viernes, octubre 31, 2008

Doble Mirada: La lección de anatomía, Marta Sanz

RBA, Barcelona, 2008. 300 pp. 18€.

1. Óscar Esquívias

Natalia Ginzburg lo sabía muy bien: hay una serie de palabras o comentarios que los adultos nos repiten durante nuestra infancia y adolescencia y que (sin que ellos sean conscientes) acaban marcando nuestra personalidad y nuestra forma de ver la vida. Por ejemplo, una madre puede decir a su hija cosas como: –Marta, no seas egoísta. –Esa niña no me gusta nada. –Deja eso, que no alcanzas. –Tienes que ser una persona independiente. Todo muy corriente, sencillo, casi banal, pero en ese «léxico familiar» está la clave de nuestra vida, de lo que somos. A menudo sin ser conscientes, durante toda nuestra vida vamos interiorizando, obedeciendo (o reaccionando) ante estas consignas ajenas que convertimos en propias. Hay ciertos escritores que, en un momento dado de su madurez, son capaces de reflexionar y de descubrir esos momentos del pasado en los que, bajo una apariencia cotidiana e inocente, se hallan las claves de nuestra personalidad, de nuestra forma de sentir y de entender el mundo. Esos escritores convierten su biografía en una novela en la que pueden ser narradores omniscientes pues poseen la información que les faltaba cuando simplemente eran personajes de su vida. Ahora pueden escribir desde la lucidez, desde la comprensión, desde un faro que ilumina el pasado. Y eso es lo que ha hecho Marta Sanz en La lección de anatomía. Aparentemente en esta novela la autora nos cuenta su vida desde la infancia hasta la actualidad. Digo «aparentemente» porque yo no sé si lo que narra es realmente cierto (como parece) o algo totalmente inventado, una recreación libre. Da igual; la importancia de este libro no radica en lo testimonial, ni en su fidelidad a lo vivido. Es una novela y sus valores son literarios. Marta Sanz nos va a narrar morosamente –y yo diría que amorosamente–, con extraordinaria atención y detalle, ciertos episodios aparentemente nimios de su vida, especialmente de su infancia, adolescencia y juventud. Se centra en esos periodos, pero lo hace siempre desde la perspectiva de la madurez: La lección de anatomía no es una novela de aprendizaje con golpes de efecto, con la autora disfrazada de colegiala impostando una voz ingenua. No. Esta novela es una introspección reflexiva narrada desde la experiencia, un ejercicio de racionalización y comprensión de lo que en su momento se vivió de forma natural e inconsciente. Marta Sanz lo hace con un estilo sobrio y poderoso, muy persuasivo, alejado de toda retórica y lleno de expresividad, con imágenes de gran poder plástico (como cuando describe el desnudo de una tía suya, sumergida en la bañera de casa: «El pelo del pubis flota como el musgo. Es un animal que se esponja y sube hacia la superficie para coger aire»); tiene un oído infalible para evocar el lenguaje oral, para sintetizar en una frase el carácter de un personaje; es capaz de convertir lo cotidiano en extraordinario, de dotarlo de un valor paradigmático que trasciende la anécdota personal. Yo admiro especialmente su capacidad para crear personajes. En La lección de anatomía demuestra una fecundidad casi barojiana, hay una miríada de secundarios que se asoman apenas unas líneas y nos deslumbran por su naturalidad, por la sensación de verdad que transmiten: tías que llegan de visita a su casa de Benidorm, un primo favorito que patina en una pista de hielo y desaprueba los amores de la protagonista, compañeros del instituto emocionados porque van de excursión a Almería y se van a ver unos a otros en bañador, la madre de una amiga que regenta una tienda de souvenirs, unos adolescentes que hablan por la noche bajo su ventana, un profesor que concede matrículas de honor a los alumnos guapos que llegan de provincias, un policía secreta que espía a las chicas que asisten a un concierto... Otros personajes tienen mayor desarrollo y hay dos extraordinarios: el de la madre y el de la protagonista (y narradora de la novela), que es la propia escritora o alguien que se llama como ella. Marta Sanz (hablo del personaje) es toda una creación. Es un personaje complejo: su inteligencia y su capacidad de racionalizar sus sentimientos no siempre la llevan a ser coherente. A menudo se autoimpone de forma casi enfermiza complacer a personas que en realidad le importan poco o cuya actitud desaprueba (una maestra, una amiga, una jefa, unos alumnos). A menudo su mundo interior entra en conflicto con el exterior: vive como si estuviera jugando, como si la realidad fuera algo ajeno y convencional, pero al tiempo se toma el juego tan en serio que puede llegar a sufrir. Es un personaje sincero y también –curiosamente– pudoroso: la sexualidad, la política, las inquietudes religiosas o existenciales (sin estar, ni mucho menos, ausentes) no merecen la atención tan detallada –a veces microscópica– que dedica, por ejemplo, a la amistad, al sentimiento maternal, a la competitividad o a las relaciones de dependencia o de poder. Esta novela (parafraseando de nuevo a Natalia Ginzburg) se podría haber titulado también «Léxico familiar», o «Léxico docente» (el mundo académico tiene gran importancia en la obra y en cierto modo es un símbolo de toda la sociedad y de sus reglas de autoridad, alienación y sometimiento), o quizá, más propiamente aún, «Léxico femenino», puesto que fundamentalmente la autora nos narra su relación con las mujeres: con su madre, la abuela Juanita, sus tías, sus maestras, sus amigas. Las figuras masculinas (el padre, su novio juvenil, su marido) pasan fugazmente por sus páginas y se mantienen en un segundo plano. Aparte de todo lo dicho La lección de anatomía es una de esas obras que entablan un diálogo con el lector: uno no puede permanecer impasible ante estas páginas, que invitan al recuerdo y la reflexión. He cerrado el libro muy conmovido. Yo le agradezco de corazón a Marta Sanz esta La lección de anatomía que, en realidad, lo es de literatura.

2. María Ruisánchez

La lección de anatomía de Marta Sanz es un ejercicio de honestidad en el que su autora tensa la cuerda de la realidad hasta convertirla en ficción. La novela bien parece una autobiografía sin tapujos de una vida cotidiana, verosímil… Normal. Pero es mucho más que eso, es una reflexión personal, una manera de ver el mundo desde la óptica de una mujer contemporánea que ha crecido pareja a la reciente historia del país. No hay nada en esta novela que nos saque de sus contextos, de esa España de los años 70, 80 y 90, que por otro lado tan magistralmente está retratada. Época que para muchos será el recuerdo de sus propias vidas y que a mí me lleva a las anécdotas de juventud de mis padres, repetidas tantas veces, acerca de la educación, la transición, los grises, la política… No obstante, estos hechos y escenarios fácilmente reconocibles, lejos de ocupar el primer plano en la novela, dejan el protagonismo a Marta, la niña inteligente y precoz, que se plantea la realidad, las relaciones, el comportamiento de los demás; la adolescente que se disloca por propia imposición o la mujer madura de palabra, tan coherente con la niña que fue.
Lo imposible en esta novela es no identificar a la autora con la protagonista, de hecho muchas son las casualidades: mismo nombre, mismo oficio, mismos gustos, misma edad… Así que podríamos concluir con la rotunda y evidente afirmación: la autora es la protagonista. Entonces estaríamos ante una biografía o unas memorias. No obstante, La lección de anatomía es más bien, un diálogo que hace Marta-personaje con Marta-autora con el corazón en la mano. Es lícito reseñar que la honestidad y sinceridad de la obra sitúan al lector en el papel de confidente. A éste, la escritora muestra su lado más sincero. Sin pudor mata sus propios demonios y rescribe una vida que tal vez necesitaba poner en papel a modo de terapia, como ella misma asegura hizo con otra novela. “Con ese amor, con mi segundo amor, comienza uno de los periodos más tristes de mi vida. Ya no tiene la menor importancia. Escribí un libro”.
A mí, que también comparto esa actitud de escribir para curar, me parece muy respetable hacerle llegar al mundo la historia cotidiana de una mujer reconocible, cercana, coetánea. Así otros podemos vernos reflejados y realizar también un ejercicio de sinceridad con nuestras propias vidas, pues ya lo dijo Tarkovski: “Las cosas no son como fueron, si no como las recordamos". No obstante, Marta Sanz va más allá de sus recuerdos, sopesa su vida con el empeño de un relojero que fuese encajando ruedas y tuercas, dientes y engranajes, recomponiendo sus recuerdos escrupulosamente, quizá para explicarse dónde está hoy, quizá para comprenderse o quién sabe, para convertirse en personaje de ficción y poder hablar de sí misma en primera persona sin engañarse, sin defraudarse.
Es obvio pues que el título de la obra, La lección de anatomía, como el cuadro de Rembrandt en el que se disecciona un cadáver, no es casual. La autora ha querido hacer lo propio con su vida. Con una narración del yo en primera persona se ha remontado a su infancia, sin poder evitar saltar del presente al pasado, hacer conjeturas, sacar cabos e hilar acontecimientos hasta llegar a los cuarenta años. Todo ello con una prosa tan certera como la disección de ese cadáver, que acierta y sobrecoge con descripciones tan realistas y vívidas, que cuesta no imaginarse los escenarios, las compañeras, los bares, Madrid, Benidorm, las calles… Ese escrupuloso análisis del yo y sus circunstancias nos ayuda a reflexionar sobre nuestro propio yo, al ver en el papel impreso la franqueza de la autora en reflexiones que a buen seguro nosotros nos hemos hecho infinidad de veces, pero que por el contrario, no nos hemos atrevido siquiera a repetir en voz alta


jueves, octubre 30, 2008

Casa de misericordia, Joan Margarit

Premio Nacional de poesía. Visor, Madrid, 2007. 149 pp. 10 €.

