jueves, agosto 31, 2006

Senectud, Italo Svevo

Trad. Carmen Martín Gaite. El Acantilado, Barcelona, 2006. 347 pp. 10€

Marta Sanz

Los libros de los escritores italianos contemporáneos me suelen dejar melancólica, cuando no profundamente triste. Me pasa con Bassani, con Moravia, con Pavese, con Berto, con Natalia Ginzburg... temo que igual me pasaría con muchos otros que aún no he tenido la felicidad de leer. Me pasa con Svevo. Me ocurrió con esa joya de la narrativa del siglo XX que se llama La conciencia de Zeno, con el agravante de que, en esa ocasión, era un tanto ingenua respeto a lo que me traía entre manos, y Svevo, pseudónimo de Ettore Schmitz, me engañó con su narrador neurótico y obsesivo, con los devaneos de un hombre que es feliz y no lo sabe, y toma conciencia de su felicidad cuando el mundo entero se derrumba. Svevo me congeló la sonrisa con la desgracia final de su novela, un corte brusco que obliga a volver atrás para repensar el libro completo y muchas otras cosas: el libro excede el contenido de sus páginas y nos mete el dedo el ojo. La conciencia de Zeno acaba con una declaración de guerra; entonces, justo en ese instante, las pequeñas preocupaciones cotidianas —la compulsión de fumar y de no fumar, el deseo adulterino, la hipocondría, las insatisfacciones artísticas, laborales...— se recuerdan con nostalgia, porque los vidrios de las casas se están rompiendo por efecto de los disparos y todo, absolutamente todo, de pronto, como después de dar un tajo profundo a la carne, cobra otra dimensión. Esa iluminación horrenda y, al mismo tiempo aleccionadora, ese pesimismo vitalista o ese vitalismo desasosegado —el extraño carpe diem de disfrutar de las miserias cotidianas, de las pequeñas suciedades, porque en un segundo todos podemos quedar reducidos al sonambulismo, a la abulia, a la ignorancia total—, se multiplica por mil hasta herir, y mucho, al lector de Senectud.
Aquí no hay estallidos de guerras, cambios repentinos de costumbres o de ámbitos, exilios, sino la lenta disección y el tono menor, tan reconocible, del arrepentimiento que llega después de la furia o, en general, de una vida cotidiana marcada por relaciones que no sólo no alimentan, sino que deshidratan: Emilio, oficinista y literato, vive con su hermana Amalia, una mujer poco agraciada, que encuentra cierta cota de felicidad en las apariciones de Balli, el amigo escultor de Emilio; a Balli le pone la taza de café, le pone cubierto, incluso cuando él no viene, no va a volver... Amalia se embriaga en secreto y Emilio sufre respecto a ella una culpa que no puede corregir, porque él está pendiente de sus propias pasiones, de los celos y de las mentiras adivinadas en la existencia de Ange, Angelina, Gelona, su amante, personaje de luz que descompone las retinas, y que simboliza esa mezcla de ternura y sordidez, cuyo resultado es una tristeza honda, que caracteriza los libros de los escritores italianos, al menos de los que he citado al principio, y que, en el caso de Senectud, no adquiere los toques humorísticos o cínicos de un Moravia, de un Berto, del mismo Svevo al escribir La conciencia de Zeno. En Senectud, el cuadrilátero de fuerzas sentimentales que imanta a sus protagonistas es claustrofóbico: la hermana y el hermano, con sus promesas de protección y su apagada vida en común; Ange y Emilio, que pretende vivir una pasión en la que él controla las riendas y las riendas se le enredan alrededor del cuello, frente a Ange, una vividora, que fabula y lucha por sobrevivir en una sociedad pacata, falta de espontaneidad, en la que una carcajada es un gesto obsceno; Ange y Balli, fascinado por la vulgaridad de esta rubia rebosante de salud, solar, víctima del mundo y verdugo de Emilio, una rubia grandona de la que, a diferencia de los otros personajes, nunca se nos revelan sus pensamientos; Balli y la oscura, enfermiza, reprimida, fea, Amalia, doméstica y lunar, de un amarillo tan distinto al de Angelina; Emilio y Balli, antagonistas y amigos; Angelina y Amalia, rivales que no se conocen, mujeres antípodas de luz y sombra, de espacios abiertos y saloncitos cerrados, de mentiras abiertamente pronunciadas y verdades ocultas, de las que matan como una larva alojada en una víscera.
Estos mimbres tan próximos al melodrama no desembocan en un alarido o en una parodia, de la que el lector se separaría como consecuencia de la hipérbole, sino en un retrato, en el espejo donde, temerosamente, nos miramos las arrugas de la piel y de los huecos del cuerpo, de los vacíos, en los que tal vez habita la emoción o el alma o la conciencia. Sólo Doña Elena, una encarnación de la bondad, de la que ama sin ser amada, de la que lo pierde todo y es capaz de seguir adelante, fractura sin llegar a quebrar, con su humanidad y su coherencia generosa, la caja de cristal en la que yace encerrado Emilio, el protagonista de Senectud, de quien al acabar la novela se dice: «Años atrás se quedaba fascinado recordando aquel período de su vida, el más importante, el más luminoso». La muerte, el abandono, la traición, la culpa, la enfermedad son los latidos más luminosos de una existencia, en la que el no sentir, a los ojos de Emilio, tal vez a los ojos del propio Svevo, es algo muy parecido a no ser y el ser, el vivir, se aloja siempre en una zona de dolor. O tal vez es que el recuerdo todo lo dulcifica o que nunca se es consciente de la propia felicidad hasta que se la mira de lejos, porque la vivencia del presente y la felicidad son incompatibles: un gato que persigue su cola como si no le perteneciera. En esa paradoja, todos somos viejos: Svevo nos da la oportunidad de reconocernos en nuestra vejez vital y de coger aire. Ésa es quizás la lección de los libros más tristes.

miércoles, agosto 30, 2006

El libro de cocina para los chicos que quieren dejar boquiabiertas a las chicas con pocos elementos y aún menos experiencia, Nicole Seeman

