Trad. Francisco Torres Oliver. Nórdica, Madrid, 2008. 313 pp. 19,80 €
Guillermo Ruiz Villagordo
Los caminos del señor son inexcrutables. Uno espera conocer las magnas obras de la literatura universal asistiendo a clases magistrales de grandes especialistas, leyendo sesudos ensayos de más de dos mil páginas, estudiando y memorizando cánones occidentales a falta de orientales, pero en ocasiones la puerta al conocimiento (que no es otra que la curiosidad) se abre gracias a un bestseller de título rimbombante se encuentra hasta en el VIPS: 1001 libros que hay que leer antes de morir. Confieso que me encantan las listas, todo tipo de listas, pero si además tratan de cuestiones literarias es que me chiflan, por lo que un volumen de estas características, «profusamente ilustrado» como se suele decir, cuya mayoría de obras señaladas me es desconocida, se convierte en la carta de menú del festín que con tiempo y suerte me daré en el futuro.
Todo esto no es más que un preámbulo (no sé si necesario o inútil, aunque sinceramente no me importa mucho) para decir que fue aquí donde leí que un pastor escocés a caballo entre los siglos XVIII y XIX llamado James Hogg había escrito una sombría novela titulada Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado. Y mira por dónde, por esa misma fecha Nórdica, con la exquisitez acostumbrada en su labor de elección y edición, rescata esta rareza y la pone al alcance de quien quiera acercarse a ella.
Tras su lectura, a bote pronto lo que queda claro es que se trata de una narración con rasgos del más puro romanticismo. Encontramos todos los elementos que adjudicamos a este estilo, y cuando digo todos, es todos. Haciendo un pequeño resumen que no desvele aspectos esenciales de la trama, lo que se nos presenta es un caso de fanatismo: un joven que se considera predestinado desde antes de su nacimiento a la santidad va convenciéndose, alentado por el consejo de un extraño compañero que le sigue a todas partes, de que nada podrá hacerle descender de su estado divino, por lo que considera que posee inmunidad para realizar cualquier acto, por horrible que sea, cuanto más si con ello cree preservar la idea de religiosidad que concibe su mente desviada. Y es que, como dice su misterioso amigo, «el Salvador murió por vos de manera especial y particular, ¿os atrevéis a decir que no hay bastante mérito en ese gran sacrificio para borrar todos vuestros pecados, por horrendos y atroces que sean?».
Esto en cuanto a la segunda parte de la obra, que son propiamente esas memorias y confesiones del perverso elegido divino. La primera es la entrada perfecta a este «camino de perversión» gracias a su mezcla de géneros, que mantiene vivo el interés en cada página por distintas razones: empieza como un cuento, con un padre casquivano, una madre hiperreligiosa y sus dos hijos, uno de buenas intenciones o al menos con inclinaciones naturales y otro producto del radicalismo materno, potenciado por un sacerdote riguroso; después deriva a un relato gótico, con las típicas brumas en acantilados y visiones esperables, que conducirá a un asesinato (no diré de quién, obviamente); y, finalmente, se convierte en una intriga casi policiaca en la que se ven implicados los personajes anteriores a través de la mirada de uno que había pasado desapercibido hasta el momento y que ahora toma el testigo de la narración para llegar a inquietantes conclusiones que las memorias que siguen terminarán de iluminar.
Es, pues, un libro intenso, lleno de reflexiones metafísicas que sin embargo no resultan pesadas sino que hacen avanzar la acción narrativa, que va adquiriendo mayor tensión y emoción conforme sus matices se vuelven más «satánicos». Sí, se puede ver como un relato moralizante, pero queda claro que Hogg se deleita en lo que cuenta más allá de su interpretación posterior, de manera que nos sume en ese progresivo infierno a la vez que su protagonista, que al principio nos resulta odioso por su aparente maldad innata oculta bajo un velo de fe, nos va pareciendo más «humano» conforme las dudas le asaltan.
Del paralelismo que se pueda hacer con cualquier situación actual o pasada, ¿para qué hacer mención?