José Manuel de la Huerga

Es probable que la poesía sea tan sólo una cuestión de intensidad. Empiezo por el final, un interesante epílogo con que Margarit cierra su Casa de Misericordia. En él intenta reflexionar sobre las cartas trucadas de su baraja poética: poesía exacta y concisa, la contradicción entre soledad y reconocimiento público, reencuentro y asimilación de Romanticismo y Vanguardia, la poesía como caja negra donde nuestra soledad entra de una manera para salir más consolada, más feliz si se puede decir.
Confieso que la primera lectura del libro de poemas me sorprendió. Margarit es un maestro de ese raro ejercicio de concisión cargado de hondura, de ecos de melancolía. Consigue crear la atmósfera de la verdad como espejismo, y si vamos a analizar la urdimbre del texto, encontramos la cotidianeidad, la memoria, la voz familiar del viejo derrotado, como las columnas de esa construcción.
Volvemos a los poemas días después y uno siente que le han dicho todo, que su intensidad se dio completa en su primera lectura. Esto, aunque parezca tara, no lo es en esta manera de entender el poema como artefacto que nos regresa a un estado anterior que no existe: la falsa melancolía que es consuelo.
No es desdoro del poema, yo lo comparo con la música, que en palabras del propio Margarit, junto con la poesía son las únicas que le acompañan en la intemperie de la vida. Repetir una melodía nos trasporta al momento de su primera audición, y si falta alguien, si el momento contrasta en claroscuro con aquel otro del pasado, salta la chispa, se crea esa rara intensidad de la que habla el poeta. Margarit siempre lo consigue. El tono memorialístico, cadencioso, conversacional del vencido apunta en esa dirección.
Los poemas de Casa de Misericordia constituyen un ejercicio de recuerdos. El poeta se siente viejo en un tiempo duro de posguerra que le tocó vivir. Los hospicios son lugares, que a pesar de su frialdad, cumplen con la misión mínima de amparo, frente a la intemperie de la soledad, del hambre, de la represión. La ciudad de León, en invierno, un invierno lluvioso, en el patio de una de aquellas casas de misericordia, es un magnífico ejemplo de esto que venimos intentando señalar:

Bajo el gélido azul del cielo de Castilla,
como si la esperanza hubiese atravesado
la lluvia de la noche, oigo sus voces
y veo cómo juegan en el patio.
El sol de invierno
se acerca, maternal, a acariciarlos.
Miran con ojos de color de hospicio
esta alberca vacía del futuro,
pero sus pies contentos saltan
charcos de lluvia azules reflejando en el cielo
que esta invernal mañana les promete la vida.

La vida como pálido reflejo de la plenitud del cielo, el cielo frío de Castilla. Enseguida acude a la memoria del lector el último verso que encontraron en el bolsillo de la americana de Antonio Machado el día de su muerte en Collioure:

Estos días azules y este sol de la infancia

Margarit sabe que la lluvia, el frío, los trenes, el viajero que parte y que no vuelve, los diarios secretos de posguerra, el paseo solitario por una riera, configuran el mejor escenario para la tristeza consoladora. El recuerdo de la muerte de su hija Joana salta en forma de niña, de consuelo invertido, de habitación juvenil donde los padres viejos hacen las maletas para irse de viaje… He de decir, y esto es un asunto personal con la poesía, que un excesivo autobiografismo me aleja del poema, me parece exhibicionista, pero estos límites son borrosos, y debo seguir releyendo y pensando en ello.
Sin duda, en una primera lectura, la intensidad del poemario ha conseguido lo que pretendía: envolverme en la atmósfera de la posguerra española, llevarme al territorio del frío y de la lluvia, sinónimos de la vejez y de la muerte. Y, sin embargo, hay consuelo a esta intemperie, en la voz del poeta.

miércoles, octubre 29, 2008

Las manos pequeñas, Andrés Barba

Anagrama, Barcelona, 2008. 112 pp. 12 €.

Carmen Fernández Etreros

Sorprende y preocupa desde sus primeras páginas este libro breve de Andrés Barba Las manos pequeñas. El joven escritor, que ya impactó a los lectores con La hermana de Katia o Versiones de Teresa, se sumerge valientemente en el universo complejo del pensamiento infantil. Esta vez para descubrir la fría e inexplicable oscuridad de la violencia entre niños. Esa infancia cruel y grupal que recuerda a El señor de las moscas de William Golding, pero en la que los adultos representan solo sombras y palabras.
La vida de una niña, Marina de siete años, cambia repentinamente cuando sus padres mueren en un accidente de tráfico: «Tu padre murió en el acto, tu madre está en coma». La frase, estas once palabras, se convierte para la niña en una cantinela constante. Desde ese instante todo se tiñe con esas palabras. Palabras que repiten los adultos en el hospital: Los médicos, la psicóloga,... Ya no hay hogar, no hay casa, no hay habitación para ella sola, no hay padres. Todo se rompe: «Un segundo después ya se había quebrado. ¿El que? La lógica. Como una sandía sobre el suelo de un solo golpe». La niña de siete años se convierte en el acompañante mudo de una muñeca rota y todo se encierra en las palabras, en los nombres. «El nombre de las cosas nos asusta. ¿Cómo puede suceder que una cosa se encierre en un nombre y no salga nunca?».
Al salir del hospital Marina es trasladada a un orfanato. “Guapa” y “buena” se convierten ahora en las palabras de los adultos. La niña Marina de siete años se convierte en el anhelo y admiración del grupo de niñas. La que ha viajado más, la que más participa en clase,... La que tiene una cicatriz en el hombro, la que se sienta silenciosa en la esquina del patio en los recreos,... «Mi padre murió en el acto, mi madre en el hospital». La diferente. La diferencia. Admiración y odio se unen sin querer en la mente del grupo. Niñas sin nombre que se mueven en círculos sobre Marina. Una sola mente grupal y sinuosa. Marina no pertenece al grupo. Los adultos son testigos sordos y mudos. Marina sufre. Marina inventará un juego, un juego serio pero inocente para poder pertenecer al grupo, para ser una más,... Un juego brutal.
El escritor Andrés Barba medita y desgrana lentamente cada una de las letras, de las comas, de los pensamientos y silencios de Marina, de las palabras y acciones conjuntas del grupo de niñas, de las partes del cuerpo de la muñeca,... Se nota la minuciosidad del trabajo del narrador en cada una de frases de Las manos pequeñas como reconoce en los agradecimientos finales: “A pesar de la brevedad ha costado no pocos dolores de cabeza y numerosas reescrituras”. Las palabras elegidas reflejan los sentimientos complejos de esas manos pequeñas: El miedo, la envidia, el amor, el odio, la crueldad,... El resultado es un estilo trabajado y certero, un viaje siniestro a los pensamientos de la infancia, a ese lugar donde todo nace, la oscuridad y la luz, lo terrible y lo inocente. Un canto tan brutal como lírico al pensamiento de los niños. A la infancia encerrada en un nombre, en una palabra.

martes, octubre 28, 2008

El documento Saldaña, Pedro de Paz

Planeta, Barcelona, 2008. 425 pp. 19,95 €.

Miguel Baquero

Hasta donde yo llego, que tampoco es mucho, fue Robert Louis Stevenson quien formuló, en su forma moderna, el mito que pronto paso a convertirse en un universal. Hablo del mito de la isla del tesoro. La historia se inicia con un viejo documento, descubierto de pronto a la muerte de alguien que lo ha estado custodiando todo aquel tiempo; en dicho documento se encuentran las claves para encontrar un botín famoso, casi legendario, el no va más de los tesoros. Sobre esta base, se amalgaman otros elementos accesorios como “los malos” (por lo general, de aspecto grotesco) que quieren apoderarse de las riquezas que, nadie sabe por qué, todos damos por hecho que están destinadas a ser de “los buenos”; o como el hombre, por lo común joven o al menos muy poco picardeado por el mundo, y desde luego bien parecido, que ha de hacer uso de todo su ingenio y todos sus recursos para descifrar el misterio que conduce al tesoro, el cual pasa a constituirse, al fin, en su recompensa por haber escapado con vida de todos los peligros. Esta es la base de La isla del tesoro, sobre poco más o menos, y lo que la ha convertido en una de las obras fundamentales de la Literatura universal. Fundamental porque en ella está todo y porque, a partir de ella, se han llevado a cabo múltiples variantes (por lo común, de forma inconsciente).
La más famosa de estas variaciones ha sido, sin duda, El código Da Vinci, éxito comercial sin precedentes. El código… no es sino una adaptación del mito formulado por Stevenson. El principal valor de la novela de Dan Brown radica en que el tesoro que buscan los protagonistas no consiste en joyas, monedas, diamantes metidos en un cofre, sino que es algo relacionado con un secreto que ampliará nuestro conocimiento. De esta manera, el lector siente que lo que hay al final del camino, de la aventura, de las páginas, de alguna manera redundará en su propio beneficio, y no dudo que fue por este afán de acceder al tesoro por lo que, en todo el mundo, la gente se lanzó como fieras a por la obra, pasando por alto su valor literario y no importándoles que, al fin, lo que se desvelaba estuviese muy cercano a la obviedad. Los lectores ya se habían hecho a la idea de que al final iban a encontrar realmente un tesoro y poco les costó conformarse con una baratija. Ésta fue, en fin, la variación (genial, desde el punto de vista del marketing) que introdujo Dan Brown en la vieja historia de La isla del tesoro.
Una historia, quién lo duda, tan atractiva, tan profunda y radicalmente literaria, que sigue (y seguirá indefinidamente) produciendo versiones. La última es El documento Saldaña, de Pedro de Paz. En ella se encuentra todo lo básico e imprescindible para echar a rodar el mito: una muerte que lo desencadena todo, un viejo pergamino con la clave, un tesoro mítico, unos acertijos que resolverán el misterio, unos malos que quieren hacerse igualmente con el botín. Desde este condicionamiento, hay que observar que, por ejemplo, el nivel literario de De Paz, sin llegar, obviamente, al formulador del mito, al genio Stevenson, es casi infinitamente superior al de Dan Brown: El documento Saldaña está, de hecho, muy bien escrito, con unas descripciones muy cuidadas, unos diálogos convincentes y un ritmo sostenido y trepidante. En este sentido, es una buena y recomendable novela de aventuras.
En cuanto a la variación que introduce en el mito me parece también interesante. En El documento Saldaña, el buscador del tesoro (a quien en los últimos tiempos acompaña una chica) no es un personaje del todo inocente, sino que es algo así como un matón a sueldo. Su corazón es bueno, porque sin eso no podría armarse la fábula, pero su naturaleza está muy cercana a la del malo (en El documento Saldaña, el malo no tiene, eso resulta imposible, la altura literaria de un Long John Silver, pero tampoco es el ridículo Silas de El Código…, a quien, para que resulte odioso, Dan Brown recurrió a hacerle del Opus). El malo en la novela de De Paz es un mafioso ruso, y la escena final (tranquilos, no voy a destripar nada) en que dicho mafioso le hace ver al héroe que no son tan distintos, que la única diferencia entre ellos es que uno se refugia tras un escudo moral y el otro no, es, sin duda, lo mejor de esta novela y una variación de ley y bastantes quilates sobre el viejo y eterno mito.