Fotografías Raphaële Vidaling. Algaba, Madrid, 2006. 160 pp. 11,95 €

Care Santos

Confieso que cocino mejor que escribo. Confieso que en los peores momentos —cuando la vida ataca— me doy a la lectura de manuales de cocina. Mis favoritos son aquellos que explican el origen de los platos y los alimentos, pero los tengo de todo tipo. Muchos de ellos serían prescindibles, según argumenta Julian Barnes en su reciente El perfeccionista en la cocina (ver reseña), pero ahí siguen: los regionales, los temáticos, los demasiado sofisticados... He pasado muchos minutos de mi vida tratando de averiguar qué diantre es un crumble o una bavaroise, y muchos más tratando de darles forma. Hay libros de cocina que me han proporcionado más quebraderos de cabeza que el Ulyses de Joyce, pero aquí estoy, fiel al género, echándole un vistazo a cuanto cae en mis manos. Y así he llegado a esta raras avis que hoy comento: un volumen nacido de la hibridación de un libro de cocina paso a paso con un manual de autoayuda y, como resultado, un ramillete de recetas asequibles —escribo esto después de probar una de ellas— elaboradas por alguien que dice no ser profesional de los fogones sino «apasionada de la gastronomía» y fotografiadas —según se asegura, sin trampa ni cartón; y de nuevo recuerdo a Barnes cuando compara las ilustraciones de este tipo de libros con la delgadez fotográfica de Kate Winslet— por alguien que firma fotos «por primera vez en su vida» ya que, se nos dice «su especialidad es más bien de orden literario». Vaya, estoy en manos de aficionadas, me digo. Y mientras me pregunto cuál será el “orden literario” de la especialidad de Raphaële Vidaling empiezo a ojear su libro, publicado bajo ese título sugerente que apela a grandes inteniones y escasos recursos y de cuya lectura atenta se desprendre:
1) Que los hombres no se esfuerzan en la cocina si a cambio no reciben favores sexuales (de nuevo vuelve Barnes, que dice cocinar todo el tiempo para su esposa, ajá, ya sabemos con qué finalidad) .
2) Que los hombres son idiotas. Se les explica, con ilustración includa, cómo es un cuchillo o un bol o se les detalla dónde encontrar cada cosa en un supermercado. (Por ejemplo: las verduras en la sección de verduras, los yogures en la nevera de los yogures y así sucesivamente). Ah, ya sabemos que la autora ha visto escalonias y cebollinos pero, ¿habrá visto algún hombre, últimamente?
3) Que si después de comprar, leer y ejercitar este práctico manual para ligones, el hombre en cuestión no triunfa, es un tarado.
El libro empieza con una especie de concienciación del cocinero:«Preparar una comida para la chica que quieres impresionar favorablemente, le demuestra que eres generoso, atento, creativo, nada “macho”» (caramba, ¿querré yo esto?, me pregunto), «una especie de hombre ideal, mitad Supermán, mitad Papa Noel. Vale la pena, ¿no?»
Pues dicho así, me haces dudar, Nicole, bonita.
Pero sin duda, más allá de la práctica sección para negados absolutos (que sin duda no son reales, o será que, por fortuna, se esconden de mi vista) Utensilios necesarios para preparar las recetas o la muy útil Cómo componer el menú («la idea no es que terminéis la velada cebados como ocas», adoctrina la autora), lo mejor del libro es la sección Elección de platos según el tipo de chica, donde se ofrece un menú adecuado a las diferentes tipologías femeninas, a saber: la chica a-la-última, la chica a régimen, la hedonista, la pija, la vegetariana y la bohemia-burguesa. Como descubro con espanto que no soy ninguna de ellas porque en algún momento de mi vida he sido todas y cada una, decido obrar a sensu contrario: elijo un menú que me guste de entre los propuestos y hasta dar con mi tipo. Dudo entre el "Filet mignon al roquefort", el "salmón al estilo unilateral" (qué cosas, yo siempre tan individualista) y los "calabaciones rellenos de feta y menta". Lo cual me sitúa entre la a-la-última, la hedonista y la bohemia-burguesa. Vaya, ni el horóscopo ha acertado tanto conmigo.
Observo ahora las recetas. Son fáciles, rápidas y para principiantes. Todas ofrecen una lista de ingredientes asequibles, indicación del tiempo necesario y de los útiles que se precisan en su elaboración. Además, aportan consejos útiles, un poco como los de las madres «muy cocinadas» ante sus hijas muy torpes: cómo comprobar que una sartén está caliente («no la toques», advierte, con ternura, Seeman) echando en ella una chucharada sopera de agua treinta segundos después de ponerla al fuego; o en qué momento de la receta es preciso abrir la ventana para que la cocina no se llene de humo.
Por cierto: tan segura está la autora del éxito de sus consejos en los lances amorosos que incorpora a su trabajo una sección de Desayunos por si la cena «la convenció para quedarse». Está, a su vez, subdividida en dos apartados: una versión rápida por si la chica en cuestión debe irse a trabajar y una más relajada, por si el affair cae en fin de semana y hay más tiempo. En ese caso, por ejemplo, recomienda queso fresco con miel o bien bajar a la panadería y traer cruasanes. Hay que reconocer que Seeman piensa en todo.
En una segunda entrega, que se ha publicado simultáneamente enEspaña —no así en Francia— y titulada El libro de cocina para las chicas que no aprendieron gran cosa de su madre explica la autora que fue el éxito del primero volumen lo que la animó a coger de nuevo el bolígrafo (¡prometo que dice el bolígrafo!) y pergeñar un libro donde se aconseja a las mujeres quedar bien«en muchas circunstancias», que van de la seducción de la madre de su príncipe azul a la cena entre amigas puestas a dieta. Y lo peor es que todas nosotras hemos sido alguna vez una de estas tontas.
Por último, ambos libros se ameniza con testimonios de algunos de los agraciados por los consejos de la autora. Preceden cada sección, y tienen algo a medio camino entre campaña de detergente y rollo de alcohólicos anónimos. Mi favorito es el del estudiante Benoit, de 22 años, que bien podría servir para resumir el libro: «Después de comer, Laurence estaba un poco excitada. ¿Sería el jengibre o sería mi encanto natural?» Pues si a los 22 años, Benoit precisa jengibre para excitarte, búscate a otro, guapa, me gustaría poder decirle a Laurence en confianza.
En fin. Jamás me habría ocurrido encontrarme riendo a carcajadas con un libro de cocina. Sinceramente, no sé si esa era la idea de la autora, pero no creo que eso importe mucho. Y encima las recetas son originales, sanas, baratas y fáciles de hacer. Ya tengo dos títulos más en mi anaquel de libros de cocina precindibles.
Por cierto, al final, me decidí por el menú de las tartaletas de queso de cabra, lo cual me convirtió de facto en hedonista. He aquí mi descripción, según Seeman: «En la mesa (como en todas partes) busca ante todo el placer, sin restricciones… así que nada de censura, nada de mesura, ¡vas a disfrutar!»
Glups.

martes, agosto 29, 2006

¡Apártate de Mississipi!, Cornelia Funke

Siruela, Madrid 2006. 176 pp. 16,90 €

Carmen Fernández Etreros

¿Cuáles serían las vacaciones soñadas para una niña que vive en la ciudad? Seguramente las mismas que para Emma, la protagonista de Apártate de Mississipi, pasar un verano en el campo con su abuela y que le regalen un caballo de verdad. Así comienza el último libro para niños de Cornelia Funke, ilustrado con gracia y sencillez con animales por la misma autora. Un libro infantil sencillo que nos sumerge en la vida cotidiana de un tranquilo pueblo y su rutina diaria.
Cornelia Funke acierta al intentar transmitir con una dinámica trama uno de los valores fundamentales para el hombre actual: el amor por la naturaleza y los animales. Entre sus páginas se respira el olor a estiércol y a aire puro alejado de la contaminada ciudad. La autora refleja el respeto por el equilibrio natural del medio ambiente y por la olvidada vida rural.
La amistad infantil reflejada por la relación entre Emma, Max y Leo y la necesidad de la relación fluida entre nietos y abuelos son otros brillantes ingredientes de este libro infantil de la famosa autora alemana. Los pequeños lectores disfrutarán de este relato sencillo pero cargado de aventuras y sorpresas con diálogos ágiles entre sus personajes. De lectura fácil, gracias a la clásica división entre personajes buenos y malos, la autora defiende los valores de la justicia y la amistad para los niños, otorgando también a los animales un destacado papel.
En Apártate de Mississipi se nos relata las aventuras de Emma, una niña que como todos los veranos se desplaza a la casa de campo de su abuela Dolly para pasar las vacaciones. Su abuela es una mujer peculiar que por su cariño infinito a los animales recoge a todos los perros y gatos enfermos y abandonados de los alrededores. Dolly cuida a todos los animales con la estimable ayuda del veterinario del pueblo. Este año tiene un original regalo para su nieta: un caballo de verdad, Mississipi, la yegua del difunto Juan Sotobrante. Cornelia Funke nos narra las aventuras y complicaciones que deben superar nieta y abuela para evitar que el malvado sobrino de Sotobrante rapte en algún descuido a su apreciada yegua para cobrar una herencia.
Cornelia Funke es considerada una de las grandes autoras europeas de la literatura infantil actual. Nacida en Alemania empezó a trabajar como ilustradora y más tarde comenzó a escribir libros infantiles. Sus últimos libros publicados por la Editorial Siruela en nuestro país son El jinete del dragón, Potilla y el ladrón de gorros y sus dos famosos bestsellers Corazón de tinta y Sangre de tinta.
Un libro de fácil lectura con el que los pequeños lectores pueden disfrutar en vacaciones y aprender a conocer la naturaleza.

