Care Santos
Todos los que somos padres o madres sabemos lo difícil que resulta al final de la jornada sentarse paciente y tiernamente a explicarle un cuento a tu hijo. No es que no sea algo precioso, es que el pase del espectáculo nos pilla demasiado agotados para disfrutarlo bien. Sin embargo, los dividendos de esa actividad son tan altos que nos animan a seguir haciéndolo. Y, sospecho, serán más altos aún a medida que los pequeños lectores —por ahora sólo oyentes— vayan creciendo y formando su gusto. En ese sentido, el hijo del crítico de literatura infantil y juvenil es un lector privilegiado: tiene tantos títulos a su alcance que casi no le da tiempo a catarlos todos. Por otra parte, no siempre el papel de la crítica-lectora-mamá es tan gratificante como quiero hacer(me) creer en estas líneas: hay veces que, teniendo en su estantería la estupenda obra de varios premios Andersen y media docena de premios nacionales de literatura infantil, pudiendo elegir entre un sinnúmero de álbumes ilustrados de excelente calidad, los pequeños se deciden por el cuento comprado en la tienda de baratijas de la esquina por unos abuelos con más buena intención que gusto literario. En fin, la vida de madre es así: no siempre estamos todos a la altura. Ni siquiera los libros.
Sin embargo, toda madre sabe, con sólo echar un vistazo al título elegido, si va a ser o no del gusto de su vástago. Por aquello tan manido y tan cierto de que les conoces como si les hubieras... Yo supe que estos 365 Pingüinos iban a ser los reyes del mambo en casa desde que tropecé con ellos en la mesa de novedades de una gran librería. Y por eso mismo los adopté.
La historia, además, es muy propicia a ese símil: un mensajero llega un buen día a casa de una familia normal —padre, mare y dos hijos— trayendo un paquete misterioso. Una vez abierto, el paquete resulta ser un pingüino. La familia lo adopta como mascota. Los niños son felices alimentando a ese amigo inesperado y exótico. Pero al día siguiente llega otro pingüino, y al tercero otro, y al cuatro otro más, y así uno cada día hasta que al cabo de la primera semana la familia ya tiene siete pingüinos que cuidar y alimentar. De momento, es divertido: los niños les buscan nombres, como si fueran mascotas normales. Pero la cosa continúa. A final de mes ya hay treinta pingüinos. A los dos meses ya no hay quien soporte tanto pingüino suelto por la casa (59 en total, porque el mes era febrero). Hay que ordenarlos y el padre se encarga (¿hay aquí guiños a Ikea y su diábolico plan ordenalotodo en que todos hemos caído? Tal vez). De hecho, el número de pingüinos se sigue incrementando a razón de uno por día a lo largo de todo un año hasta que serán 365 los pingüinos a quienes hay que cuidar, ordenar o alimentar. Claro, ya nadie lo encuentra tan divertido. Sobretodo cuando los animalitos toman la ducha o se ponen a hacer ruido todos al mismo tiempo. Eso sin contar que el calor les pone nerviosos o que comen 2,5 kilos de pescado cada uno al día (a 3 euros el kilo multiplicado por 365 arroja una fortuna que arruinaría a cualquier familia). En resumen: la situación es insostenible hasta que la noche de fin de año llega el tío Víctor-Emilio, activo ecologista, y les explica por qué ha sido el causante de tal overbooking pingüinil.
La plaga de pingüinos que invade estas páginas hará reír a los niños, pero también a los adultos. En el fondo, es literatura del absurdo de la buena, expresada con medios sencillos —dibujos a tres tintas, de trazos contundentes, un texto mínimo, claro y humorístico— y grandes dosis de imaginación. Por supuesto, hay mensaje, pero también éste es triunfador: las nuevas generaciones están muy concienciadas de su papel de salvadores de un planeta que nosotros, sus padres, hemos contribuido a estropear, y se identifican con facilidad con el mensaje ecologista, que además les entusiasma. Por último, la historia se cierra sobre sí misma volviendo al inicio de un modo sorprendente. Un relato circular y, a la vez, un libro redondo.