lunes, octubre 27, 2008

Hombres salmonela en el planeta Porno, Yasutaka Tsutsui

Trad. Jesús Carlos Álvarez Crespo. Atalanta, Girona, 2008. 182 pp. 18 €

Julián Díez

Antes de entrar en materia, no puedo evitar una digresión amarga. El presente volumen se cierra con una interesante entrevista con el autor. En ella, menciona en un par de ocasiones como precursor de su trabajo al autor de ciencia ficción Robert Sheckley. Soy un gran seguidor de Sheckley, y puedo confirmarlo: sus temas son muy similares, y en cada uno de los volúmenes que se publicaron en España de ese escritor hay, como mínimo, dos cuentos mejores que los que aquí se nos presentan de Tsutsui. Sin embargo, no busquen en sus librerías recopilaciones de Sheckley. Fue un autor de ciencia ficción estadounidense especializado en relato corto: un maldito entre malditos, por tanto. Las mismas personas que me recomendaron este volumen que voy a reseñar serían incapaces de poner sus muy dignas manos sobre un libro de un autor de ciencia ficción de los años cincuenta. Hace más de 25 años que se publicó por última vez en España una recopilación de sus historias, pese a que poco antes de fallecer fue invitado de honor de la Semana Negra de Gijón. Supimos entonces —por lo que contaba, pero también por sus ajadas ropas de mercadillo— que prácticamente no tenía dónde caerse muerto. Qué lástima, qué desperdicio.
Conformémonos, pues, con la obra de este muy digno epígono que es Tsutsui, y alegrémonos de que una editorial heterodoxa nos ofrezca un muestrario de sus cuentos, al hilo de su edición en Estados Unidos. Activo desde hace cincuenta años, al parecer sumamente conocido y polémico en su país, Tsutsui se perfila de inmediato como uno de esos —posiblemente muchos— buenos escritores que deben existir en países con idiomas de difícil traducción. Sus herramientas son más fáciles de enumerar que de reproducir: tramas sorprendentes, poderío en la creación de imágenes surrealistas, buen ritmo, y un sentido del humor directo, en ocasiones un tanto grueso, muy japonés. Una lectura, pues, recomendable para cualquier aficionado a los libros como fuente de placer.
El más flojo de los relatos del volumen es, a mi juicio, el que le da título. Se sostiene en un montón de chistes verdes y la elaboración de una compleja ecología extraterrestre que no va a ninguna parte. Al ser el más extenso, pone en tela de juicio que la forma de narrar de Tsutsui se sostenga en mayor número de páginas; de hecho, las novelas de Sheckley son todas prácticamente un fracaso.
Quizá mi preferido de los restantes es El límite de la felicidad, una distopía políticamente muy incorrecta con imágenes de gran fuerza, y unas últimas páginas demoledoras. También funciona bastante bien Rumores sobre mí, que lleva al límite el problema de la intromisión en la vida privada por parte de cierta prensa. El mundo se inclina es una bordería antifeminista, con pulso, sobre una ciudad artificial que comienza a hundirse. El bonsái Dabadaba resulta ser un árbol que provoca sueños eróticos, y da pie a una cruda sátira de la rutina en la vida de pareja. Finalmente, El último fumador se hace predecible desde su título, pero funciona con oficio y alguna sorpresa en su retrato de un futuro inmediato tonticorrecto.
El volumen se cierra con la citada entrevista con el autor, que se perfila como un abuelito chinchorrón pero con la cabeza muy bien amueblada, a cargo del traductor Jesús Carlos Álvarez Crespo. Que, además, y con el riesgo que supone decir esto de una obra de la que jamás leeré el original, parece haber hecho un buen trabajo, o al menos ofrece un buen castellano en su versión –esperemos que del japonés, y no de la edición norteamericana-. El conjunto deja ganas de saber más, y de repasar las viejas antologías de Sheckley
P.d. Para un exhaustivo repaso de la obra de Robert Sheckley, véase AQUÍ.

viernes, octubre 24, 2008

Andanzas de Joe Speedboat contadas por el luchador de un solo brazo, Tommy Wieringa

Ediciones Destino, Barcelona, 2008. 349 pp, 20 €.

Salvador Gutiérrez Solís

Hay un buen número de libros que acaban en nuestra mesita de noche/biblioteca/similar por una especie de admiración / coleccionismo / seguridad: el nuevo de Roth, Auster, Coetzee, Vargas Llosa… Otros libros, en cambio, llegan a nuestras vidas por recomendación de un amigo/compañero/crítico favorito, y a menudo nos llevamos grandes chascos, sobre todo cuando creemos que las alabanzas han sido desmesuradas, no es para tanto. Los que formamos parte del gremio literario contamos con un gran ejército de libros regalados, aparecen silenciosos y empaquetados en nuestro buzón, a la espera de nuestra bendición o, por lo menos, de nuestra atención. Y luego están esos otros libros, anónimos, que descubrimos/encontramos en las estanterías de cualquier librería y sobre los que no poseemos información alguna. A menudo me preguntó: ¿qué han de tener estos libros para llegar hasta nosotros, para qué los terminemos comprando? ¿Una portada sugerente, un título provocativo, una contracubierta convincente, un poquito de todo, qué? Me temo que si alguien tuviera la respuesta a esta pregunta se convertiría inmediatamente en el gran fichaje de cualquier editorial de postín. Por mi experiencia personal, he de reconocer que no siempre he acertado, que con frecuencia no he obtenido ni la pedrea en esta particular lotería, pero que cuando mi premonición se ha cumplido, menos de las deseadas, he descubierto grandes libros y, sobre todo, autores que me acompañan a lo largo de los años.
Afortunadamente, apenas ha pasado una semana, he vuelto a acertar. En mi última exploración libresca descubrí Andanzas de Joe Speedboat contadas por el luchador de un solo brazo, de Tommy Wieringa, publicada en España por Ediciones Destino. Wieringa (Países Bajos, 1967), autor aún desconocido en nuestro país, pero con una intensa trayectoria en el propio, así como en buena parte los estados vecinos, se adentra en el sutil/cambiante/desconcertante mundo de la infancia, adolescencia y juventud a través de los inquietos ojos de Fransje, el luchador de un solo brazo. La llegada del delirante Joe a Lonmark, una pequeña población campesina, encadena un sinfín de acontecimientos, todos ellos con el vigor suficiente para lograr despertar a sus habitantes de su eterno letargo. Wieringa se esconde en lo cotidiano de lo local para hablarnos de la vida y sus cosas, de los grandes temas que a todos nos afectan/alteran/importan. Y lo hace mirándonos a los ojos, con humildad, con ironía, desplegando en innumerables ocasiones un humor terrible, que no deja de ser una de las grandes características de la adolescencia. Para ello, Wieringa nos ofrece un magistral catalogo de personajes, todos ellos con un inmenso pozo humano/novelesco, fundamentales a la hora de soportar/equilibrar la estructura narrativa sobre la que se fundamenta esta novela. Se desmarca Wieringa de obras que podrían entenderse similares, proyectando diferentes planos y estructuras sobre el lector, al que consigue involucrar desde el principio como un elemento activo. Es Andanzas de Joe Speedboat contadas por el luchador de un solo brazo una novela inteligente, sutil y pura, por transparente, por real; y Tommy Wieringa, por ende, un autor a descubrir. Una novela que merece escapar del silencio que en demasiadas ocasiones se adueña de los anaqueles de cualquier librería.

jueves, octubre 23, 2008

Epistolario inédito Marañón-Ortega-Unamuno, Antonio López Vega (Ed.)

Edición crítica de Antonio López Vega. Espasa, Madrid, 2008. 236 pp. 23,90 €.