lunes, agosto 28, 2006

Parménides, César Aira

Mondadori, Barcelona, 2006. 128 pp. 12 €

José Morella

La deliciosa broma sobre la que se cimienta esta novela es la siguiente: Parménides, el gran filósofo que cambió para siempre la historia del pensamiento al introducir en ella el concepto del ser, fue un impostor. No escribió nada. Se limitó a encargarle a un poeta, un tal Perinola, un libro que tendría que llamarse Sobre la naturaleza. Perinola se lo inventó de arriba abajo y se convirtió, así, en el primer negro de la historia. El texto de Aira es de una fantástica ironía que recae sobre todo lo que tenga que ver con el mundillo, que no el mundo, de la literatura: los escritores, los mecenas, la proyección patética y bohemia que el poeta construye de sí mismo, la pereza, la falsedad, la grandilocuencia. Es una ironía leve y constante, delicada, que sin dejar de ser mordaz —porque mordaz es el punto de partida de la obra— le da a la narración una elegancia que se agradece. Debería ser leída (y comprendida, aunque esto es más difícil) por todos aquellos artistas que creen, explícita o tácitamente, que el arte es un instrumento para darse a conocer como “nombres” públicos. Aira asume que se trata precisamente de lo contrario: es la poesía la que usa el trabajo del poeta como simple instrumento, como placenta necesaria para nacer al mundo.
El problema radica justamente en la autoría: en el nombre. Perinola no firma Sobre la naturaleza con su nombre, y por lo tanto no es el autor legal de la obra. Y parece que sería esto, la ausencia de firma, lo que permite a Perinola escribir una obra de calidad. Tras escribir un largo trecho del poema en pocas horas, Perinola se pregunta por qué no tiene la misma facilidad a la hora de escribir sus propios versos. ¿Qué tiene esta ausencia de firma para poner al poeta en la tesitura de escribir bien? O, dándole la vuelta a la pregunta, ¿qué hay de problemático en la firma para que, por sí misma, estorbe al escritor en su trabajo? La firma no es más (pero tampoco menos) que un nombre: Perinola. Aira. Baudelaire. Borges. Faulkner. Aquí parece denunciarse la excesiva presunción del gremio de los escritores. ¿Quién os creéis que sois?, dice Aira. No sois más que escritores. Escribid, pues. No miréis más vuestro nombre con ese gesto obsesivo. Porque el nombre pesa. No es una etiqueta superficial, sino que está, de algún modo, hendido en vosotros. Os quema, os hiere. Se hunde en vuestra identidad y la hace presente, con todas sus flaquezas. No os permite olvidarla. Escribir recordando constantemente el propio nombre (el apellido, el nombre del padre, que diría Lacan) es, sino imposible, sí muy difícil. En otro lugar, hablando de las vanguardias, Aira ha dicho algo sobre John Cage. Según Aira la clave de la genialidad de Cage está, en parte, en no tener mucha idea de música. Cage no se imagina previamente como músico de tal o cual estilo, y es eso lo que le permite serlo. Se limita a actuar, a componer, a trabajar, y desiste de enredarse en una búsqueda de reconocimiento social, en un intento de labrarse una posición (un nombre) en la historia de la música. Como Cage, el poeta Perinola escribe sin tener su nombre en mente, y eso le hace más eficaz: una tarde cualquiera, relajadamente, improvisa unos doscientos versos, los ordena con una vaga coherencia y se los vende a Parménides para que este estampe su firma. Perinola, que quiere ser un gran escritor, ha dejado de querer y ha pasado a ser. Como peaje, ha tenido que perder su nombre. Tal vez habría que llamar «síndrome de Perinola» a este fenómeno, estudiado ya por Maurice Blanchot, según el cual la escritura es un acto que obliga al escritor a desaparecer. Nos viene a la cabeza el caso de la estadounidense Helene Hanff, a la que se recuerda por su impactante correspondencia con un librero de Londres durante casi veinte años, entre 1949 y 1968. Durante ese tiempo Helene encargó libros por correo al librero inglés y, a cambio, envió comida y cariño a todos los que trabajaban en aquella librería, sumidos en la miseria de la posguerra europea, en el número 84 de Charing Cross Road. Esas cartas tuvieron un éxito inmediato entre los lectores. El drama de Hanff es que ella escribía teatro, pero ninguna de sus obras es recordada. Sin embargo, se da la paradoja de que unas cartas que nunca pensó en publicar —que no cargaban con el peso de su nombre literario— fueron su mejor literatura. Apartó el nombre de escritora (Hanff), y escribió desde el cotidiano y natural Helene. Sólo cuando la autora se evaporó pudimos escuchar su verdadera voz. Despístenme de mí y les diré quién soy.

viernes, agosto 25, 2006

La guerra de la Cochinchina. Cuando los españoles conquistaron Vietnam, Luis Alejandre Síntes.

Edhasa. Barcelona, 2006. 510 págs. 28,50 €

Alberto Luque Cortina

La relación de España con Asia ha oscilado históricamente entre el desatino y la desmesura. En el corto trecho que separa ambos términos se abre paradójicamente un océano de incomprensiones que muestran nuestro absoluto desconocimiento del fenómeno asiático. En su libro La empresa de China, Manel Ollé narra cómo, tras la conquista española de Filipinas en 1565, se gestaron algunos planes esperpénticos para la conquista de China, como el de Hernando Riquel, quien, en 1574 —estimulado quizá por la «fiebre de Cortés» y convencido de que cualquier empresa era posible si se improvisaba con la suficiente antelación— afirmó en una carta a Felipe II que China podría ser vencida con «menos de sesenta buenos soldados españoles».
Por lo que respecta a la Cochinchina, la parte más meridional de Vietnam, la presencia española se limitó durante siglos a la controvertida labor misional de franciscanos, jesuitas y, muy especialmente, dominicos, y a alguna estrambótica aventura, como la del pirata y clérigo Pedro Ordóñez, descrita por Gerardo González de Vera en su libro Mar Brava. En este contexto plantea Luis Alejandre Síntes el episodio de la guerra de la Cochinchina (1858-1862), pasaje poco conocido de nuestra historia pero muy revelador, por cuanto muestra la errática política exterior de nuestro país desde Felipe IV.
Como es sabido, el asesinato en 1857 de varios misioneros españoles propició una incursión de castigo por parte de un contingente franco-español. Esta acción militar se prolongó durante cuatro años hasta que, el 23 de marzo de 1862, se firmó un tratado de paz por el que Francia se apropiaba de tres importantes provincias vietnamitas —Saigón era una de ellas—, germen de la futura Indochina francesa que se extendería por Vietnam, Camboya, Laos y Myanmar (Birmania). España, a cambio, obtuvo la discutible gloria de defender la expansión de la Fe católica.
Hasta aquí la historia “oficial”. Es en este punto donde Luis Alejandre Síntes, gracias a un excelente trabajo de documentación, reconstruye con precisión los sucesos de aquella guerra absurda que nada supuso para España, excepto el coste humano de los españoles que allí combatieron sin saber muy bien por qué. Dada la formación militar del autor —muy presente a lo largo de la obra y que condiciona algunos de sus comentarios— este libro se plantea como un homenaje a aquellos hombres, y especialmente al coronel Carlos Palanca, jefe de las fuerzas expedicionarias españolas, con quien el autor siente una clara identificación.
Esta invasión colonialista, desencadenada en beneficio exclusivo de los intereses franceses, se convirtió para el contingente español en una trampa donde la disentería, el calor y el cólera eran enemigos tan mortíferos como los vietnamitas. A estos adversarios habría que sumar otro, no menos importante: la ambigüedad de la política exterior española, acentuada por la dificultad de las comunicaciones —las noticias llegaban a la metrópoli dos meses después de que se produjeran— y una concepción trasnochada del mundo, materializada en algunas de las órdenes dadas al contingente español, como la de «no trabajar en días festivos y desplegar gran aparato para el Santo Oficio de la Misa».
Si bien podría esperarse mayor tensión narrativa al estilo de los nuevos historiadores ingleses —encabezados por Antony Beevor—, lo cierto es que La guerra de la Cochinchina constituye, por la documentación aportada y el análisis geopolítico desarrollado, una aportación fundamental para esclarecer uno de los episodios menos conocidos de nuestra historia.

