Marta Sanz
En estos tiempos que corren y de los que todos somos responsables, es muy difícil no renunciar a la poesía y conseguir publicar una novela; crear una atmósfera de tristeza y de melancolía sin abrumar al lector; dibujar el contorno de la nostalgia y no caer en el reaccionarismo.
Estos son tres de los logros fundamentales de Javier Pérez Andújar en Los príncipes valientes: a través de una voz narrativa que hablando del pasado se proyecta hacia el futuro, una voz de niño viejo que reflexiona sobre el crecimiento y sobre la infancia de una forma tan sesgada e impresionista e impresionable como la que los niños adoptan para pensar el tiempo, el espacio y sus objetos, se perfila un momento de la Historia que, para muchos de nosotros, es familiar y hace que nos nazcan una sonrisa y a la vez cierta sensación de pérdida. Todo lo que nos cuenta Pérez Andújar parece lejano, lejanísimo, y sin embargo, en la memoria de la cada uno, son imágenes que parecían archivadas a la vuelta de la esquina: el sonido de las máquinas de bolas, de los flippers, cuando te tocaba la lotería, ese sonido sordo que te llenaba de felicidad; las peripecias de Kojak o del teniente Colombo —he echado mucho de menos a McMillan y esposa con aquella pizpireta Susan Saint James, pero es cada quien excava su propio túnel del tiempo y su propio recuerdo de las manchas de los papeles pintados y a lo mejor es verdad que ser un chico o una chica marca una diferencia importante—, las series de la tele de los setenta a partir de las que Pérez Andújar lleva a cabo una vivisección que puede resultar cómica en su detallismo y en su penetración exegética, pero que es un ejemplo de praxis metodológica de los cultural studies y de cómo la cultura, entendida en una acepción no precisamente elitista o clásica, la cultura como nutrición e hidrato de carbono, forma parte de nuestra manera de mirar o de gesticular y, por eso, la producción y el consumo de sus objetos han de ser responsables, porque los carga el diablo y se asimilan a nivel celular como el alcohol, el tabaco y los centollos. Pérez Andújar nos devuelve la emoción de conseguir un tebeo, leerlo, releerlo y manosearlo, el disfrute de las estampas en páginas alternas de las Joyas Literarias Juveniles; el olor de las obras, el barrizal, los hitos urbanos donde se inventaban los juegos y se celebraban esos actos de secreto y liturgia en los que cada niño es un oficiante; nos devuelve los primeros amigos y las primeras amigas; todo lo que no se sabe y al ser desvelado preña de sentido lo demás; las confusiones creativas, un poco mágicas, entre los nombres que nos sirven para conocer el mundo...
Porque ésta es, ante todo, la novela de la infancia de un escritor que, en sus orígenes, coloca las palabras por encima de la realidad y hace descubrimientos a partir de la creencia de que las casualidades no existen en el lenguaje y a partir de las similitudes entre el apellido Verne y la palabra más repetida en El cuervo de Poe, never, o entre el apellido Moro, del padre de la utopía, y el famoso doctor Moreau de H.G. Wells... La novela de un escritor que se sabe un escritor de palabras y de atmósferas por encima de las tramas, y que con sus palabras y su cadencia irrenunciablemente poética, es capaz de narrar sobre esa delgada línea en la que resulta difícil separar la acción de las descripciones: los ambientes impregnan a los personajes que se ponen en movimiento y, a su vez, cada movimiento de un personaje es un modo de acercarse a su descripción. La posible identificación con el personaje-narrador-autor de Pérez Andújar no es sólo generacional, nostálgica y territorialmente reconocible, sino acaso universal, compartida por cada escritor del planeta, en esa fascinación por las palabras, en su capacidad de conjuro, en el misterio y el deseo permanentes de apropiárselas y redescubrirlas, personalizarlas para confeccionar un diccionario y una sintaxis —pero sobre todo un diccionario— para ver mejor, ampliar el mundo, trepanarlo, iluminarlo, comprenderlo... Al final, el gran acierto de esta novela consiste en que cuestiona un prejuicio, un estereotipo asociado a la escritura y a la personalidad de los escritores: ni debe haber culpa por el enamoramiento hacia las formas del lenguaje ni esas formas del lenguaje se desvinculan de cada biografía y de cada opción ideológica. Es más: son una opción ideológica, las volutas del verbo, la metáfora, la textura de los nombres...