Elia Barceló

Tengo que confesar que los epistolarios nunca han sido santo de mi devoción. Por una parte siento una especie de vergüenza al leer textos que nunca estuvieron pensados para otros ojos que los del receptor de la carta. Por otra parte me da una vaga tristeza, una melancolía del tipo “ubi sunt” ese recorrer –en unas horas, en unos días– años y años de vida de unas personas y de un país que ya no existen. Y, además, por si lo anterior fuera poco, como narrativa los epistolarios son un desastre porque siempre faltan cartas, hay grandes lagunas y cuando uno se interesa por un tema concreto que ha sido nombrado a lo largo de varias misivas, de repente se deja de hablar de él y uno no puede ni siquiera enfadarse con el autor porque no se trata de una novela.
No, no me gustan los epistolarios.
Y sin embargo, reconozco que tiene su morbo y que me ha prendido este Epistolario inédito que Antonio López Vega –el gran especialista en Marañón, así como en Ortega– ofrece ahora al público: un trabajo serio, bien investigado, bien documentado, lleno de notas y aclaraciones sin las cuales el lector se perdería un ochenta por ciento de lo que está pasando.
En el lado personal, es agradable y curioso darse cuenta de que esas grandes figuras de la intelectualidad española –cuando en España los intelectuales aún eran una clase respetada e influyente en el devenir nacional, aunque a ellos no les pareciera suficiente– fueron también personas normales que se felicitaban los cumpleaños, se pedían consejo sobre hoteles que no fueran muy caros en esta y aquella ciudad, y hablaban del tiempo, de sus enfermedades, de sus hijos y de sus proyectos y publicaciones.
En el lado histórico es impresionante leer sus comentarios sobre lo que está pasando en el panorama político del país, desde 1920 hasta la década de los 50, con todos los cambios y las convulsiones que trajeron esos treinta años, tanto para España como para Europa.
Al lector le gustaría que Marañón y Ortega (de Unamuno apenas si hay cartas, porque se perdieron durante la guerra civil) profundizaran más en ciertos temas, nos dieran más explicaciones sobre tantas cosas que ahora vemos lejos y quisiéramos entender mejor: la posición de Alfonso XIII antes de la dictadura de Primo de Rivera (los cotilleos que Marañón le cuenta a Unamuno sobre el rey y su ludopatía son impagables, pero breves), los esfuerzos de los intelectuales por alumbrar una República que fuera para todos, la crispación paulatina –una vez conseguida la República– que llevó a Ortega a decir en 1931 “¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra.”, la esperanza en Franco, el exilio, las dudas y el miedo sobre el regreso, la reinstalación en el propio país, que ya no era realmente el mismo...
Marañón, en carta a Ortega del 43 ó 44, le dice: “creo que debiera Vd. hacer una escapada por aquí. Le aseguro a Vd. Que en España hay un subsuelo neutral donde se vive bastante bien. Es más, a veces siente uno el pesar de no haber estado siempre en ese estrato, que debe haber existido en todos los regímenes. En él se halla cuanto hay de grato en nuestra vida nacional y apenas llegan filtraciones de lo demás.”
Resulta triste darse cuenta de cómo ha cambiado este Marañón que al principio del epistolario estaba lleno de ideas para mejorarlo todo, que se oponía públicamente a todo lo que no le parecía bien, que era un gran luchador.
Sería excesivo decir que se les ve envejecer a lo largo de las cartas; hace falta bastante imaginación para eso y una lectura muy atenta, pero en ocasiones sí surge esa comparación entre lo que fueron en los años veinte y lo que son en los cincuenta. Y el lector tiene muy presente lo que el régimen de Franco hizo para aplastar, silenciar y hacer casi desaparecer todo pensamiento de altura en España.
El epistolario resulta una lectura muy interesante para un lector que quiera acercarse a aquella época desde otro ángulo, a través de las voces de tres –de hecho dos, porque Unamuno sólo aparece prácticamente como destinatario de las cartas de Marañón– de las personas más influyentes de su época. A mí, como novelista, me habría gustado más explicación por parte del editor (que se habría convertido en narrador, soy consciente de ello), más instalación en la circunstancia de cada carta, pero como se trata de un libro académico y la información es excelente, no voy a quejarme.
De lo que sí me quejo como lectora es de que las notas –abundantísimas y de gran interés– estén colocadas al final de cada una de las secciones y de que no haya cintas de colores para marcar las páginas, con lo cual el pobre lector tiene que tener o varios papelitos o muchos dedos ocupados para poder seguir la lectura de las cartas y las notas que las explican. Yo, personalmente, habría preferido tener las notas a pie o, al menos, contar con un par de cintas, como en los misales, para marcar los lugares de referencia.
Salvo este detalle, el libro, como artefacto, resulta muy agradable de manejar y el epistolario es absolutamente recomendable para todo lector que se interese por el pensamiento de tres de los mayores intelectuales de la España del siglo XX.
¡Buen trabajo, señor López Vega!

miércoles, octubre 22, 2008

La misteriosa sociedad Benedict, Trenton Lee Stewart

Il. Carson Ellis. Trad. Daniel Cortés Coronas. Ediciones B, Barcelona, 2008. 409 pp. 14,95 €.

Sofía Rhei

A muchos niños les gustan los exámenes, o al menos la parte de reto que estos no pueden dejar de tener. Otros niños los odian por encima de todas las cosas. Algunos tan sólo son capaces de aprender en el momento del examen, otros no estudiarían si no los hubiera, y un tercer grupo se niega a estudiar precisamente porque existen, haciendo gala de rebeldía. Algunos niños copian, y muchos hacen de esto un arte. A veces un examen muestra más cosas de quien lo está haciendo de lo que podría parecer.
La Misteriosa Sociedad Benedict comienza con una serie de exámenes altamente inusuales, que en realidad forman parte de un complejo proceso de reclutamiento. Están enfocados a discernir varios aspectos de la inteligencia y personalidad de quienes se presentan a ellos que van mucho más allá de las habituales mediciones de memoria y procesamiento de datos a las que estamos acostumbrados.
El libro funciona en gran medida como un juego a través del cual los personajes protagonistas, cuatro niños huérfanos muy diferentes pero muy similares (ya que todos consiguieron pasar a través del fino tamiz del Señor Benedict), han de enfrentarse a enormes dificultades, descubriendo las cualidades que poseen por separado (y que a veces no pensaban tener, o estas surgen empujadas por la adversidad) y, especialmente, en equipo. Cada uno tiene un talento extraordinario (como los ayudantes del Barón de Munchausen o la Patrulla X), y la capacidad y sabiduría de combinarlos son lo que los llevará a la victoria.
Cargado de acción, lleno de personajes curiosos y juegos de palabras (aunque en la traducción no encuentro por ninguna parte un enigma en morse que en la versión inglesa está en la contraportada), se trata de un viaje perfecto para chicos (especialmente) y chicas a partir de diez años. Vamos, que es uno de esos libros que si te lo dan a esa edad te pasas seis meses sin dejar de releerlo.
Lee Stewart resuelve de manera magistral el equilibrio entre seguir a rajatabla las más eficaces reglas del género (cuidadosa anticipación de cada trama, dosificación perfecta de los misterios e intrigas, héroe huérfano pero popular que al final ha de enfrentarse incluso consigo mismo, malvada corporación de funcionamiento robótico, estructura algo cinematográfica, apología del trabajo en equipo) y encontrar una voz redonda y original, mediante la aportación de unos elementos algo grotescos (que remiten a los grandes clásicos de la literatura para niños mucho más pequeños) y de un tipo de humor que, sin embargo, resulta gracioso incluso para los adultos.
Lee Stewart conoce el poder de los nombres significativos, y lo utiliza del mismo modo que Joanna K. Rowling. Otro punto en común con la saga del niño mago es la personalidad del Señor Benedict, que resulta bastante dumbledoriano en muchos puntos, y la ambientación emocional en escuelas que son más un reto y un laberinto que otra cosa.
Con algo de El juego de Ender, algo de Charlie y la fábrica de chocolate y bastantes sorpresas escondidas a lo largo de la trama, este libro de acabado perfecto merece que se le de la oportunidad de acercarse a su primer capítulo, porque del resto, como dirían las Azúcar Moreno, "ya se encarga él". Yo me voy en este momento a encargarle el segundo tomo, aún por traducir, a mi amada Amazon.

martes, octubre 21, 2008

Coma, José Daniel García

XXIII Premio de Poesía Hiperión. Hiperión, Madrid, 2008. 72 pp. 8 €.

Diego Vaya

Hace unos meses José Daniel García (Córdoba, 1979) obtuvo el Premio de Poesía Hiperión con Coma, un poemario más orgánico y compacto que su anterior entrega, El sueño del monóxido (2006). De nuevo demuestra que con menos de 500 versos se puede decir mucho.
El título del libro, como los propios poemas que lo componen, admite múltiples lecturas. “Coma” es un signo ortográfico, una forma del verbo “comer”, la crin de un caballo e incluso una pieza de los asientos del coro de las iglesias utilizada para descansar. Pero el significado que sin duda más se ajusta al del propio libro es el de “Estado patológico que se caracteriza por la pérdida de la conciencia, la sensibilidad y la capacidad motora voluntaria” (RAE). Se podría afirmar que Coma habla de un estado límite, de una línea fronteriza que nos remite a la última sección de El sueño del monóxido, titulada “Límites” y compuesta por un solo poema. Pero no hay que simplificar las cosas: Coma, en su conjunto, no es una continuación de El sueño del monóxido. Más bien “Límites” ratifica –como en poco autores– el proyecto poético coherente y en constante evolución de José Daniel García, cuyo verso final nos pone en la pista de su nuevo libro: “Entre la cuerda floja y el vacío”. Aquí se encuentran dos de los principales ejes de Coma: “la cuerda floja”, es decir, la frontera entre la vida y la muerte junto con la inconsistencia de las cosas, y el “vacío”, fin de todo.
A través de unos versos de Juan Ramón Jiménez introducidos en el poema “Como un ángel que escapa de la nieve” se nos habla del coma: “instante hermoso / que hermanas a los vivos con los muertos”. Esta cita nos conduce a Rilke: “Los ángeles (se dicen) a menudo no sabrían si andan entre / vivos o entre muertos”. El coma es la punta del iceberg, pues a lo largo del libro se va creando una atmósfera que nos sitúa continuamente entre la vida y la muerte, a veces mediante referencias hospitalarias, donde destaca el uso preciso de tecnicismos médico, como en las secciones “La bala” y sobre todo en “Crisálida”. El hospital resultar ser casi siempre la antesala del vacío o el lugar donde la vida se mantiene de forma artificial, con máquinas “sellando sonda y carne, cuerpo y alma”. En otras ocasiones la línea se diluye, y el poeta nos muestra instantáneas del tránsito entre la vida y la muerte, como la insistente visión de un cráneo humeante o la del barquero de resonancias clásicas que con escrupulosa puntualidad cumple con su trabajo: “El uno de noviembre las agujas / orienta a los muertos hacia proa (…)”. Y por supuesto, en sintonía con el barquero, el mar y sus mareas también nos aproximan al vacío, palabra que significativamente vuelve a cerrar el segundo libro de este autor. Parece que la nada se contempla como un centro magnético alrededor del cual todo gravita, pero sólo de forma temporal, porque finalmente terminará siendo atraído.
Hay una estrecha relación clínica entre el coma y el estado vegetativo. José Daniel García se vale de un léxico de referencias vegetales para transmitir la inconsistencia y destrucción de la realidad, incluida la vida. Así sucede cuando se intentan fundir la inocencia y el horror en el poema “Niña y monstruo sonríen” –donde unas espigas de trigo es lo único que separa una y otra cosa–, en la barca de madera de los muertos, en el árbol indiferente ante el dolor, e incluso en el amor, que tampoco ofrece nada sólido: “las raíces del amor / crujen como una silla / desvencijada”. De hecho, el amor queda envuelto en lo meretricio, en los celos, en el engaño, hasta que se pierde de forma definitiva.
Si El sueño del monóxido era la llave, Coma es la cerradura. Ahora solo falta que este poeta nos abra la puerta con su próximo libro.

