Trad. Luis Eduardo Rivera. Periférica, Cáceres, 2008. 132 pp. 14 €
Care Santos
Escribe el alemán Hermann Broch alrededor de 1940: «También el dolor es digno de ser vivido». Cuatro años más tarde escribe Odette Elina en sus cuadernos: «Llamo a la muerte porque tengo frío, porque el mundo nos olvida y más vale terminar pronto». Odette Elina era pintora (o, por lo menos, eso decía ella que era) y tenía 24 años cuando la llevaron al campo de concentración de Auschwitz. De nacionalidad francesa, vivía en París, militaba en el Partido Comunista y durante la Segunda Guerra Mundial ejerció como activista de la Resistencia. Sirvió de enlace con el Ejército Secreto, elaboró mapas y planos para la eliminación de los campos y fábricas de aviación se encargó de la distribución de armas, coordinó la acción paramilitar, organizó a los maquis. Todo eso hasta 1943, año en que, durante una de sus misiones en París, fue detenida por la Gestapo y deportada. En el postfacio a esta edición, Sylvie Jedynak aporta un dato horripilante: el convoy donde Elina viajó al campo de concentración «estaba formado por 1.004 judíos, de los cuales 398 eran hombres, 600 mujeres y 174 niños... En 1945 quedaban 37 supervivientes, de los que 25 eran mujeres».
La primera pregunta que surge al tener entre las manos un libro como éste es: «¿Era necesario?». ¿Hay algo que no se haya dicho aún, que convenga repetir, puntualizar, recordar? Está claro que el objetivo que persigue Elina es el mismo que persiguió —y dejó claro en sus propios textos— Primo Levi: hay que mantener viva la memoria del holocausto para que no vuelva a ocurrir, existe la obligación moral por parte de quienes lo vivieron de contarlo. ¿Es eso suficiente?
Care Santos
Escribe el alemán Hermann Broch alrededor de 1940: «También el dolor es digno de ser vivido». Cuatro años más tarde escribe Odette Elina en sus cuadernos: «Llamo a la muerte porque tengo frío, porque el mundo nos olvida y más vale terminar pronto». Odette Elina era pintora (o, por lo menos, eso decía ella que era) y tenía 24 años cuando la llevaron al campo de concentración de Auschwitz. De nacionalidad francesa, vivía en París, militaba en el Partido Comunista y durante la Segunda Guerra Mundial ejerció como activista de la Resistencia. Sirvió de enlace con el Ejército Secreto, elaboró mapas y planos para la eliminación de los campos y fábricas de aviación se encargó de la distribución de armas, coordinó la acción paramilitar, organizó a los maquis. Todo eso hasta 1943, año en que, durante una de sus misiones en París, fue detenida por la Gestapo y deportada. En el postfacio a esta edición, Sylvie Jedynak aporta un dato horripilante: el convoy donde Elina viajó al campo de concentración «estaba formado por 1.004 judíos, de los cuales 398 eran hombres, 600 mujeres y 174 niños... En 1945 quedaban 37 supervivientes, de los que 25 eran mujeres».
La primera pregunta que surge al tener entre las manos un libro como éste es: «¿Era necesario?». ¿Hay algo que no se haya dicho aún, que convenga repetir, puntualizar, recordar? Está claro que el objetivo que persigue Elina es el mismo que persiguió —y dejó claro en sus propios textos— Primo Levi: hay que mantener viva la memoria del holocausto para que no vuelva a ocurrir, existe la obligación moral por parte de quienes lo vivieron de contarlo. ¿Es eso suficiente?
Después del atentado de las Torres Gemelas en 2001, Rosa Montero publicó un artículo en el diario El País donde afirmaba que lo que había sesgado la caída de las torres, además de los centenares de vidas que todos sabemos, fue nuestra inocencia. Pienso que acaso el primer atentado contra esa inocencia colectiva fueron los campos de concentración nazis, y sin duda a ella se refería Günter Grass cuando se planteó cómo se escribía después de Auschwitz. Cómo se escribe después de las crueldades del feroz siglo XX, sobre qué se escribe, con qué intención, para qué lector.
