teatro, que verá por fin todo lo que siempre había sospechado escrito negro sobre blanco. Y abrirá las puertas de un mundo mágico al que sólo se había asomado desde fuera. En cualquier caso, vale la pena. ¿Qué digo? ¿Pena? No, mejor dicho: vale por unos buenos ratos de placer.