lunes, octubre 20, 2008

Pizzería Kamikaze y otros relatos, Etgar Keret

Trad. Ana María Bejarano. Siruela, Madrid, 2008. 123 pp. 15.90 €

Doménico Chiappe

Este libro lo componen cuatro textos breves (unos más que otros) y un relato largo, que no llega a ser una novela corta, a pesar de sus setenta páginas, por abarcar una sola trama, la de Haim, un suicida que va a parar al limbo de los suicidas, un lugar muy parecido a la tierra, salvo por los rastros de autoagresión que quedan en los cuerpos (en los cuerpos de unos y no de otros, según el tipo de muerte y el ánimo del autor).
Los primeros cuatro cuentos (El conductor de autobús que quería ser Dios, La chaladura de Nomrod, El cóctel del infierno –que se publicó íntegro en una revista de Renfe antes de la salida del libro-, y Útero), no alcanzan la hermosura estética de los que componen el primer libro de cuentos de Keret publicado en España, La chica sobre la nevera. Tienen en común el halo cínico y a la vez profundamente religioso y el acercar al lector a la cotidianidad de Israel, sin los clichés tan populares de la prensa. Esto último no es poco, y ya por eso vale la pena un acercamiento a este autor, que también ha publicado relatos en las revistas Letras Libres y Eñe, siempre con un tono que le hace merecer la consideración de “autor”, y una mirada alejada de los tópicos.
Sin embargo, el relato titulado Pizzería Kamikaze aporta algo novedoso a su bibliografía. La trama está cercana a la de los comics (se ha publicado también su adaptación a este género), el lenguaje es sencillo y eficaz, y el aliento del cuento no es el habitual en Keret, que tan cómodo se siente en las distancias cortas. Este relato final del libro envuelve y entretiene. Y durante su lectura, sucede algo poco frecuente, que el lector deberá ponderar si es positivo o no, dependiendo de sus gustos y expectativas. Los capítulos, de un par de folios cada uno, se olvidan rápidamente. No marcan, más bien producen el efecto de las caricaturas más amables, las que pasan rápido por el consciente y no se alojan en ninguna parte. Si el lector olvida señalar dónde se quedó la noche anterior, podrá releer cuatro o cinco capítulos sin sentir que ya los leyó, aunque sí con cierta sensación de dèjá vu. A pesar del tema: el suicidio, la búsqueda, la inconformidad, el vacío y la estupidez del mundo (de los muertos y de los vivos), la narración es de tal liviandad que entretiene como un capítulo de Family Guy.
En este libro, Keret alcanza su clímax cuando se refiere a la cultura contemporánea y la parodia, sin clemencia. Por ejemplo, cuando habla de Kurt Cobain: “Ayer la velada resultó un verdadero muermo, porque Ari llevó a ese amigo suyo, Kurt. Ari está colgadísimo de él porque era cantante del grupo Nirvana y todo eso, pero la verdad es que es un verdadero pelmazo. Yo tampoco estoy demasiado contento aquí, pero es que él no deja de joder a todos con sus lamentos, y desde el momento en que empieza no tienes la más mínima posibilidad de pararlo. Cualquier cosa de la que se habla le recuerda siempre alguna canción que escribió, y siempre acaba por recitarla y los demás tenemos que admirar la letra (...)”.
Etgar Keret, junto a la buena labor de su traductora Ana María Bejarano, logra elaborar una convincente voz para su narrador, lo que resalta en este trabajo, al igual que unas historias coherentes en todo el libro. Pizzería Kamikaze, aun sin deslumbrar como La chica sobre la nevera, mantiene al autor en alto nivel de exigencia literaria y de innovación de lenguaje, que merecen ser seguidas de cerca.

viernes, octubre 17, 2008

Mundar, Juan Gelman

Visor, Madrid, 2008. 138 pp. 18 €

José Manuel de la Huerga

No hace muchos días leí un artículo en un suplemento literario de tirada nacional donde se evidenciaban las malas relaciones que persisten entre los narradores argentinos y los españoles. Las razones que el joven narrador argentino exponía eran fundadas. Ambos gremios se miraban de reojo, a los de allá se les acusaba de sofisticación, a los de acá de pobreza de recursos, de realismo pacato. Los argentinos en sus foros sólo salvan dos narradores peninsulares: Vila-Matas y Javier Marías.
Por suerte, no creo que el análisis sea exportable a otros géneros como el poético. Hay demasiadas filias y fobias entre los propios nacionales (de cada país) como para que se pongan de acuerdo en sus iconoclasias. Incluso es hasta cierto punto habitual encontrar en la red y en el papel impreso confraternizaciones entre las dos comunidades en archipiélago. Escribo archipiélago porque uno de los intentos de creación de cauces de comunicación entre América y España es la antología Las ínsulas extrañas, de Galaxia, del 2002. Aunque como toda antología es selección discutible (por ausencias), interesa la experiencia de leer en el mismo fajo a Gelman y a Gamoneda, por poner a dos poetas de la misma generación, de uno y otro lado, y, como sabemos, bien avenidos. Seguramente los antólogos prefirieron a los poetas «menos nacionales», con menos señas de identidad terruñeras, los menos patrimoniales. Sin quererlo eligieron a los que habrían sido poetas en cualquier lengua del mundo, sin importar procedencia. No olvidamos que el nacimiento de Gelman en Argentina y la adopción de la lengua castellana fue puro azar. Gelman podría escribir en polaco, y sonaría igual.
Mundar es hallazgo de poeta. No se aguanta en los límites del discurso establecido. Algún gramático podría escribir: Neologismos, los justos. ¿Se necesita Mundar? Está «habitar el mundo, establecerse en la tierra, residencia en la tierra…». Están porque estuvieron. La razón de existir del poeta es abrir caminos en la habitación oscura. Y Gelman lo sabe como nadie: “Hay parásitos, comen/ del sufrimiento a otro, de/ la pecho que cantaba, de/ los vivos en la imaginación…” “El dentrofuera es un temblor tardío…” “Ala./ A la herida./ Alar ido/ al espanto/ que separa la voz del corazón…”
En Mundar es hermoso encontrar una palabra nueva, fundamos este cacho de hoja de papel, fundamos la inopia y la utopía, que es casi lo mismo. Los más de cien poemas respiran, escriben poesía como respiración, son ensalmos en un mismo troquel, ritmos y pulsiones. Entra en ellos la fórmula, la invocación, la receta mágica con que ahuyentar o atraer espíritus. Son conversación con Mara, con otro. Son voces del niño Juan, de los piojos. Son reflexión de la palabra del poeta: “El poema que estaba en la cabeza/ del corazón se fue. Esto habla/ de la certidumbre de la incertidumbre/ que nadie puede medir…”
Es sorprendente que un hombre que lleve en la brega del verso toda su vida, a los 78 años todavía escriba: “Del poema, nada. Llega, tiembla/ y raspa un fósforo apagado./ ¿Se le ve algo? Nada. Tiende una/ mano para aferrar/ las olitas de tiempo que pasan/ por la voz de un jilguero. ¿Qué/ agarró? Nada…” ¿A qué espera? ¿Qué esperanza maestra servirá de ejemplo entre los que le siguen? Ninguna. Nada.
Con todo, el libro está vivo, como toda la poesía de Gelman desde el primer violín a la poesía combativa de Gotán. Las imágenes son espectaculares, rotas voluntariamente por un prosaísmo que distancia a la manera brechtiana. No te conformes, poeta, con la rosa, ni su fragancia ni su espina:

Allí está el aire, el día, la muchacha
que dice pájaros y
nacen pájaros del
nido de su voz, el derrepente
quedado allí no más. ¿Por qué
levantan compasión en vasitos?
¿Cuánto cobra la herida? ¿Cuánto
le pagan al caballo
que la galopa cada noche?
Arde un espanto que da luz.
Yace
en otro desamparo.

Gelman se reinventa, se olvida de sí, aprende de sí. Antirritmo, prosaísmo, repeticiones que duelen en el tímpano, hojarasca que rasca. El no sé qué que quedan balbuciendo del místico de Ávila late al fondo. Gelman ha dejado dicho que es uno de su cabecera. Un montonero llevando a un santo en el morral de lecturas.
Mundar no tiene traducción. Quiero ver cómo se las apañan los traductores. Porque si la lengua es sólo circunstancia, y lo que importa es el murmullo, lo que está fuera de la ciudad, entonces… Mundar será mundar, y hasta un pájaro que lo lea quedará temblando en el aire.