jueves, agosto 24, 2006

Poética musical, Igor Stravinski

Trad. Eduardo Grau. El Acantilado, Barcelona, 2006. 125 pp. 13 €

Ferran Esteve

Uno de los debates más estériles en los que podemos aventurarnos a altas horas de la madrugada es el de la modernidad. ¿Qué es moderno? ¿Qué no lo es? ¿Por qué estigmatizamos en ocasiones lo que suena antiguo y perdemos el oremus —la dignidad, como diría Makinavaja— ante lo que parece (y en ocasiones lo es) el último grito en cualquier forma de arte, y viceversa?
Ese es, en el fondo, el tema de las seis conferencias que componen esta Poética musical de Stravinski, un libro que se añade a las Crónicas de mi vida (Alba), publicadas meses atrás, a la hora de situar en el lugar que le corresponde a uno de los compositores más sensacionales del siglo XX. Dictadas en septiembre de 1939 en la Universidad de Harvard, las seis sesiones abordan temas tan aparentemente dispares como el fenómeno musical, la transformación en la música rusa, la interpretación o la composición, siempre con una misma idea subyacente en todo momento y expresada de las más diversas maneras: «El arte es constructivo por esencia. La revolución implica una ruptura de equilibrio» (p. 22). Arte y caos, tradición y revolución, armonía y cacofonía, Glinka y Scriabin... Hay una pugna constante en las charlas de Stravinski entre Apolo y Dionisos, entre la música que conoce las reglas y se sirve de ellas para explorar nuevas vías de expresión y la vacuidad del ejecutante, que toma el lugar del compositor a la hora de reinventar con ingredientes de su propia cosecha una obra, plagándola de matices efectistas que no hacen sino perjudicar el espíritu de la obra, entre la razón musical y la sinrazón del arte al servicio de una causa.
Stravinski presenta estas lecciones como una serie de confesiones musicales, no exentas de un rigor incontestable. De ahí que el autor se deje llevar, en algún momento, por algo que ya se advertía en sus apuntes memorialísticos antes mencionados: un cierto afán revanchista que convierte algunos de estos fragmentos, de una lucidez extraordinaria a la hora de juzgar los vicios de los intérpretes del repertorio romántico, por ejemplo, o a esa nueva clase de ejecutante en que, a su entender, se han convertido los directores de orquesta, en una pataleta contra un mundo que, siguiendo la senda apuntada por el compositor, ha perdido la curiosidad por entrenar su oído musical, por un oyente que ha cambiado el paseo hasta el auditorio por la música a través de la radio (curiosamente, 25 años más tarde, Glenn Gould daría carpetazo a su carrera pública alabando las virtudes de la tecnología y denostando el escenario, el lugar menos adecuado a su entender para hacer música).
Y sorprende. Sí, por supuesto que sorprende oír todo esto de boca de alguien que debió de ser el blanco de críticas por el estilo al estrenar, por ejemplo, La consagración de la primavera. Pero no engaña a nadie en el fondo el compositor ruso, pues si algo podemos decir de él es que se mantiene fiel a una manera de concebir el hecho musical: una introspección, un camino sincero y en ocasiones adusto, una defensa de la tradición como única manera de lograr el progreso verdadero del arte, cualquiera que sea su forma.

miércoles, agosto 23, 2006

El perfeccionista en la cocina, Julian Barnes

Anagrama, Barcelona, 2006. 136 pp. 15 €

Esther García Llovet

De la misma manera que cuando llevamos tiempo sin practicar el sexo creemos que los demás lo hacen a todas horas, así los que no pisamos nunca la cocina sospechamos que los que sí entran viven experiencias envidiables, de puro arrojo acrobático y por completo fuera de nuestro alcance. Al menos las que lleva a cabo El Perfeccionista en la cocina a mí me lo parecen. El Perfeccionista en la cocina. The Pedant in the Kitchen en el original, no es otro que Julian Barnes cuando abandona su despacho de Tufnell Park y se dispone a cocinar un guiso de liebre al chocolate para su invitado. Barnes entra en la cocina acompañado del Good Things, de Jane Grigson, uno de esos libros de cocina (cien) que Barnes guarda en lugares como el hueco de la lavadora, el cuarto de baño (seis) y otros rincones afines de la casa. Cuando no encuentra sitio los regala. A Oxfam.
Barnes ha escrito El Perfeccionista en la cocina para hablar de eso, de libros de cocina. El River Café Blue, el River Café Yellow y el River Café Green, por nombrar algunos. Y de recetas con ingredientes como el colinabo, la chirivía, la aguaturma, la remolacha forrajera y todas esas sabrosas delicias de la cocina británica. Coles y perifollo. Patatas cocidas con peras. Pura disciplina inglesa.
Como chef Barnes es el pedante que confiesa ser (me pregunto qué es un esparavel y dónde se mete) pero admite sus reservas frente a platos demasiado elaborados, aconsejando que, al igual que en un encuentro íntimo, uno tenga el derecho de poder decir: «No, esto no lo hago».
Y como buen cocinero nos confía pocas recetas (una de salmón relleno de pasas de Corinto y jengibre rallado que promete derretirse en la boca como el Chocolate Némesis) y un buen puñado de esas anécdotas algo desconcertantes que ocurren cuando se sientan más de dos personas alrededor de un plato de anacardos:
«Comí canguro en una comida literaria con Kazuo Ishiguro, que lo pidió con estas palabras: "Siempre me gusta comer el emblema nacional". ("¿Qué come en Inglaterra?", me gruñó un poeta que estaba cerca:"¿León?")».
O ése encuentro en una cena entre la marquesa de turno y Descartes, a su diestra. Descartes parece que estaba comiendo más de lo que a la marquesa le parecía lo indicado en un pensador de vida monástica y así se lo indicó. Descartes detuvo el tenedor en el aire. Lo dejó junto al plato. «¿Cree usted que Dios hizo las cosas buenas sólo para los idiotas?», le contestó a la marquesa. Luego siguió a lo suyo.
Pero volvamos con Barnes y la liebre y el libro de Jane. Barnes está en la cocina guisando una liebre en salsa de chocolate para un almirante jubilado («un setentón furibundo y apuesto que poseía un determinado historial amoroso»), que se encuentra sentado en el comedor junto a su mujer. La de Barnes. Solos. A lo largo de los aperitivos Barnes ha sido testigo de cómo el marinero le tira algún que otro trasto a su mujer. La de Barnes. Barnes está ahora frente a los fogones, a punto de derretir el chocolate en vinagre de vino convenientemente rebajado cuando oye la voz del almirante, («sonora y precisa, como quien está acostumbrado a dar órdenes») rugir al otro lado de la puerta:
—¿Qué hace uno cuando se enamora?
«Y desde aquella noche no he vuelto a verme tentado de guisar liebre con salsa de chocolate. Aunque de vez en cuando me pregunto a qué sabría un almirante asado».

Café: Para los que quieran seguir disfrutando con Julian Barnes, la casa recomienda El loro de Flaubert (Anagrama, 1986), Una Historia del Mundo en Diez capítulos y medio (Anagrama, 1997) o La Mesa Limón (Anagrama 2005).