Hay en estas páginas una forma bellísima e implícita de la mala conciencia: la que confronta el crecimiento libresco, el egotismo infantil, el universo cerrado de las relaciones entre los mejores amigos en la niñez, la música de las palabras que se van acumulando en el léxico íntimo, con las tortillas de patata que la madre cocina para llevar a la cárcel, con los encierros clandestinos de un padre comprometido con la clase obrera y la lucha antifranquista, con un pasado rural que no es sólo el espacio idílico recreado por un madre narradora sino también un punto de oscuridad, represión, crueldad, carencia y guerra: una de las razones que da sentido a casi todo en la vida de un personaje que construye su identidad por lo que lee, por lo que ve, por lo que escucha, pero también por la clase social y el bando del que proviene. Lo uno no borra lo otro: ni Colombo ni Verne ni Poe ni los ciclistas de la vuelta a España anestesian la costra de la Historia, el peso y la raíz de cada biografía. Al final, la contradicción es una falacia que el narrador desmonta con la facilidad de su lenguaje poético: De vuelta al final de esa tarde, de nuevo en nuestra casa, aovillado, recogido en el sofá, al calor palpitante de mi madre, que no deja de pasar pespuntes, coser, hilvanar, cortar retales, para ayudar en el hogar, y dejándome llevar con ella por lo que dan en televisión, y sintiéndome, a pesar de todo este parapeto, más frágil de lo que nunca me había visto, voy a descubrir en ese momento que toda ideología necesita una literatura, y con un gesto de afirmación concentraré toda mi curiosidad en la pantalla del televisor queriendo impregnarme frenéticamente de la literatura, de las frases, de las palabras de las cosas y de los rostros que van apareciendo en la obra Paradox, una dramatización de la novela de Pío Baroja, que esa misma noche voy a pedir impaciente como regalo de Reyes, con fanatismo de niño que se ha prometido hacerse escritor para serle fiel a su paisaje, a su ideología.
Un libro bellísimo, imprevisible y, pese a las apariencias, desmitificador, que no nos debemos perder.
Estos son tres de los logros fundamentales de Javier Pérez Andújar en Los príncipes valientes: a través de una voz narrativa que hablando del pasado se proyecta hacia el futuro, una voz de niño viejo que reflexiona sobre el crecimiento y sobre la infancia de una forma tan sesgada e impresionista e impresionable como la que los niños adoptan para pensar el tiempo, el espacio y sus objetos, se perfila un momento de la Historia que, para muchos de nosotros, es familiar y hace que nos nazcan una sonrisa y a la vez cierta sensación de pérdida. Todo lo que nos cuenta Pérez Andújar parece lejano, lejanísimo, y sin embargo, en la memoria de la cada uno, son imágenes que parecían archivadas a la vuelta de la esquina: el sonido de las máquinas de bolas, de los flippers, cuando te tocaba la lotería, ese sonido sordo que te llenaba de felicidad; las peripecias de Kojak o del teniente Colombo —he echado mucho de menos a McMillan y esposa con aquella pizpireta Susan Saint James, pero es cada quien excava su propio túnel del tiempo y su propio recuerdo de las manchas de los papeles pintados y a lo mejor es verdad que ser un chico o una chica marca una diferencia importante—, las series de la tele de los setenta a partir de las que Pérez Andújar lleva a cabo una vivisección que puede resultar cómica en su detallismo y en su penetración exegética, pero que es un ejemplo de praxis metodológica de los cultural studies y de cómo la cultura, entendida en una acepción no precisamente elitista o clásica, la cultura como nutrición e hidrato de carbono, forma parte de nuestra manera de mirar o de gesticular y, por eso, la producción y el consumo de sus objetos han de ser responsables, porque los carga el diablo y se asimilan a nivel celular como el alcohol, el tabaco y los centollos. Pérez Andújar nos devuelve la emoción de conseguir un tebeo, leerlo, releerlo y manosearlo, el disfrute de las estampas en páginas alternas de las Joyas Literarias Juveniles; el olor de las obras, el barrizal, los hitos urbanos donde se inventaban los juegos y se celebraban esos actos de secreto y liturgia en los que cada niño es un oficiante; nos devuelve los primeros amigos y las primeras amigas; todo lo que no se sabe y al ser desvelado preña de sentido lo demás; las confusiones creativas, un poco mágicas, entre los nombres que nos sirven para conocer el mundo...
