Pedro M. Domene
Las novelas de aventuras siguen estando de moda o al menos nunca han dejado de estarlo si el autor es Sir Arthur Conan Doyle (Edimburgo, 1859- Sussex, 1930), el padre de Sherlock Holmes y el profesor Challenger, dos personajes que le inspirarían la mayor parte de su producción, el primero con investigador policíaco aficionado que llevará sus pesquisas al terreno de lo lógico y el segundo, un hombre de ciencia, un naturalista capaz de aventurarse con las más audaces teorías. Como Rudyard Kipling, el autor escocés, representa mejor que nadie la triunfante expansión inglesa por todo el mundo y como él, no deja de cantar sus glorias y su superioridad. Tema que se vislumbra en una de sus novelas más conocidas, El mundo perdido (1912) y, sobre todo, en La tragedia del Korosko (1898), la historia de un grupo de pacíficos y singulares turistas se ven sorprendidos en su excursión por el Nilo por una banda de integristas islámicos y son secuestrados. El grupo de cautivos es heterogéneo y, aunque menos, también lo serán algunos de sus secuestradores a lo largo del relato. A partir de este hecho, Sir Arthur Conan Doyle elabora una novela de aventuras, maestra en su género y que, paradójicamente, leída en el siglo XXI adquiere unos sorprendentes tintes premonitorios de los peligros que acechan a los turistas occidentales que se adentran en zonas remotas del Oriente medio. El itinerario que describe Conan Doyle, además, de descriptivo e informativo, tiene ciertos elementos históricos que están muy están presentes: la construcción del canal de Suez, las insurrecciones de Alí Wad Ibrahim o las referencias a las aventuras de Gordon en Sudán y la ciudad de Jartum. El clímax dramático se produce cuando estos derviches del Sudán les obligan a abjurar de su fe cristiana; el autor muestra una actitud ética cuando sus personajes, algunos ellos, de valores morales intachables, se resisten a esa humillación que, por otra parte, podría salvarles la vida. Entre la profundidad religiosa y la superficialidad de algunas actitudes, Conan Doyle se inclina por una actitud metafísica que se aparta de las religiones oficiales del momento.
El paisaje se incorpora en el relato con cierta corporeidad, en algunos pasajes su belleza impresiona, incluso pesa; las noches estrelladas del desierto pueden ser opresoras o bien esperanzadoras. Los pasajeros del Korosko, descritos al principio del relato, conforman un mosaico de personalidades arquetípicas de los países de origen; la caprichosa norteamericana Sadie Adams, el veterano coronel inglés Cochrane, el tocanarices de Monsieur Fardet, los irlandeses Sres. Belmont, el joven diplomático Cecil Brown, el reverendo John Stuart y Mrs. Shlesinger, madre e hijo; en realidad, como señala el autor, todos formaban una expedición alegre porque muchos de ellos habían hecho el viaje juntos desde El Cairo hasta Asuán, un recorrido en el que el carácter frío de los anglosajones se derretía viajando por el Nilo, aunque lo más destacable del libro, que no deja de ser una aventura en la producción narrativa de Conan Doyle, es ese contraste entre la dignidad y valor moral de los cautivos con la denominada barbarie de los nativos. Podemos imaginar que para un inglés de finales del XIX, resultaría muy difícil (o quizá para cualquier otro europeo) admitir que otros pueblos, de cultura, raza y religión diferentes podían tener derecho a luchar por su independencia. El imperialismo colonial, como sucederá en Asia y luego en América, invadía África y sus riquezas materiales con el pretexto de introducir una moderna civilización. Nada nuevo en el planeta.
Aprendi mucho
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