Copa y puro: Para los que quieran seguir sentados a la mesa: Sírvase de inmediato, de MFK Fisher (la mejor prosista de América, según Auden), un librito algo decadente, un punto melancólico y muy divertido, en Anaya & Mario Muchnik (1991), o Confesiones de un Chef (Suma de Letras, 2002), por Anthony Bourdain, el cocinero que igual se mete un camarón vivo en la boca que cualquier cosa que pille por la nariz.
Buen Provecho.

martes, agosto 22, 2006

Meteoros (poesía 1962-2006), Antonio Pereira

Calambur, Madrid, 2006. 364 pp. 20 €

José Gutiérrez Román

Al igual que en ese anuncio de bombones donde unos remilgados aristócratas alaban el buen gusto de las recepciones del embajador, que les obsequia con unas delicias de chocolate, el comentario que se me viene a la boca después de saborear esta edición de la poesía reunida de Antonio Pereira es que, con su obra poética, Pereira «nos ha vuelto a conquistar» (en realidad, los actores del anuncio dicen: «están cojonudos», los bombones, claro; pero ya se sabe que con el doblaje se queda la mitad por el camino, y más si tienes la boca llena, como es el caso).
No es su figura de poeta la más conocida y reconocida de este autor leonés, que ha obtenido como cuentista su mayor prestigio. Por ello, y siguiendo con el tema gastronómico, uno puede adentrarse en la poesía de Pereira de tres modos diferentes: como si fuera un postre de exquisitas y pequeñas porciones con el que culmina el banquete de sus relatos; como un aperitivo para abrir boca antes de probar su narrativa; o simplemente como un delicioso plato único. Será un placer de cualquiera de las maneras. Los amantes de su cuentística comprobarán que sus poemas no la desmerecen en nada, y que incluso a veces unos y otros llegan a confundirse, como en el caso de algunos microrrelatos. De hecho, Pereira afirma que todo cuanto escribe es poesía o, al menos, tiene vocación de serlo.
Esta edición revisada de la poesía de Antonio Pereira, además de aunar todos sus libros de poemas (con lo que supone poder disponer de títulos ahora imposibles de encontrar), incluye su última obra, Viva voz (2006), y un epílogo, El poeta hace memoria, donde repasa, con una buena dosis de humor, las diferentes etapas de su quehacer poético y vital. Valga como ejemplo el relato sobre cómo su padre, pese a estar orgulloso porque se carteaba con escritores de la talla de Vicente Aleixandre o Jorge Guillén, no creyó en él hasta que apareció una reseña sobre uno de sus poemarios en L´Osservatore Romano, «giornale quotidiano político religioso»; o su etapa como lazarillo de Borges en Buenos Aires.
Dentro de Meteoros se recogen los siguientes libros: El regreso (1964), Del monte y los caminos (1966), Cancionero de Sagres (1969), Dibujo de Figura (1972), Una tarde a las ocho (1995) y el ya mencionado e inédito Viva voz (2006), así como dos breves conjuntos de poemas Situaciones de ánimo y Memoria de Jean Moulin (1962-1972). Sus dos primeros poemarios ya desvelan ese humor tan característico de su escritura, pero también nos encontramos con la solemnidad del poeta que, desde un fingido destierro, canta a las nuevas ciudades y a la vieja tierra natal. Son, éstos, versos que se dirigen a la vida modesta de los hombres anónimos, al amor como ciudad acogedora donde hacer «parada y fonda» y a la alegría del «aquí y ahora», si bien en Del monte y los caminos el poeta da un giro de conciencia y canta, con el sentimiento de culpabilidad del joven disoluto que ha disfrutado del mundo, a sus orígenes humildes, a la dureza de las vidas de sus paisanos, entregando su voz a “la poesía necesaria”, como en su hermosa oda a la ferretería («Yo sé que no resumo/ una fácil belleza./ Pero otro canto ahora/ de qué me serviría»). Cancionero de Sagres es un claro homenaje a Portugal, un recorrido por su historia, sus gentes y sus ciudades. Quienes amamos ese país nos sentimos como en casa al leer estas páginas, es decir, como si estuviéramos en Portugal. Si duda, el libro más completo de Pereira es Dibujo de figura, junto con el breve conjunto Situaciones de ánimo. Encontramos en estas obras, quizá las más personales del autor, muchos de sus mejores versos. Así, el poeta echa la vista atrás para rememorar su amanecer a otros cuerpos en antológicos poemas como Circulaban rumores, La casa de mi amigo era más luminosa («deben ser muy hermosos los pechos de las primas/ temblando en los desvanes, pero a mí me llamaban/ sólo para jugar») o Cuando ya el asaltante sabía los postigos. Son estos excelentes retratos de las triquiñuelas amorosas propias de los años de la posguerra española, parientes cercanos de poemas como Inventario de lugares propicios al amor de Ángel González. Igualmente reseñables son otros poemas como Del libro de la madre y Los suspensivos sí… En Una tarde a las ocho y en Viva voz, la poesía de Pereira se sirve de una estética más moderna, aprovechando en ocasiones la prosa poética e intercalando formas clásicas, como el magistral soneto amatorio Alba («Por despertar cosido a tu costado/ cómo agradezco, amor, la madrugada») con la poesía más desenfadada («Señor ya sabes mis cuidados con el butano y los grifos/ todo lo cierro bien pero es difícil desentenderse/ (…) te pido que un ratito te quedes responsable/ que aguantes todo esto mientras voy a un recado/ y cualquier día no vuelvo»). Es imposible que la literatura de Pereira no te arranque una sonrisa, aunque a veces esa sonrisa lleve implícito reírse de uno mismo.
Quizá el hecho de no haber sido adscrito a ninguna generación haya propiciado que la obra poética de Antonio Pereira haya pasado más o menos inadvertida. Sólo cabe desear que la edición este volumen ayude a que su poesía ocupe el lugar que se merece dentro de nuestras letras. Por lo pronto, sería de agradecer que en la próxima recepción del embajador se sirviesen los bombones junto a los poemas de Pereira. Si pasan por allí, o por cualquier librería, dense un capricho: pruébenlos.

