Trad. Joaquín Jordá. Anagrama, Barcelona, 2007. 336 pp. 9 €
José Morella
Una familiar mía, mujer de edad avanzada, me contó que su primer novio se alistó en el bando nacional y se fue del pueblo. Más tarde ella se enteró de que había “deshonrado” a la hija de un teniente fascista y había tenido que casarse. Pero lo que yo he dicho de un modo lacónico ella lo estuvo explicando durante horas: su discurso se iba desdevanando en otras líneas secundarias, en otros personajes, en detalles y descripciones, en otra gente cuyas historias tapaban a la principal hasta el punto de que ya no parecía la principal. Ese es el tono de Camino de sirga. Cuando la lees, además del placer de tener en las manos una novela deliciosa, sientes una enorme envidia por las horas, por las tardes enteras que Jesús Moncada pasó conversando con los vecinos de la antigua Mequinenza para reconstruir los hechos que, desdibujados pero tal vez por ello más verdaderos, se desarrollaron en el pueblo desde inicios del siglo XIX hasta que quedó sepultado bajo las aguas, convertido en un montón de pecios de la memoria en el fondo del pantano de Riba-Roja. Moncada asimila con una humildad que le engrandece el estilo narrativo de la gente de la calle, y lo lleva a la novela de manera que al lector le parece estar conversando con una especie de manantial de voces que brota del corazón mismo del pueblo. Es en este sentido que pienso que Moncada es el novelista social por excelencia. Es el novelista de la gente, no solo porque la representa sino porque es creado, como autor, por la gente misma. Me resulta imposible no sentirlo como un amigo, como alguien con quien querría hablar y con quien, de algún modo, he hablado.
Camino de sirga está cargado de historias geniales, a veces llenas de un humor sutil y poético gracias al contraste con la profundidad trágica de los hechos, y otras veces con un humor más gamberro y ácido: al referirse, por ejemplo, al provincianismo de los dueños de las minas, o a la beatería necia y el proceder pacato y ciego de las autoridades franquistas. Uno, gracias a esta conversación transpuesta en literatura que Moncada le deja escuchar, se entera de todo: por ejemplo de que nadie en Mequinenza quería que ninguna de las dos guerras mundiales terminase, puesto que con ellas las minas rugían de actividad y el pueblo se enriquecía; se oyen los ecos que llegan, casi inaudibles dada la distancia pero no por ello menos impactantes, de los campos de concentración nazis; el lector toma nota de las luchas entre los maquis y la guardia civil, de los amores no correspondidos entre la gente de todas las clases sociales, de los rencores, las traiciones, los odios, las miserias de los poderosos y las mentiras que los patriarcas han de decir para que nadie sepa cómo se enriquecieron... Cualquier parafraseo es inútil. Mejor salgan sin más demora para la librería.
La Mequinenza del texto está poblada de multitud de personajes, pero queremos pararnos en uno: el navegante Arquimedes Quintana, que representa la tercera España porque antepone a cualquier fe ciega en un credo político la valentía de una vida vivida sin hacerse trampas a uno mismo. Si no de qué manera podemos entender el gesto —antibelicista sin duda— de un vehemente republicano que cada año paga una misa en el pueblo por la salvación eterna de un musulmán que él mismo mató en la batalla de Tetuán. Arquimedes Quintana nunca habría quemado una iglesia, pero su figura mítica de navegante y referente moral del pueblo generaba temor en muchos cicateros burgueses de doble moral que, en el fondo, deseaban con todas sus fuerzas que fuera fulminada al instante cualquier tipo de movilización obrera. No todos, por supuesto. La novela no es en absoluto maniquea y están recogidas todas las actitudes de las distintas clases sociales.
Arquimedes Quintana es uno de los personajes más conmovedores y sólidos que he leído: basa su fuerza en la entereza de tantos ciudadanos reales parecidos a él, insobornables, esparcidos por todos los pueblos de España, en todas las Mequinenzas de la memoria, a los que Moncada rinde homenaje. Este personaje, entre otros, quita la razón a aquellos que abren debates estériles sobre si se ha escrito o no una gran novela de la Guerra Civil. Por supuesto que se ha escrito. Hay dos —aunque ambas abarcan un periodo histórico más amplio que la guerra misma: Camino de sirga y —sobre todo— La plaza del diamante, de Mercè Rodoreda, la gran novelista peninsular del siglo XX, autora que merece una atención inmensamente mayor de la que se le da. Camino de Sirga, además, contaba con la gran dificultad de ser escrita desde los confines de la marginalidad lingüística y cultural, dado el carácter fronterizo de Mequinenza: pertenece administrativamente a Aragón pero se habla catalán. De hecho, a Moncada tuvieron que sugerirle, cuando ya había empezado a escribir en castellano, que su lengua materna también podía ser un vehículo literario. Él ni se atrevía. Quién le iba a decir que le traducirían al vietnamita o al japonés. Aunque pagó con creces su apuesta difícil como narrador: ¿cómo es posible que al autor de una novela traducida a más de quince lenguas no le diera para vivir de su trabajo literario?