jueves, octubre 16, 2008

Milagros de vida, J.G. Ballard

Trad. Ignacio Gómez Calvo. Mondadori, Barcelona, 2008. 240 pp. 19,90 €

Julián Díez

Son muchos los riesgos al leer la autobiografía de un escritor admirado. La decepción por descubrir una vida por debajo de la obra, las habituales faenas de aliño de carácter alimenticio, las autojustificaciones. Poco de esto hay en este librito sencillo y sincero, con el sabor de un epitafio sereno, que descubre a un Ballard tal vez decepcionante para muchos de sus epígonos de última hora, pero profundamente entrañable, aunque sea a su manera rarita.
El tonante analista de nuestra sociedad de consumo, el visionario de un futuro árido trufado de imágenes surrealistas, resulta ser un padre de familia viudo, preocupado sobre todo por el desarrollo de sus tres hijos, impulsado en su literatura por el amor por el arte contemporáneo, y marcado de manera obsesiva en el desarrollo de su poética por una adolescencia tormentosa en la II Guerra Mundial. Todo ello resulta milimétricamente coherente, casi todo estaba ahí. Solo que Ballard, a diferencia de otros creadores, ha decidido desvelar todas las claves sin ambages cuando ve que su final, por desgracia, tal vez no esté lejano debido a una grave enfermedad.
El libro se extiende sobre todo en los primeros 15 años de su vida, que se desarrollaron en Shanghai. La pintura del lugar que realiza Ballard es emocionante: una dinámica ciudad cosmopolita, repleta de toda la fascinación y todo el horror de la vida moderna. Todo ello queda quebrado de forma paulatina por la llegada de la guerra, para terminar en el internamiento del escritor y su familia en un campo de concentración. En el plano puramente narrativo no se añade casi nada a lo relatado en la conocida El imperio del sol, pero Ballard suma aquí una interpretación directa de su propia obra: Me dio la impresión de que el casino en ruinas (tras la guerra), igual que la ciudad y el mundo que había más allá, era más real y tenía más sentido que cuando estaba atestado de jugadores y bailarines.
Trasladado después a la metrópoli, que jamás había visitado de niño, su incomprensión del entorno también constituye una aportación decisiva a su imaginería: Como escritor, he tratado Inglaterra como si fuera una extraña ficción, y mi tarea ha consistido en obtener la verdad, apunta. El mecanismo que acabó por escoger, de manera sorprendente, fue el del género de ciencia ficción. Para el que tiene tantos elogios por su potencial, como breves —y certeras— críticas por su cortedad de miras: La cf poseía una enorme capacidad que la novela moderna había perdido. Era una máquina visionaria que creaba un nuevo futuro con cada revolución, propulsada por un exótico combustible literario tan abundante y peligroso como el que impulsaba a los surrealistas (…). Resultaba curiosamente paradójico que la cf, dedicada a los cambios y lo nuevo, estuviera ligada emocionalmente al statu quo y a lo viejo.
De los últimos cuarenta años de su vida, Ballard sólo se extiende en tres aspectos: la crianza de sus hijos —me queda la duda, quizá aquí sí, de que exista un punto de autojustificación—, la génesis de sus dos obras más polémicas, Crash y La exhibición de atrocidades, y su relación con el mundo del cine. La muerte de su primera esposa, Mary Ballard, víctima de una infección durante un veraneo en Alicante, se salda por ejemplo con unas líneas breves, pero tremendamente emotivas. También cita de pasada su imagen siniestra, incluso dedicando unas líneas a los periodistas que criticaron el estado de su casa cuando le visitaron para entrevistarle. Quedan sólo esbozadas, ligerísimamente, su relación —muy escasa— con las drogas, con el alcohol —muy amplia— o con el entorno literario.
En este apartado, con todo, no puedo sino destacar el comentario que él, un exigente autor de culto que sólo ha conocido ocasionalmente el éxito comercial, hace para la literatura elitista: (…) no ha dejado de sorprenderme los pocos escritores que son conscientes de que sus pobres ventas pueden deberse a su escasa preocupación por sus lectores. Un resumen mejor que cualquier argumentario contra la «literatura del yo» que nos asfixia.
Los capítulos finales, los últimos veinte años de su vida, apenas son esbozos y se cierran de manera tierna y triste con una dedicatoria a su actual médico. Resulta muy humano, como la foto del autor mirando orgulloso a sus hijos en la última página. No imaginaba así al coloso cuando se pusiera las pantuflas en su casa, pero es reconfortante este retrato que muestra cómo la imaginación desbocada no es de manera obligatoria un trabajo a tiempo completo. Y, sobre todo, tiene un sabor decididamente auténtico: ¿de cuántos de quienes dicen hoy admirarle se puede decir lo mismo?

miércoles, octubre 15, 2008

Bob Marley, Timothy White

Ma Non Troppo / Robin Book, Barcelona, 2008. 507 pp. 29,50 €

Doménico Chiappe

En la década de los sesenta sucedió una de las revoluciones más importantes, aunque menospreciadas por los historiadores oficiales. Sucedió a partir de los vientos independentistas de África y las repercusiones en el Caribe, que, a su vez, irrigó estas ideas con las emancipaciones de islas como Haití, primera república negra del mundo. Sin estos viajes de ida y vuelta, además de la influencia de Estados Unidos e Inglaterra, es imposible entender la importancia de que en 1956 sonara «un invento bautizado como ska», que viene del R&B y jazz norteamericano con fuertes dosis de personalidad jamaicana. El ska derivaría, a la par que se propagaba la religión rastafari y los habitantes de los guetos empobrecidos de Jamaica reclamaban sus derechos, en reggae. En el libro Bob Marley, del biógrafo Timothy White, se cuenta con bastante detalle y contexto este fenómeno, enfocado, primero, desde lo global y luego, desde las entrañas de Jamaica.
La isla era un caldo donde se codeaban los «rude boys» que navaja en mano peleaban contra la policía y el sistema, y los músicos que grababan un vinilo y renunciaban a todos sus derechos de autor a cambio de una miserable paga. Así, en ambos bandos, se forjó Bob Marley, el músico de reggae más famoso de la tierra: «aunque no pasaba del metro cincuenta y dos de altura, Nesta ya tenía una reputación de buen luchador callejero; sabía mover los puños y podía encajar un duro puñetazo, ya que tenía el abdomen musculado, esculpido como la parte inferior de una tortuga. Tenía pies rápidos de futbolista, que iban directo a la ingle de cualquiera, y unos dedos delgados y diestros que sacaban una navaja en un abrir y cerrar de ojos.»
La revolución de la que se habla entrelíneas en todo este libro es la de la búsqueda de identidad de la masa de ex esclavos africanos, ya sea que los trasladaran a América o que se quedaran en los países colonizados y explotados. Este levantamiento tuvo demostraciones distintas según los países, desde las defensas de los derechos civiles y el poder negro de Estados Unidos hasta la adoración de Haile Selassie en Etiopía. Voces que decretaban la superioridad de la raza negra, que pregonaban el «regreso a África» (Alexander Bedward) o el «mirad hacia África» (Marcus Garvey), aunque en muchos casos se trataba de movimientos que se enfrentaban entre sí. Las reivindicaciones eran de índole racial, política, geográfica, social, económica y cultural. Las canciones se hicieron eco de esta verdadera revolución y se popularizó, primero, entre la población local, y, más tarde, gracias a empresarios arriesgados y emocionalmente vinculados, en Inglaterra. De allí, al resto del mundo.
Esta biografía comienza con un recuento, completo y certero, de estas manifestaciones, desde la coronación kitsch de Selassie como emperador de Etiopía hasta el nacimiento de varios estilos de música caribeña, como el Steel Pan y el ska. Y salta al 6 de febrero de 1945, cuando nace Robert Nesta Marley, «un chiquillo de piel color gamuza con los labios finos y la nariz puntiaguda de su padre, el capitán Norval Sinclair Marley, de raza blanca.»
El gran mérito de este trabajo de White recae en dos vértices. Uno, la investigación: amplia documentación, centenares de entrevistas, conocimiento del terreno e, incluso, el día a día junto a Bob Marley en sus giras (esto último se lee muy poco en el libro: el relato documental sepulta la crónica del periodista). El segundo bastión es la manera de narrar: la superstición tan propia de la idiosincrasia sincrética del Caribe las construye e incluye como si estos pasajes nebulosos de apariciones metafísicas y luchas contra elementos sobrenaturales fueran constatables y tangibles. Quién es White para decir lo contrario, cuando Bob Marley, su mujer Rita y otras voces coinciden en estos hechos. Eso sí, White advierte, en su prólogo, que el lector es libre de creer o no.
La infancia y adolescencia de Bob Marley, sus jugadas musicales, la conformación del grupo Wailers junto a Peter Tosh, el emparejamiento con Rita que cantaba en otra banda, son narrados al detalle. Luego, la época en que Marley se transforma en el icono del movimiento rastafari, en el abanderado del reggae, en el profeta del regreso a África, se relatan con trazos menos delineados. Algo se intuye de la transformación de Marley cuando se muda a una mansión en la parte alta de la isla (tradicionalmente, en el Caribe, la parte alta de las islas se reserva para los acaudalados). Poco se cuenta de la decepción de Marley cuando visita, al fin, el continente de sus ancestros y se alarga en las rebatiñas que tiene la herencia del músico, a su muerte. Con todo, el libro es un magnífico, aunque algo tibio, testimonio de una sacudida a esta época, quizás más determinante para una porción más grande de la humanidad, que un mayo del 68 o un Woodstock.

martes, octubre 14, 2008

Corriente alterna, Antonio Paniagua

Gens, Madrid, 2008. 198 pp. 18 €

Miguel Baquero

Cosa mala lo de que la vida sea una puta e inmensa mierda. Y los cabrones del ayuntamiento no ayudan.

Corriente alterna
es la segunda novela de Antonio Paniagua (Madrid, 1966), después de Amputados. En esta ocasión, Paniagua basa su apuesta en el lenguaje, más que en la trama o en el argumento de la novela. Corriente alterna narra, desde algo muy parecido al monólogo interior, la peripecia vital de un hombre que ha acabado matando a su esposa y que hace balance de su vida desde el psiquiátrico.
Claro que ninguna de estas palabras (“peripecia”, “balance”, ni “psiquiátrico” siquiera) se encontrarán en el texto, porque el factor diferencial de esta novela, el factor X, se encuentra en el estilo con el que está narrada. Se trata de un estilo alimentado en su mayor parte por expresiones de la calle, por lo común groseras y cuando no faltas de elegancia, pero ahí radica la gracia de esta novela: en tomar de la vida cotidiana, de los ambientes más bajos y en ocasiones de la jerga de la mala vida, todo tipo de expresiones y construir con ellas un relato. El resultado es un texto fluido, que se lee con asombro por el modo en que Paniagua consigue imágenes poéticas con este material se diría que buscado a propósito entre los escombros; un texto que así mismo nos despierta en todo momento una sonrisa tanto por lo que se cuenta en sí como por la naturalidad y la chabacanería con la que muchas veces se desarrollan pensamientos y reflexiones.
En este sentido, Corriente alterna está emparentada con el viejo estilo picaresco, y es inevitable acordarse de ese prodigio que es el Estebanillo González, auténtico diccionario del habla de su época (siglo XVII), novela “compuesta por un hombre de buen humor” en cuyas páginas se vertían las expresiones que los grandes literatos desechaban y que por ello mismo quedó convertida en una obra llena de vida y color. En muchos aspectos, Paco, el protagonista de esta historia, podría considerarse el Estebanillo de nuestros días, pícaro verborreico y mal hablado que parece haber absorbido cuanto se oye por los bares, los bingos y los putiferios, o lo que es lo mismo, las cocinas y cuadras en torno a la Corte.