lunes, agosto 21, 2006

El sueño de Bruno, Iris Murdoch

Lumen, Barcelona, 2006. 405 pp. 21 €

Pilar Adón

Otra narradora soberbia, A.S. Byatt, en su ensayo Degrees of Freedom (1965) dedicado a las primeras novelas de Iris Murdoch, escribe: «Creo que se dedica con honradez a temas verdaderos y esenciales.» Leer a Iris Murdoch supone, siempre, zambullirse en un infrecuente deleite narrativo, tanto por sus argumentos, adictivos, como por las implicaciones intelectuales que conlleva el hecho de que las suyas sean novelas de personajes que se hallan en la persecución constante de un hedonismo espiritual y existencial. La prosa de Iris Murdoch (1919–1999) es la prosa de la seducción. Sus personajes hablan de arte, del amor, de viajes y, esencialmente, de filosofía porque, en realidad, su propia vida es una firme manifestación de ese arte y de esa filosofía, aunque, por otra parte, se hallen en un peligro incesante de caer en el más profundo de los abismos.
Es de agradecer por tanto a la editorial Lumen que esté rescatando ciertas obras prácticamente inencontrables de la autora dublinesa, para dedicarle una biblioteca en la que, hasta el momento, El sueño de Bruno supone el cuarto título. Obras, todas ellas, precedidas de un magnífico prólogo de Álvaro Pombo en el que éste describe cómo llegó a la lectura y a la fascinación por Murdoch. Hay que hacer notar, no obstante, que, por extraño que pueda parecer, el prólogo que ofrece Lumen para cada una de las novelas es siempre el mismo texto, lo que no deja de sorprender: el lector de Iris Murdoch al que se dirige Lumen es un lector de todas sus obras, es un lector fiel, que merecería —y también cada una de las novelas lo merecería— un trato más individualizado.
Determinadas contraseñas se mantienen a lo largo de la novelística de Murdoch. Puntos de referencia fijos que, transmutados, suelen aparecer en todas sus tramas. La mujer fría, intelectual, seria y distante, fea en una primera impresión, sin ninguna gracia física, que, finalmente, será el personaje más atractivo: así Honor Klein en La cabeza cortada o Lisa en El sueño de Bruno. O la presencia del elemento mágico, de lo inexplicable; la figura del “encantador” encarnada en un personaje que de repente se revela como un ser superior, y cuyas acciones tienen un cariz casi sagrado. Un ser fascinante que puede resucitar de entre los muertos para reclamar venganza y justicia moral por parte de su posible asesino, como es el caso de Peter Mir en La negra noche, o un “ángel vengador”como Nigel, el enfermero de El sueño de Bruno, que se convertirá en el desencadenante de cada pequeña tragedia al ir comunicando malas noticias justamente a aquellos que no deben conocerlas, a causa de su peculiar concepción de la verdad y de lo que es necesario. Personajes todos ellos que hablan del odio y del perdón; de la paz y del olvido: «Los seres humanos pocas veces piensan en las otras personas», dice Nigel cuando intenta auxiliar a un personaje que está a punto de suicidarse.
Para Murdoch, el arte de la observación se reviste de una minuciosidad que roza la indiscreción, casi lo chismoso. Su ojo analítico, penetrante, casi omnisciente, se centra en la persecución del amor, de la belleza, de la bondad y en todas las miserias que tal persecución puede implicar. En El sueño de Bruno, el personaje central, cuyo nombre da título a la obra, está agonizando en su cama convertido en un monstruo a causa de la enfermedad que padece y que no se menciona. Su cara se ha deformado grotescamente hasta dejar de parecer un rostro humano, hasta llegar a producir náuseas en aquellos que le ven por primera vez, y su cuerpo se ha convertido en una forma delgada y extremadamente frágil que se adivina bajo las sábanas. Y, mientras él sabe que se está muriendo y va desmenuzando lo que ha sido su existencia, a su alrededor una serie de personajes, satélites de ese viejo planeta doliente y moribundo, se enamoran y se odian, justifican la ausencia de un dios compasivo, suben a lo más alto por medio de la esperanza y descienden al infierno debido a diversos desengaños. Todo ello en torno al atemorizado, necesitado y dependiente Bruno, que recuerda los momentos más angustiosos de su vida y los más decisivos, cuando no supo reaccionar como se esperaba de él.
La escritora A.S. Byatt, en su ya mencionado ensayo Degrees of Freedom, escribe: «Miss Murdoch, en contra de lo que ella define como esa fácil idea de la sinceridad, situaría la dura idea de la verdad», refiriéndose así, de una manera indirecta y en términos generales, a lo que es el eje central de El sueño de Bruno: la búsqueda de la verdad, y de todas sus consecuencias, mediante una actividad casi obsesiva, sin bálsamos tranquilizadores. Una verdad que se revela en toda su crudeza, que pone al descubierto los fantasmas más recónditos de la psique humana y que suele dejar al final, casi siempre, un atisbo de una perdurable felicidad.

viernes, agosto 18, 2006

A-Z. Emigrados en Londres, Xesús Fraga

Tropismos, Salamanca, 2006. 161 pp. 14 €

Óscar Esquivias

Londres no es una ciudad más, no es una simple capital europea o un destino turístico como pueda haber tantos. De alguna manera, siempre ha sido un faro para el resto de Europa, el mejor ejemplo de cosmopolitismo y el refugio para cualquier disidencia. Todo lo que faltaba en España, se podía encontrar en Londres. Con menos ínfulas que París, más moderna que Roma, más cercana que Nueva York, Londres está ligada a nuestra biografía, a nuestra formación y a nuestros sueños.
Además, también Londres es un escenario novelesco excepcional. Defoe, Dickens o McEwan (por citar un escritor por cada uno de los últimos siglos) nos han mostrado la vida cotidiana de su ciudad en novelas inolvidables. Pero ahora la capital británica también es nuestra, la hemos habitado y visitado a menudo, forma parte de nuestras vidas y empieza a ser un escenario natural de nuestra literatura (un poco como Nueva York también lo es gracias a las obras de Lorenzo Silva, Ray Loriga, Muñoz Molina o Eduardo Lago, entre otros). Este proceso de “colonización” literaria de las metrópolis que, por otra parte, ejercen su imperialismo político, económico y cultural sobre nosotros no deja de ser interesante. En esta línea, Xesús Fraga nos presenta en A-Z. Emigrados en Londres su mapa literario de la capital británica.
El título alude a la guía más exhaustiva de sus calles, la A-Z, que es la que usan los taxistas o la propia policía para orientarse. El lector, junto a los personajes de Fraga, la recorrerá por entero, desde los extrarradios o los túneles del metro, hasta los jardines o las salas más exquisitas de la National Gallery. De hecho, muchos de los cuentos llevan por título una simple referencia geográfica, subrayando este afán casi cartográfico del autor (entre otros, los dos que prefiero: “West Cromwell Rd. SW5” y “Lillie Rd. SW6”). Fraga nos describe el Londres de los emigrados gallegos que han arraigado en la ciudad y el de los visitantes que encuentran en ella un efímero paraíso. Lo hace en veinte relatos de muy variable extensión y aliento, escritos originalmente en gallego y revisados por el autor para su edición en castellano. Fraga narra con sobriedad, posee una mirada atenta y piadosa y sus personajes a menudo conmueven por su desvalimiento, por la modestia de sus ilusiones: es un mundo de trabajadores, de estudiantes, de empleados de hoteles, de personas humildes y esforzadas.
En los dos cuentos destacados arriba Fraga da —en mi opinión— lo mejor de sí: en ambos indaga sobre los recuerdos más remotos de la infancia y evoca con sencillez, intensidad y persuasión cómo un niño descubre los sentimientos del miedo y de la amistad. En esos pliegues íntimos de la memoria y del alma Fraga encuentra el material de unos relatos que son universales pero que, gracias al talento del autor, no podemos imaginar ambientados en otra ciudad que no sea este Londres gallego y menesteroso que tan bien conoce y retrata.