La verdadera muerte, parece decir Moncada, es el olvido. Mequinenza es muchas cosas, es una metáfora de la memoria misma engullida por el río del olvido, el Leteo que aquí es la confluencia del Ebro y el Segre. En otro título suyo habla de “estremida” memoria, memoria estremecida y movediza, no definitiva, nunca igual a sí misma, cambiada a cada golpe de recuerdo. Es la memoria de un hombre intentando reconstruir en su mente dónde estaban los negocios, las casas, las calles que fueron demolidas en Mequinenza. Con la demolición y la mudanza al nuevo pueblo van apareciendo en la calle, salidos de dentro de las casas, objetos que ya nadie recordaba que tenía. La memoria se remueve. Se desentierran historias que se vuelven sorprendentes novedades: ataúdes no usados que acabaron siendo baúles llenos de cebollas, espejos que han visto verdades que no veremos, restos de antiguos coches de lujo, cañones guardados desde guerras antiguas...
Mequinenza sirve también de imagen de las ruinas de la República inundadas por el franquismo; un pueblo de navegantes y mineros que funciona como trasunto poético del tiempo perdido de la libertad. Un oasis en lo gris, un oasis hecho de impurezas auténticas como las voces de la gente, de historias que fluyen y se multiplican y al final se pierden como las de la gente.
José Morella
Una familiar mía, mujer de edad avanzada, me contó que su primer novio se alistó en el bando nacional y se fue del pueblo. Más tarde ella se enteró de que había “deshonrado” a la hija de un teniente fascista y había tenido que casarse. Pero lo que yo he dicho de un modo lacónico ella lo estuvo explicando durante horas: su discurso se iba desdevanando en otras líneas secundarias, en otros personajes, en detalles y descripciones, en otra gente cuyas historias tapaban a la principal hasta el punto de que ya no parecía la principal. Ese es el tono de Camino de sirga. Cuando la lees, además del placer de tener en las manos una novela deliciosa, sientes una enorme envidia por las horas, por las tardes enteras que Jesús Moncada pasó conversando con los vecinos de la antigua Mequinenza para reconstruir los hechos que, desdibujados pero tal vez por ello más verdaderos, se desarrollaron en el pueblo desde inicios del siglo XIX hasta que quedó sepultado bajo las aguas, convertido en un montón de pecios de la memoria en el fondo del pantano de Riba-Roja. Moncada asimila con una humildad que le engrandece el estilo narrativo de la gente de la calle, y lo lleva a la novela de manera que al lector le parece estar conversando con una especie de manantial de voces que brota del corazón mismo del pueblo. Es en este sentido que pienso que Moncada es el novelista social por excelencia. Es el novelista de la gente, no solo porque la representa sino porque es creado, como autor, por la gente misma. Me resulta imposible no sentirlo como un amigo, como alguien con quien querría hablar y con quien, de algún modo, he hablado.
Camino de sirga está cargado de historias geniales, a veces llenas de un humor sutil y poético gracias al contraste con la profundidad trágica de los hechos, y otras veces con un humor más gamberro y ácido: al referirse, por ejemplo, al provincianismo de los dueños de las minas, o a la beatería necia y el proceder pacato y ciego de las autoridades franquistas. Uno, gracias a esta conversación transpuesta en literatura que Moncada le deja escuchar, se entera de todo: por ejemplo de que nadie en Mequinenza quería que ninguna de las dos guerras mundiales terminase, puesto que con ellas las minas rugían de actividad y el pueblo se enriquecía; se oyen los ecos que llegan, casi inaudibles dada la distancia pero no por ello menos impactantes, de los campos de concentración nazis; el lector toma nota de las luchas entre los maquis y la guardia civil, de los amores no correspondidos entre la gente de todas las clases sociales, de los rencores, las traiciones, los odios, las miserias de los poderosos y las mentiras que los patriarcas han de decir para que nadie sepa cómo se enriquecieron... Cualquier parafraseo es inútil. Mejor salgan sin más demora para la librería.