Mi Ursulita, desde que está muerta, ha dado un cambiazo que ni te cuento.

Además de lo anterior, Corriente alterna destaca por el humor, un tanto gamberro, que lo impregna todo, aun los episodios más trágicos. Un humor que precisamente da a esas escenas dramáticas una mayor ternura y profundidad, más fuerza que la que podría proporcionarle una ristra de adjetivos solemnes y peripatéticos. Curiosa y atractiva mezcla, en fin, la que propone Paniagua en su novela: el lenguaje más bajo y la actitud burlesca y chocarrera como manera de construir una historia con momentos conmovedores y personajes con carga emocional.

lunes, octubre 13, 2008

Colección El maletín del doctor Quitamiedos: Miedo a no ser el primero / Miedo a todo, texto Anatxu Zabalbeascoa, ilustraciones Ximena Maier

Beascoa, Barcelona, 2008, 32 pp. 9,95 €


Carmen Fernández Etreros

Cada vez son más habituales y originales las colecciones de libros infantiles que se ocupan de uno de los temas que más preocupan a los niños y a los padres: el miedo. Ya en los clásicos cuentos populares, Barba azul o Juan sin miedo, el miedo suele ser uno de los motores de la acción. Miedo al lobo feroz, miedo al ogro gigante y a la bruja de las verrugas, miedo a no saber volver a casa de noche si no encontramos las miguitas de pan,... Pero el miedo no solo existe en la fantasía y la imaginación de los niños, sino también lo sufren en su vida diaria, a los miedos en la sociedad: en el colegio, en el parque,... Miedo a perder en el baloncesto, miedo a ser rechazado por los amigos, miedo a la soledad, miedo a los truenos y a las tormentas, miedo a tener miedo,... En esta senda se publican numerosos libros infantiles y juveniles para ayudar a los niños a superar y “conjurar” estos miedos y temores como Algunos miedos de Ana Mª Machado (Anaya), Soy demasiado pequeña para ir al colegio de Lauren Child (Serres) o Prudencia se preocupa de Kevin Henkes (Everest).
De ahí el acierto de esta original y positiva colección que presenta la editorial Beascoa como novedad de otoño, dirigida a lectores de a partir de 3 años: El maletín del doctor Quitamiedos. El protagonista es un gordito, canoso y bonachón doctor Quitamiedos que con sus brillantes ideas y consejos tranquilizará y ayudará a los pequeños personajes de la colección a perder sus miedos. El doctor Quitamiedos acompaña a Irene, a Uli o a Claudia a su colegio, a la playa o al campo y prepara un divertido y sencillo plan en cada libro para que los niños pierdan el miedo.
Los dos primeros títulos de la colección son Miedo a no ser el primero en el que su protagonista la pequeña Irene tendrá que aprender a perder cuando compite con sus compañeros, y gracias al juego que le propone el doctor Quitamiedos descubre lo divertido que puede ser quedar la segunda. En el segundo libro Miedo a todo el doctor Quitamiedos le regala a Uli un mágico lazo rojo que le dará la fuerza suficiente para jugar con sus amigos y no sentirse solo. Dos sencillos remedios para los grandes temores y miedos de los niños.
Optimismo, canto a la amistad, apoyo a los sentimientos de los más pequeños son algunos de los valores que transmiten las primeras aventuras de esta colección. Además los textos Anatxu Zabalbeascoa, autora de Valentina en Nueva York o Valentina en París editado por Tusquets. demuestran de nuevo que se puede apelar a los grandes ideales con textos sencillos y directos cuyo mensaje llegue claramente a los pequeños lectores. Además Ximena Maier crea unas ilustraciones coloristas, graciosas y descriptivas de las acciones y los sentimientos de los pequeños protagonistas que transmiten la ilusión y el optimismo de la colección.
En suma unos libros prácticos y didácticos que ayudarán a los pequeños lectores a superar sus «pequeños grandes» miedos y que divertirán cuando lo lean juntos a los padres y a los profesores.

viernes, octubre 10, 2008

La tragedia del Korosko, Arthur Conan Doyle

Trad. Francisca Trepat. Laertes, Barcelona, 2008. 174 pp. 12,50 €

Pedro M. Domene

Las novelas de aventuras siguen estando de moda o al menos nunca han dejado de estarlo si el autor es Sir Arthur Conan Doyle (Edimburgo, 1859- Sussex, 1930), el padre de Sherlock Holmes y el profesor Challenger, dos personajes que le inspirarían la mayor parte de su producción, el primero con investigador policíaco aficionado que llevará sus pesquisas al terreno de lo lógico y el segundo, un hombre de ciencia, un naturalista capaz de aventurarse con las más audaces teorías. Como Rudyard Kipling, el autor escocés, representa mejor que nadie la triunfante expansión inglesa por todo el mundo y como él, no deja de cantar sus glorias y su superioridad. Tema que se vislumbra en una de sus novelas más conocidas, El mundo perdido (1912) y, sobre todo, en La tragedia del Korosko (1898), la historia de un grupo de pacíficos y singulares turistas se ven sorprendidos en su excursión por el Nilo por una banda de integristas islámicos y son secuestrados. El grupo de cautivos es heterogéneo y, aunque menos, también lo serán algunos de sus secuestradores a lo largo del relato. A partir de este hecho, Sir Arthur Conan Doyle elabora una novela de aventuras, maestra en su género y que, paradójicamente, leída en el siglo XXI adquiere unos sorprendentes tintes premonitorios de los peligros que acechan a los turistas occidentales que se adentran en zonas remotas del Oriente medio. El itinerario que describe Conan Doyle, además, de descriptivo e informativo, tiene ciertos elementos históricos que están muy están presentes: la construcción del canal de Suez, las insurrecciones de Alí Wad Ibrahim o las referencias a las aventuras de Gordon en Sudán y la ciudad de Jartum. El clímax dramático se produce cuando estos derviches del Sudán les obligan a abjurar de su fe cristiana; el autor muestra una actitud ética cuando sus personajes, algunos ellos, de valores morales intachables, se resisten a esa humillación que, por otra parte, podría salvarles la vida. Entre la profundidad religiosa y la superficialidad de algunas actitudes, Conan Doyle se inclina por una actitud metafísica que se aparta de las religiones oficiales del momento.
El paisaje se incorpora en el relato con cierta corporeidad, en algunos pasajes su belleza impresiona, incluso pesa; las noches estrelladas del desierto pueden ser opresoras o bien esperanzadoras. Los pasajeros del Korosko, descritos al principio del relato, conforman un mosaico de personalidades arquetípicas de los países de origen; la caprichosa norteamericana Sadie Adams, el veterano coronel inglés Cochrane, el tocanarices de Monsieur Fardet, los irlandeses Sres. Belmont, el joven diplomático Cecil Brown, el reverendo John Stuart y Mrs. Shlesinger, madre e hijo; en realidad, como señala el autor, todos formaban una expedición alegre porque muchos de ellos habían hecho el viaje juntos desde El Cairo hasta Asuán, un recorrido en el que el carácter frío de los anglosajones se derretía viajando por el Nilo, aunque lo más destacable del libro, que no deja de ser una aventura en la producción narrativa de Conan Doyle, es ese contraste entre la dignidad y valor moral de los cautivos con la denominada barbarie de los nativos. Podemos imaginar que para un inglés de finales del XIX, resultaría muy difícil (o quizá para cualquier otro europeo) admitir que otros pueblos, de cultura, raza y religión diferentes podían tener derecho a luchar por su independencia. El imperialismo colonial, como sucederá en Asia y luego en América, invadía África y sus riquezas materiales con el pretexto de introducir una moderna civilización. Nada nuevo en el planeta.

jueves, octubre 09, 2008

Comedias de Lope, VV.AA.

451, Madrid, 2008. 190 pp. 12,50 €

Juan Pablo Heras

El nuevo volumen de la colección 451.Re:, que trata de verter a los clásicos en moldes de autoría española contemporánea, y que hasta ahora ha visitado al Mío Cid, a Bécquer y a Shakespeare, entre otros, aborda esta vez las comedias de Lope de Vega. Una selección de ocho narradores sobradamente conocidos (o si no, lo merecen) trata de dar nueva vida a los clásicos lopescos y nos ofrece resultados sorprendentes.
Dice el maestro José Luis Sanchis Sinisterra en Dramaturgia de textos narrativos que existen dos maneras básicas de llevar al teatro un texto narrativo: una dramaturgia fabular y una dramaturgia discursiva. La primera mantiene la fábula (personajes, espacios, acciones) y transforma el discurso; la segunda trata de recuperar un discurso peculiar para volcarlo en otro género y contar, quizá, otra historia. Estos conceptos nos sirven ahora si los reflejamos convenientemente en un espejo. En Comedias de Lope el camino ha sido, salvo en una excepción, inverso: trasladar lo dramático a lo narrativo, en un proceso que podríamos llamar, abusando del griego, narraturgia.
Veamos los casos de narraturgia fabular, sin duda los mayoritarios: la mayor parte de los autores de la antología han optado por retomar lo esencial de la trama de las comedias lopescas y construir un relato ambientado en la actualidad, tratando de rastrear en nuestro mundo las problemáticas humanas ya reflejadas por Lope. Juan Madrid y Félix Romeo recrean dos dramas de abuso de poder, Fuenteovejuna y Peribáñez, en circunstancias actuales: el primero en un trepidante e irónico thriller de mafia marbellí, el segundo en una trama de corrupción que revela los mecanismos ocultos de las políticas municipales; para El villano en su rincón, Sonia García Soubriet encuentra en la sociedad de castas de la India el mejor espacio en el que recuperar el tópico clásico del beatus ille, diseccionado con un hábil y fascinante uso de la perspectiva narrativa. José Ovejero lleva el adulterio de El castigo sin venganza a un ambiente universitario, y propone un interesante juego literario entre un narrador, quizá trasunto del gracioso Batín, que interviene en el cuento para satisfacer la extraña ansia del protagonista por hacer de su vida un buen relato. Es precisamente en los momentos en los que se subrayan los recursos puramente narrativos cuando estos relatos alcanzan sus mayores aciertos, como en la divertida versión de Los locos de Valencia que propone Cristina Sánchez-Andrade, tejida alrededor de una vibrante y particular voz narrativa.
Pero otros se han preocupado menos de la fábula y han optado por el camino de la exploración, de la indagación en el espíritu de la comedia lopesca. Entre estos casos de narraturgia discursiva sobresalen las excelentes propuestas de Menchu Gutiérrez en torno a El perro del hortelano y de Andrés Ibáñez para El caballero de Olmedo. Ambos hacen aflorar la voz interior de los protagonistas de los dramas y sacan oro del fino retrato psicológico que subyace bajo la clásica caracterización conceptista de la comedia nueva y el armazón neoplatónico de la tragedia. Gutiérrez revitaliza la frase hecha («el perro del hortelano, que ni come ni…») y la convierte en metáfora palpitante; Ibáñez indaga en la metafísica del amor y de la muerte en coordenadas clásicas.
Por último, Alicia Giménez Bartlett es la única que opta por mantener la forma dramática, e incluso la polimetría lopesca, trasladando, eso sí, la acción de La dama boba a un grupo de jóvenes que leen La dama boba: su propuesta no por sencilla es menos valiosa.
En resumen, no sólo un excelente ejercicio para alumbrar con nueva luz la comedia de Lope, sino una valiosa antología de relatos radicalmente contemporáneos.