Guillermo Ruiz Villagordo
Los caminos del señor son inexcrutables. Uno espera conocer las magnas obras de la literatura universal asistiendo a clases magistrales de grandes especialistas, leyendo sesudos ensayos de más de dos mil páginas, estudiando y memorizando cánones occidentales a falta de orientales, pero en ocasiones la puerta al conocimiento (que no es otra que la curiosidad) se abre gracias a un bestseller de título rimbombante se encuentra hasta en el VIPS: 1001 libros que hay que leer antes de morir. Confieso que me encantan las listas, todo tipo de listas, pero si además tratan de cuestiones literarias es que me chiflan, por lo que un volumen de estas características, «profusamente ilustrado» como se suele decir, cuya mayoría de obras señaladas me es desconocida, se convierte en la carta de menú del festín que con tiempo y suerte me daré en el futuro.
Todo esto no es más que un preámbulo (no sé si necesario o inútil, aunque sinceramente no me importa mucho) para decir que fue aquí donde leí que un pastor escocés a caballo entre los siglos XVIII y XIX llamado James Hogg había escrito una sombría novela titulada Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado. Y mira por dónde, por esa misma fecha Nórdica, con la exquisitez acostumbrada en su labor de elección y edición, rescata esta rareza y la pone al alcance de quien quiera acercarse a ella.
Tras su lectura, a bote pronto lo que queda claro es que se trata de una narración con rasgos del más puro romanticismo. Encontramos todos los elementos que adjudicamos a este estilo, y cuando digo todos, es todos. Haciendo un pequeño resumen que no desvele aspectos esenciales de la trama, lo que se nos presenta es un caso de fanatismo: un joven que se considera predestinado desde antes de su nacimiento a la santidad va convenciéndose, alentado por el consejo de un extraño compañero que le sigue a todas partes, de que nada podrá hacerle descender de su estado divino, por lo que considera que posee inmunidad para realizar cualquier acto, por horrible que sea, cuanto más si con ello cree preservar la idea de religiosidad que concibe su mente desviada. Y es que, como dice su misterioso amigo, «el Salvador murió por vos de manera especial y particular, ¿os atrevéis a decir que no hay bastante mérito en ese gran sacrificio para borrar todos vuestros pecados, por horrendos y atroces que sean?».
Esto en cuanto a la segunda parte de la obra, que son propiamente esas memorias y confesiones del perverso elegido divino. La primera es la entrada perfecta a este «camino de perversión» gracias a su mezcla de géneros, que mantiene vivo el interés en cada página por distintas razones: empieza como un cuento, con un padre casquivano, una madre hiperreligiosa y sus dos hijos, uno de buenas intenciones o al menos con inclinaciones naturales y otro producto del radicalismo materno, potenciado por un sacerdote riguroso; después deriva a un relato gótico, con las típicas brumas en acantilados y visiones esperables, que conducirá a un asesinato (no diré de quién, obviamente); y, finalmente, se convierte en una intriga casi policiaca en la que se ven implicados los personajes anteriores a través de la mirada de uno que había pasado desapercibido hasta el momento y que ahora toma el testigo de la narración para llegar a inquietantes conclusiones que las memorias que siguen terminarán de iluminar.
Es, pues, un libro intenso, lleno de reflexiones metafísicas que sin embargo no resultan pesadas sino que hacen avanzar la acción narrativa, que va adquiriendo mayor tensión y emoción conforme sus matices se vuelven más «satánicos». Sí, se puede ver como un relato moralizante, pero queda claro que Hogg se deleita en lo que cuenta más allá de su interpretación posterior, de manera que nos sume en ese progresivo infierno a la vez que su protagonista, que al principio nos resulta odioso por su aparente maldad innata oculta bajo un velo de fe, nos va pareciendo más «humano» conforme las dudas le asaltan.
Del paralelismo que se pueda hacer con cualquier situación actual o pasada, ¿para qué hacer mención?
Los caminos del señor serán, en todo caso, inescrutables.
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