La Mequinenza del texto está poblada de multitud de personajes, pero queremos pararnos en uno: el navegante Arquimedes Quintana, que representa la tercera España porque antepone a cualquier fe ciega en un credo político la valentía de una vida vivida sin hacerse trampas a uno mismo. Si no de qué manera podemos entender el gesto —antibelicista sin duda— de un vehemente republicano que cada año paga una misa en el pueblo por la salvación eterna de un musulmán que él mismo mató en la batalla de Tetuán. Arquimedes Quintana nunca habría quemado una iglesia, pero su figura mítica de navegante y referente moral del pueblo generaba temor en muchos cicateros burgueses de doble moral que, en el fondo, deseaban con todas sus fuerzas que fuera fulminada al instante cualquier tipo de movilización obrera. No todos, por supuesto. La novela no es en absoluto maniquea y están recogidas todas las actitudes de las distintas clases sociales.
Arquimedes Quintana es uno de los personajes más conmovedores y sólidos que he leído: basa su fuerza en la entereza de tantos ciudadanos reales parecidos a él, insobornables, esparcidos por todos los pueblos de España, en todas las Mequinenzas de la memoria, a los que Moncada rinde homenaje. Este personaje, entre otros, quita la razón a aquellos que abren debates estériles sobre si se ha escrito o no una gran novela de la Guerra Civil. Por supuesto que se ha escrito. Hay dos —aunque ambas abarcan un periodo histórico más amplio que la guerra misma: Camino de sirga y —sobre todo— La plaza del diamante, de Mercè Rodoreda, la gran novelista peninsular del siglo XX, autora que merece una atención inmensamente mayor de la que se le da. Camino de Sirga, además, contaba con la gran dificultad de ser escrita desde los confines de la marginalidad lingüística y cultural, dado el carácter fronterizo de Mequinenza: pertenece administrativamente a Aragón pero se habla catalán. De hecho, a Moncada tuvieron que sugerirle, cuando ya había empezado a escribir en castellano, que su lengua materna también podía ser un vehículo literario. Él ni se atrevía. Quién le iba a decir que le traducirían al vietnamita o al japonés. Aunque pagó con creces su apuesta difícil como narrador: ¿cómo es posible que al autor de una novela traducida a más de quince lenguas no le diera para vivir de su trabajo literario?
La verdadera muerte, parece decir Moncada, es el olvido. Mequinenza es muchas cosas, es una metáfora de la memoria misma engullida por el río del olvido, el Leteo que aquí es la confluencia del Ebro y el Segre. En otro título suyo habla de “estremida” memoria, memoria estremecida y movediza, no definitiva, nunca igual a sí misma, cambiada a cada golpe de recuerdo. Es la memoria de un hombre intentando reconstruir en su mente dónde estaban los negocios, las casas, las calles que fueron demolidas en Mequinenza. Con la demolición y la mudanza al nuevo pueblo van apareciendo en la calle, salidos de dentro de las casas, objetos que ya nadie recordaba que tenía. La memoria se remueve. Se desentierran historias que se vuelven sorprendentes novedades: ataúdes no usados que acabaron siendo baúles llenos de cebollas, espejos que han visto verdades que no veremos, restos de antiguos coches de lujo, cañones guardados desde guerras antiguas...
Mequinenza sirve también de imagen de las ruinas de la República inundadas por el franquismo; un pueblo de navegantes y mineros que funciona como trasunto poético del tiempo perdido de la libertad. Un oasis en lo gris, un oasis hecho de impurezas auténticas como las voces de la gente, de historias que fluyen y se multiplican y al final se pierden como las de la gente.
Cierto es que conviene reivindicar a un buen número de escritores que, a pesar de no escribir en castellano, y por tanto, ser ninguneados en gran parte del panorama de las letras hispànicas, tienen un universo pròpio maravilloso. Sugiero,a quien tenga la posibilidad, leer Camino de sirga en versión original catalana. La riqueza de léxico és abrumadora, y no solo nos da cuenta de un mundo físico que desaparece. Al mismo tiempo el vigor de una lengua que vive en la frontera con multitud de giros pròpios, también se pierde. Por otra parte es una làstima que no se incluya en el blog el nombre del traductor.
ResponderEliminarEs un libro que tengo ganas de leer hace tiempo; en este caso, en su edición catalana, que quizá tenga más color. A ver si lo pillo pronto. Un abrazo y gracias por la reseña.
ResponderEliminarEs cierto que deberíamos incluir al traductor, que es el recientemente fallecido director de cine Joaquim Jordà. La verdad es que traducir Camí de Sirga es algo digno de mérito, muy difícil, y Jordà lo hizo estupendamente.
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