miércoles, octubre 08, 2008

Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado, James Hogg

Trad. Francisco Torres Oliver. Nórdica, Madrid, 2008. 313 pp. 19,80 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Los caminos del señor son inexcrutables. Uno espera conocer las magnas obras de la literatura universal asistiendo a clases magistrales de grandes especialistas, leyendo sesudos ensayos de más de dos mil páginas, estudiando y memorizando cánones occidentales a falta de orientales, pero en ocasiones la puerta al conocimiento (que no es otra que la curiosidad) se abre gracias a un bestseller de título rimbombante se encuentra hasta en el VIPS: 1001 libros que hay que leer antes de morir. Confieso que me encantan las listas, todo tipo de listas, pero si además tratan de cuestiones literarias es que me chiflan, por lo que un volumen de estas características, «profusamente ilustrado» como se suele decir, cuya mayoría de obras señaladas me es desconocida, se convierte en la carta de menú del festín que con tiempo y suerte me daré en el futuro.
Todo esto no es más que un preámbulo (no sé si necesario o inútil, aunque sinceramente no me importa mucho) para decir que fue aquí donde leí que un pastor escocés a caballo entre los siglos XVIII y XIX llamado James Hogg había escrito una sombría novela titulada Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado. Y mira por dónde, por esa misma fecha Nórdica, con la exquisitez acostumbrada en su labor de elección y edición, rescata esta rareza y la pone al alcance de quien quiera acercarse a ella.
Tras su lectura, a bote pronto lo que queda claro es que se trata de una narración con rasgos del más puro romanticismo. Encontramos todos los elementos que adjudicamos a este estilo, y cuando digo todos, es todos. Haciendo un pequeño resumen que no desvele aspectos esenciales de la trama, lo que se nos presenta es un caso de fanatismo: un joven que se considera predestinado desde antes de su nacimiento a la santidad va convenciéndose, alentado por el consejo de un extraño compañero que le sigue a todas partes, de que nada podrá hacerle descender de su estado divino, por lo que considera que posee inmunidad para realizar cualquier acto, por horrible que sea, cuanto más si con ello cree preservar la idea de religiosidad que concibe su mente desviada. Y es que, como dice su misterioso amigo, «el Salvador murió por vos de manera especial y particular, ¿os atrevéis a decir que no hay bastante mérito en ese gran sacrificio para borrar todos vuestros pecados, por horrendos y atroces que sean?».
Esto en cuanto a la segunda parte de la obra, que son propiamente esas memorias y confesiones del perverso elegido divino. La primera es la entrada perfecta a este «camino de perversión» gracias a su mezcla de géneros, que mantiene vivo el interés en cada página por distintas razones: empieza como un cuento, con un padre casquivano, una madre hiperreligiosa y sus dos hijos, uno de buenas intenciones o al menos con inclinaciones naturales y otro producto del radicalismo materno, potenciado por un sacerdote riguroso; después deriva a un relato gótico, con las típicas brumas en acantilados y visiones esperables, que conducirá a un asesinato (no diré de quién, obviamente); y, finalmente, se convierte en una intriga casi policiaca en la que se ven implicados los personajes anteriores a través de la mirada de uno que había pasado desapercibido hasta el momento y que ahora toma el testigo de la narración para llegar a inquietantes conclusiones que las memorias que siguen terminarán de iluminar.
Es, pues, un libro intenso, lleno de reflexiones metafísicas que sin embargo no resultan pesadas sino que hacen avanzar la acción narrativa, que va adquiriendo mayor tensión y emoción conforme sus matices se vuelven más «satánicos». Sí, se puede ver como un relato moralizante, pero queda claro que Hogg se deleita en lo que cuenta más allá de su interpretación posterior, de manera que nos sume en ese progresivo infierno a la vez que su protagonista, que al principio nos resulta odioso por su aparente maldad innata oculta bajo un velo de fe, nos va pareciendo más «humano» conforme las dudas le asaltan.
Del paralelismo que se pueda hacer con cualquier situación actual o pasada, ¿para qué hacer mención?

martes, octubre 07, 2008

Sin flores ni coronas. Auschwitz-Birkenau, 1944-1945, Odette Elina

Trad. Luis Eduardo Rivera. Periférica, Cáceres, 2008. 132 pp. 14 €

Care Santos

Escribe el alemán Hermann Broch alrededor de 1940: «También el dolor es digno de ser vivido». Cuatro años más tarde escribe Odette Elina en sus cuadernos: «Llamo a la muerte porque tengo frío, porque el mundo nos olvida y más vale terminar pronto». Odette Elina era pintora (o, por lo menos, eso decía ella que era) y tenía 24 años cuando la llevaron al campo de concentración de Auschwitz. De nacionalidad francesa, vivía en París, militaba en el Partido Comunista y durante la Segunda Guerra Mundial ejerció como activista de la Resistencia. Sirvió de enlace con el Ejército Secreto, elaboró mapas y planos para la eliminación de los campos y fábricas de aviación se encargó de la distribución de armas, coordinó la acción paramilitar, organizó a los maquis. Todo eso hasta 1943, año en que, durante una de sus misiones en París, fue detenida por la Gestapo y deportada. En el postfacio a esta edición, Sylvie Jedynak aporta un dato horripilante: el convoy donde Elina viajó al campo de concentración «estaba formado por 1.004 judíos, de los cuales 398 eran hombres, 600 mujeres y 174 niños... En 1945 quedaban 37 supervivientes, de los que 25 eran mujeres».
La primera pregunta que surge al tener entre las manos un libro como éste es: «¿Era necesario?». ¿Hay algo que no se haya dicho aún, que convenga repetir, puntualizar, recordar? Está claro que el objetivo que persigue Elina es el mismo que persiguió —y dejó claro en sus propios textos— Primo Levi: hay que mantener viva la memoria del holocausto para que no vuelva a ocurrir, existe la obligación moral por parte de quienes lo vivieron de contarlo. ¿Es eso suficiente?
Después del atentado de las Torres Gemelas en 2001, Rosa Montero publicó un artículo en el diario El País donde afirmaba que lo que había sesgado la caída de las torres, además de los centenares de vidas que todos sabemos, fue nuestra inocencia. Pienso que acaso el primer atentado contra esa inocencia colectiva fueron los campos de concentración nazis, y sin duda a ella se refería Günter Grass cuando se planteó cómo se escribía después de Auschwitz. Cómo se escribe después de las crueldades del feroz siglo XX, sobre qué se escribe, con qué intención, para qué lector.
Libros como éste de Odette Elina, breve y conciso, como una bala directa al corazón, demuestran que nuestra inocenia siempre puede ser atacada. Y, más aún: que el dolor es, como decía Broch, algo que debe ser vivido y, por supuesto, contado. Esto hace aquí esta pintora y militante política: contar su dolor. De un modo esquemático, esbozado, fragmentario. Escribe sensaciones, impresiones visuales, anécdotas mínimas que contienen dramas máximos, pequeños recuerdos... y con todo ello va armando un rompecabezas en el que tanto o más impresiona lo que deja fuera que todo lo que cuenta.
Para empezar, en estas notas no hay pasado. No hace la autora ni una sola referencia al mundo que quedó fuera, a aquel que no sabía si iba a recuperar algún día. «Estábamos separados del resto del Universo», dice. Y, por supuesto, tampoco hay futuro. Sólo el presente existe, un presente que pone a prueba los límites de la resistencia humana y que se nos explican desde una simplicidad desnuda: «Los crematorios estaban cargados hasta reventar de combustible humano», afirma la autora. Y al observar la indiferencia de los responsables de los campos, se pregunta: «¿No sabían que hay seres humanos que sufren sin que el resto del mundo piense en indignarse por sus sufrimientos?». Hay capítulos de un dramatismo asfixiante, como el denominado «Los gemelos», en el que se nos narra la predilección malsana de los oficiales alemanes por los hermanos idénticos y cuya lectura merece la pena por sí sola el acercarse a este libro. De vez en cuando, sin embargo, aparecen pequeño soplos de esperanza, de vaga humanidad, como ocurre en la historia de Olek.
W. B. Sebald se preguntó en Sobre la historia natural de la destrucción por qué Alemania había carecido de cronistas dispuestos a contar lo que le ocurrió a sus ciudades al final de la II Guerra Mundial. Tal vez no eran ellos, los alemanes, quienes debían escribir esa crónica del horror, sino los otros, los extranjeros. Tal vez en esa distancia necesaria radique todo.