jueves, agosto 17, 2006

Adulterios, Woody Allen

Trad. Silvia Barbero. Tusquets, Barcelona, 2006. 155 pp. 15 €

Cristina Cerrada

Cuando empecé a psicoanalizarme me pregunté qué tendría de bueno aquello. Si hasta entonces había sido una persona inconscientemente atormentada, ahora me había convertido en alguien bien consciente de sus miserias, pero igualmente atormentada. Empezó a darme miedo vivir sola, pero también vivir con alguien. Me asustaba pensar en las montañas, en el universo, en Egipto y en Mesopotamia y en toda la Antigüedad. Me daban miedo los documentales de la dos. Me sudaban las manos cuando entraba en el metro, y luego, con sólo pensar en él sufría ataques de ansiedad. Cuando peor estaba —creo que llegué a no poder conducir después que hubiera anochecido—, mi psicoanalista me aseguró que estaba todo lo bien que se podía estar. Es decir, que me dio el alta. Sencillamente, no lo podía creer. ¿Cómo podía decirme que ya estaba curada, precisamente cuando más consciente era de que no estaba bien? Él sonrió —o imagino que sonrió, porque ya sabéis que durante las sesiones de análisis, el paciente está tumbado en un diván con el psicoanalista situado detrás de él—, y dijo con una voz autorizada pero no exenta de afecto: «En eso consiste vivir».
¿Así que en eso consistía vivir?
Fue por aquella época que empecé a aficionarme de verdad a Woody Allen. Veía sus películas, leía sus libros. Allen cogía todos los miedos que yo padecía desde que me había empezado a analizar —en buena hora, llegué a pensar—, y hacía algo extraordinario con ellos. Al principio, no supe explicarme muy bien el qué. Sólo sabía que viendo sus películas me sentía bien, que desaparecía la ansiedad. Oyéndole divagar acerca de la muerte, me olvidaba de la muerte como algo real. Viéndole recorrer las consultas de Manhhatan en busca de la respuesta a sus dolencias físicas, todas tan exageradas, me parecía que mis propias dolencias perdían crédito, vigor, que se relativizaban hasta quedar convertidas en algo lleno de ternura, de vida, de humanidad. Lo más increíble fue lo que me sucedió con una de sus películas en concreto: Desmontando a Harry. Cualquiera que haya visto Desmontando a Harry sabe que se trata de una comedia. De una sus mejores comedias, diría yo. Y sin embargo, yo lloré. Harry, un escritor que lleva una vida auténticamente “de mierda”, es invitado a una ceremonia de homenaje en su antigua universidad. El tipo no hace una sola cosa a derechas. Toma pastillas, no cree en Dios... Todas sus ex mujeres le odian, su hijo apenas sabe nada de él, incluso ha de recurrir a una prostituta para que le acompañe a la ceremonia, ya que no tiene con quien ir. Un cuadro de lo más deprimente. Sin embargo, al llegar a la universidad se encuentra con que, en lugar de los antiguos profesores y alumnos, en lugar de un montón de extraños, quienes están aguardándole allí para homenajearle son sus propios personajes. Todas esas criaturas a las que ha dado la vida se levantan de sus asientos y aplauden a Harry por haberles creado, por haberles otorgado un soplo de vitalidad a partir de la nada —de la muerte, se podría decir. Cualquiera que escriba, que pinte, que componga canciones o haga vasijas de barro en el garaje de su casa lo entenderá.
La vida, en Woody Allen, está íntimamente ligada a la muerte, y por eso, al mismo acto de la creación. Woody Allen coge su miedo a la muerte y lo transforma en algo bueno y real. En ficción.
En Adulterios, Allen vuelve a probarlo haciendo lo que siempre hace, lo que hace tan bien. Dar vida a la nada. Conjurar la muerte. Crear. En estas tres comedias de un acto, veinte personajes se debaten en torno a la infidelidad, y lo hacen sin grandilocuencia. El matrimonio occidental es una de las instituciones en crisis que más tiempo viene perdurando, y Allen lo contempla en este libro con una sonrisa. La suya es, como de costumbre, una sonrisa llena de ironía, pero también de piedad. ¿Por qué amamos?, se pregunta. ¿Por qué engañamos? Cuando engañamos, ¿lo hacemos de verdad por maldad o para seguir aferrándonos con uñas y dientes a la vida? Aquí no hay culpa, ni castigo. El método de Allen en este libro sigue siendo el mismo: inventar historias para vivir. Los personajes engañan, mienten, inventan cuentos para ser infieles a sus esposas y amantes, e inventan otros para enmendar sus errores.
Y lo único que se evidencia a través de ello, puede que lo que a Woody Allen más le interese transmitir de verdad, sea la profunda humanidad que se esconde detrás de toda creación. Del íntimo acto de creación que en realidad es vivir.

miércoles, agosto 16, 2006

Arde Troya, Alfonso Ruiz de Aguirre

Amargord, Madrid, 2006. 329 pp. 15 €

Miguel Baquero

Vivimos tiempos confusos y descuadrados donde muchas veces se posterga lo esencial y se da importancia a cuestiones secundarias, adyacentes y tangenciales. Olvidamos, por ejemplo, que un requisito básico para ser escritor es escribir bien, sin que "bien" signifique, ni mucho menos, escribir barroco o cargado de florituras, sino escribir de manera original, con expresiones propias y deslumbrantes, con adjetivos que parezcan nuevos y nunca usados, con un estilo, en suma, rico y pletórico, ya se opte por la vía concisa o lacónica ya por la exuberante y llena de subordinadas. En todo caso, esto, escribir con arte, que debería ser inexcusable en un escritor, muchas veces se obvia y se disculpa y así tragamos con libros llenos de errores sintácticos, de frases hechas, de lugares comunes.
Arde Troya es nada menos que la séptima novela de Alfonso Ruiz de Aguirre (Toledo, 1968); entre medias, un extenso currículum de premios, accésits y menciones. En Arde Troya confluyen tres historias: la de un pobre empleado, uno de estos modernos "mileuristas" sobradamente preparado y ruinmente pagado, que cierto día decide sabotear su empresa; la de una secta, la Iglesia del Cosmos Fluyente, que utiliza toda su fluencia e influencia divina para la recalificación como urbanizables de unos terrenos de alto valor ecológico; y la historia de un sargento chusquero en Sidi Ifni, 1975, durante los últimos días de la colonización. A simple vista nada parecen tener en común estas tres historias; sin embargo, hay un factor que las une, y ese no es otro que el lenguaje, el modo cómo Ruiz de Aguirre las va desarrollando, desplegando —extendiendo, más bien— por medio de un estilo suelto, amplio, generoso. Bien es verdad que en algunas ocasiones, cuando imita el hablar místico y ampuloso de la secta, cuando caricaturiza los discursos zen y new age de nuestros días, el autor llega a caer en el bucle, en el acartonamiento, llega a enfangarse en gran medida; pero cuando, libre de estos amaneramientos, se sienta tranquilo y despreocupado a narrar su historia es entonces cuando se nota la diferencia entre un torero de pellizco, que se mueve con gracia y soltura en el ruedo, y un peón de brega que se afana, suda y suelta el capote y sale corriendo a la que siente cerca el aliento de la bestia (y aquí ponga cada quien su ejemplo).
Las tres historias que componen la novela de Ruiz de Aguirre se encuentran unidas también por la visión conjunta, una visión muy cercana a la picaresca en la que prima el humor digamos "sucio", humor del hombre común, fracasado y resentido, que se defiende por medio de la risa contra los poderosos; humor gris, pegado al polvo de la calle, pero que no por eso deja de ser humor de ley, tal vez se trata incluso del humor más legítimo. Así está narrada la historia del pobre empleado, víctima de la explotación y del horario indefinido, o la del sargento chusquero que recorre África y en cada puesto encuentra a alguien que está al mando de la dotación con menos méritos que él, o la historia, ciertamente hilarante, de las cuatro hermanas Aguilera adeptas a las Iglesia del Cosmos y que se sacrificaron, algunas mejor y otras peor, por el bien de la secta. Este es otro de los grandes logros de esta novela: mantener ese tono ácido pero con un fondo inocente que ya empleó Lázaro de Tormes, y que Ruiz de Aguirre encuentra y acierta a sostener durante toda la novela, sin apenas desfallecimientos.

martes, agosto 15, 2006

Solo con invitación: Román Piña

Gólgota
Premio Camilo José Cela 2005. Lengua de Trapo, Madrid, 2006. 224 pp. 17,50 €