Libros como éste de Odette Elina, breve y conciso, como una bala directa al corazón, demuestran que nuestra inocenia siempre puede ser atacada. Y, más aún: que el dolor es, como decía Broch, algo que debe ser vivido y, por supuesto, contado. Esto hace aquí esta pintora y militante política: contar su dolor. De un modo esquemático, esbozado, fragmentario. Escribe sensaciones, impresiones visuales, anécdotas mínimas que contienen dramas máximos, pequeños recuerdos... y con todo ello va armando un rompecabezas en el que tanto o más impresiona lo que deja fuera que todo lo que cuenta.
Para empezar, en estas notas no hay pasado. No hace la autora ni una sola referencia al mundo que quedó fuera, a aquel que no sabía si iba a recuperar algún día. «Estábamos separados del resto del Universo», dice. Y, por supuesto, tampoco hay futuro. Sólo el presente existe, un presente que pone a prueba los límites de la resistencia humana y que se nos explican desde una simplicidad desnuda: «Los crematorios estaban cargados hasta reventar de combustible humano», afirma la autora. Y al observar la indiferencia de los responsables de los campos, se pregunta: «¿No sabían que hay seres humanos que sufren sin que el resto del mundo piense en indignarse por sus sufrimientos?». Hay capítulos de un dramatismo asfixiante, como el denominado «Los gemelos», en el que se nos narra la predilección malsana de los oficiales alemanes por los hermanos idénticos y cuya lectura merece la pena por sí sola el acercarse a este libro. De vez en cuando, sin embargo, aparecen pequeño soplos de esperanza, de vaga humanidad, como ocurre en la historia de Olek.
Libros como éste de Odette Elina, breve y conciso, como una bala directa al corazón, demuestran que nuestra inocenia siempre puede ser atacada. Y, más aún: que el dolor es, como decía Broch, algo que debe ser vivido y, por supuesto, contado. Esto hace aquí esta pintora y militante política: contar su dolor. De un modo esquemático, esbozado, fragmentario. Escribe sensaciones, impresiones visuales, anécdotas mínimas que contienen dramas máximos, pequeños recuerdos... y con todo ello va armando un rompecabezas en el que tanto o más impresiona lo que deja fuera que todo lo que cuenta.
Para empezar, en estas notas no hay pasado. No hace la autora ni una sola referencia al mundo que quedó fuera, a aquel que no sabía si iba a recuperar algún día. «Estábamos separados del resto del Universo», dice. Y, por supuesto, tampoco hay futuro. Sólo el presente existe, un presente que pone a prueba los límites de la resistencia humana y que se nos explican desde una simplicidad desnuda: «Los crematorios estaban cargados hasta reventar de combustible humano», afirma la autora. Y al observar la indiferencia de los responsables de los campos, se pregunta: «¿No sabían que hay seres humanos que sufren sin que el resto del mundo piense en indignarse por sus sufrimientos?». Hay capítulos de un dramatismo asfixiante, como el denominado «Los gemelos», en el que se nos narra la predilección malsana de los oficiales alemanes por los hermanos idénticos y cuya lectura merece la pena por sí sola el acercarse a este libro. De vez en cuando, sin embargo, aparecen pequeño soplos de esperanza, de vaga humanidad, como ocurre en la historia de Olek.
W. B. Sebald se preguntó en Sobre la historia natural de la destrucción por qué Alemania había carecido de cronistas dispuestos a contar lo que le ocurrió a sus ciudades al final de la II Guerra Mundial. Tal vez no eran ellos, los alemanes, quienes debían escribir esa crónica del horror, sino los otros, los extranjeros. Tal vez en esa distancia necesaria radique todo.
Desconocía este libro que me parece realmente interesante a la vista de tus comentarios. Las reflexiones que haces en torno al Holocausto son muy pertinentes, no hay duda de que los campos son un punto de referencia moral a partir del cuál se construye gran parte de la historia de la segunda mitad del siglo XX y la Literatura, como es una de sus funciones, da buena fe de ello.
ResponderEliminarUn saludo.
PD. Advierto en el título del post un pequeño error en las fechas que, entiendo, deben ser 1944-1945 .
Imprescindible. Como los libros de Kerstez, Antelme o Levi. Para releerlo una y otra vez.
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