Porque ésta es, ante todo, la novela de la infancia de un escritor que, en sus orígenes, coloca las palabras por encima de la realidad y hace descubrimientos a partir de la creencia de que las casualidades no existen en el lenguaje y a partir de las similitudes entre el apellido Verne y la palabra más repetida en El cuervo de Poe, never, o entre el apellido Moro, del padre de la utopía, y el famoso doctor Moreau de H.G. Wells... La novela de un escritor que se sabe un escritor de palabras y de atmósferas por encima de las tramas, y que con sus palabras y su cadencia irrenunciablemente poética, es capaz de narrar sobre esa delgada línea en la que resulta difícil separar la acción de las descripciones: los ambientes impregnan a los personajes que se ponen en movimiento y, a su vez, cada movimiento de un personaje es un modo de acercarse a su descripción. La posible identificación con el personaje-narrador-autor de Pérez Andújar no es sólo generacional, nostálgica y territorialmente reconocible, sino acaso universal, compartida por cada escritor del planeta, en esa fascinación por las palabras, en su capacidad de conjuro, en el misterio y el deseo permanentes de apropiárselas y redescubrirlas, personalizarlas para confeccionar un diccionario y una sintaxis —pero sobre todo un diccionario— para ver mejor, ampliar el mundo, trepanarlo, iluminarlo, comprenderlo... Al final, el gran acierto de esta novela consiste en que cuestiona un prejuicio, un estereotipo asociado a la escritura y a la personalidad de los escritores: ni debe haber culpa por el enamoramiento hacia las formas del lenguaje ni esas formas del lenguaje se desvinculan de cada biografía y de cada opción ideológica. Es más: son una opción ideológica, las volutas del verbo, la metáfora, la textura de los nombres...
Hay en estas páginas una forma bellísima e implícita de la mala conciencia: la que confronta el crecimiento libresco, el egotismo infantil, el universo cerrado de las relaciones entre los mejores amigos en la niñez, la música de las palabras que se van acumulando en el léxico íntimo, con las tortillas de patata que la madre cocina para llevar a la cárcel, con los encierros clandestinos de un padre comprometido con la clase obrera y la lucha antifranquista, con un pasado rural que no es sólo el espacio idílico recreado por un madre narradora sino también un punto de oscuridad, represión, crueldad, carencia y guerra: una de las razones que da sentido a casi todo en la vida de un personaje que construye su identidad por lo que lee, por lo que ve, por lo que escucha, pero también por la clase social y el bando del que proviene. Lo uno no borra lo otro: ni Colombo ni Verne ni Poe ni los ciclistas de la vuelta a España anestesian la costra de la Historia, el peso y la raíz de cada biografía. Al final, la contradicción es una falacia que el narrador desmonta con la facilidad de su lenguaje poético: De vuelta al final de esa tarde, de nuevo en nuestra casa, aovillado, recogido en el sofá, al calor palpitante de mi madre, que no deja de pasar pespuntes, coser, hilvanar, cortar retales, para ayudar en el hogar, y dejándome llevar con ella por lo que dan en televisión, y sintiéndome, a pesar de todo este parapeto, más frágil de lo que nunca me había visto, voy a descubrir en ese momento que toda ideología necesita una literatura, y con un gesto de afirmación concentraré toda mi curiosidad en la pantalla del televisor queriendo impregnarme frenéticamente de la literatura, de las frases, de las palabras de las cosas y de los rostros que van apareciendo en la obra Paradox, una dramatización de la novela de Pío Baroja, que esa misma noche voy a pedir impaciente como regalo de Reyes, con fanatismo de niño que se ha prometido hacerse escritor para serle fiel a su paisaje, a su ideología.
Un libro bellísimo, imprevisible y, pese a las apariencias, desmitificador, que no nos debemos perder.
Ayer por la tarde,oí a Javier,me pareció un muy narrador...te cuento...hacía de presentador en un acto sobre las migraciones y fue hilvanando un relato a partir de la noticia del hallazgo de un diente de homínido en Atapuerca, el relato estuvo muy bien hecho, eran notas que iba sacando de una libretica chiquita que extrajo de su bolsillo,evocó el St. Adrià de los años 70 que yo también conocí y disfruté mucho ,hoy he visto tu blog y ,decidamente, tengo que leer ese libro porque voy a encontrar trocitos,también , de mi vida. Un abrazo .Quique.
ResponderEliminarEsta misma mañana, en el grupo de lite donde me muevo (es.humanidades.literatura) publiqué la siguiente reseña en torno a la deliciosa novela de Pérez Andújar:
ResponderEliminar"Señora, caballero...
Si es Ud. de los que consideran estimable la lección literaria de Umbral, si
por otro lado gusta del lirismo del escombro y el jaramago y además goza del
plus generacional de saber quién era el Trampas, o Pan Tau o doña Sinforosa
de Higueruelo e item más, conoce qué personaje se tocaba con un Stetson
Tyrol, modelo 7b, talla 7 y 3/4... No busque más. Su novela para este verano
es "Los príncipes valientes" de Javier Pérez Andújar. Ok. Memorialismo
infantil. Pero no se asuste porque en sus páginas no encontrará nostálgicos
cantos por la isla de dicha perdida, ni llorera alguna por el tempus fugit
sino el inventario en tonos grises del número de zapatas que conforman la
cimentación iconográfica del autor, aunque ya puestos, ¿por qué no consignar
unas trencas y unas huelgas y unas charnegas gorras de pana a la orilla del
chocolate líquido del río Besós?
Lo dicho, solicite hoy mismo "Los príncipes valientes" a su librero habitual
y rechace imitaciones."