Inés Matute

Como afortunadamente conozco bien a Román Piña, puedo afirmar sin temor a equivocarme que este polifacético Quijote tiene, además de osadía y una lengua afilada, un plan: consolidar la literatura de divertimento —historias disparatadas, humor y sorpresa— conectándola a la narrativa de última generación. Tres son los frentes en los que el mallorquín promociona el libro breve y ágil que persigue la carcajada del lector: como editor de revistas y libros (La Bolsa de Pipas y La Guantera) como crítico literario (en medios como El Cultural) y, desde luego, como autor. Las curiosas obras que preceden a este Gólgota con el que ganó el Premio Camilo José Cela las pasadas Navidades tienen títulos tan sugerentes como: Las ingles celestes, Un turista, un muerto, Museo del divorcio, Café con amazonas, La bailarina rusa, Viaje por las ramas y Som lletjos (Somos feos), por no hablar de su chispeante poesía erótica o de la vena ecologista que, a la menor ocasión, saca a relucir. No me entretendré en defender la necesidad de distensión que tiene el mundo en nuestros días, pero sí defenderé a Piña de quien piense que lo suyo es simple gamberrismo: con una sólida base de formación en Filología Clásica, se enfrenta a sus historias muy seguro de lo que se trae.
Variopintos son los temas que se conjugan en este Gólgota de agonía y redención: como telón de fondo, se nos describe una atmósfera de tristeza e indefensión de la que resulta casi imposible escapar. Que el autor considera que la realidad social es deprimente no es algo que yo le vaya a discutir. Por otro lado, Román refleja la inquietud que nos provoca el paso del tiempo a través del personaje de Leonor, una anciana tullida y sorda que contempla el mundo desde una silla de ruedas. Su nieto, sin embargo, lo contempla desde una ventana, ventana a través de la cual vigila los movimientos de un hombre que, colgado en lo alto de una grúa, exige al alcalde su dimisión. Este suceso, acontecido en Mallorca hace ya algunos años, desencadenó la escritura de esta novela, una obra en la que desfilan personajes que van desde el vecino de enfrente al puro esperpento. Y para esperpentos, quién mejor que Bumerán, un aspirante a actor porno que no se resigna a alardear de las dimensiones de su miembro en una sauna. Martínez, el sujeto que cuelga de la grúa y motor de la narración, sirve de excusa para contar otras historias y empujar la trama hacia un plano de locura y absurdo que es donde mejor despliega Piña sus armas de cómico. La lluvia de Gólgota, anunciada ya en esa portada a lo Magritte, no sólo atenaza el estado de ánimo de los personajes y magnifica la hazaña del idealista Martínez, sino que refleja, metafóricamente, el acoso invisible de todas las amenazas que se ciernen sobre nosotros. Acoso escolar, malos tratos, especulación inmobiliaria, cine y reciclaje, degeneración de las clases dirigentes, sexo y violencia, ecologismo militante, premios literarios amañados... Gólgota es una delirante historia de destino y muerte, un canto a la fuerza del instinto y a los deseos que van más allá de la razón.


Román Piña: «La literatura es un lujo»

—Tu novela articula un equilibrado sistema de personajes que, sin embargo, sufren conflictos independientes. ¿Qué tienen en común?
—Tienen poco en común, pero respiran durante unos días de la misma humedad de la misma ciudad. Los vincula el mismo telón de fondo: Martínez, el hombre encaramado a la grúa que nadie, aparte de ellos, parece percibir. El encuentro de estos personajes, cuando se da, y su pequeña aventura, es casual y seguramente efímero. Cada uno es una pincelada de un fresco en el que predomina el gris cemento.

—Algunos pasajes de Gólgota rozan el absurdo. ¿Consideras que debe ser leída en clave realista o se trata de simples metáforas de la existencia humana?
—La novela ha sido escrita en clave realista, y que se produzcan situaciones absurdas es buena prueba de ello. Otra cosa es que haya forzado el pulso con lo inverosímil, y algún personaje acabe en puro monigote. Pero creo que en algún momento de la vida todos nos comportamos como monigotes.

—Eres un autor que incursiona en la novela, pero también en el cuento y en la poesía. ¿Crees en la férrea división de géneros?
—No, no creo en esa división como autor. Desgraciadamente, el mercado y la industria -editores, libreros y agencias literarias- sí creen en ella. Lo ideal es el dominio que te permite abrir las compuertas de la influencia entre géneros y estilos, y también cerrarlas para escribir exactamente el tipo de libro que te propones.

Gólgota es una novela cargada de ironía. ¿Hay detrás de este recurso una visión desencantada del mundo?
—Yo veo en Gólgota un claro contraste entre una visión desencantada y pesimista y otra cómica y esperanzada. No niego que mi visión es esa: el único humor posible hoy en día es el humor negro.

—Hablemos de literatura.
—La literatura es un lujo, una forma de ocio en franca decadencia, pero para un profesor de griego como yo, aún resulta cosa de multitudes. Me interesa la ficción, la novela más que la poesía. Aparte de una historia interesante, lo que busco como lector es un lenguaje sencillo y una forma original de contarla. Los recursos de un autor para hacerte picar el anzuelo de su relato son lo que más admiro. Me parece muy difícil escribir libros tan buenos como los de Sánchez Piñol. Mis influencias actuales combinan a Homero, Faemino y Cansado y Ramiro Pinilla.

—Y en cuanto a tu vida...
—Empecé a escribir poemas a los 18. A los 20 escribía canciones y quería dedicarme al pop, pero me tentaba el columnismo. Empecé a escribir críticas, opinión y reportajes, hasta que ciertas ideas me sublevaron y me pidieron nacer como novelas o poemas. Creo que siempre he tenido madera de editor, y por ello llevo haciendo revistas desde los dieciocho años, ya diez con La Bolsa de Pipas. Creo, honestamente, que cuando empecé no tenía ni idea de que escribiría lo que he ido escribiendo
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lunes, agosto 14, 2006

El baile, Irene Némirovsky

Salamandra, Barcelona, 2006. 96 pp. 9 €

Pedro M. Domene

Cuando en su más tierna adolescencia Irène Némirovsky empezaba a balbucear sus primeros textos adoptó, como forma de escritura, un método inspirado en Turgueniev, uno de sus maestros más celebrados; es decir, esa doble actitud que lleva a un escritor a comenzar una novela y, paralelamente, anotar algunas de las reflexiones que el texto le van inspirando, sin suprimir ni tachar ninguna anotación a lo largo de todo el proceso de escritura. A medida que se avanza el autor conoce, perfectamente, todos los personajes creados, incluidos los secundarios. El estilo surge así como única identificación posible en toda la producción del escritor, tal es el caso de sus primeras novelas publicadas El niño prodigio (1926), David Golder (1929), El baile (1930), aunque Suite francesa (2004) será la novela más ambiciosa de la exiliada rusa en París. El borrador de la novela estaba muy avanzado cuando los nazis entraron en París y en ella cuenta cómo durante los últimos meses de su existencia Francia se había convertido en un país de episódicos acontecimientos. Solo así se entiende por qué el texto está repleto de personajes secundarios como la propia historia intenta reflejar. La narradora describe en su voluminoso proyecto los comportamientos humanos y las circunstancias a que están ligados sus personajes, certeza que muy pronto se celebra en esta narración, porque en Suite francesa esos comportamientos ante la catástrofe de una guerra, el desamparo y el destino que sufren los hombres y mujeres de su historia son lo más relevante en una novela tan memorable. Aunque incompleta, como el lector puede leer en el prólogo a la edición de Salamandra, la novela sigue el esquema clásico de las suites: una sucesión de movimientos rápidos y lentos, una danza, y una giga como final. Paradójicamente, la suite es una música alegre, despreocupada, de una brillantez extraordinaria que en su título muestra la vena más irónica de la narradora.
El baile, aparecido sólo unos meses después del éxito de David Golder —novela publicada en Francia en 2005, que ha conocido varias ediciones españolas, la primera de todas del año 1930—, es un breve relato de una medida y una eficacia poco corrientes en este tipo de entregas. En apenas cien páginas, la narradora cuenta la irritación adolescente de una niña de catorce años que ha visto cómo durante los últimos tiempos sus padres han prosperado gracias a un acertado giro bursátil y ahora son una adinerada familia que pretende formar parte de la alta sociedad francesa en el París del glamour de comienzos de siglo. Pero, como aún no han conseguido ese reconocimiento, los señores Kampf organizan un baile de sociedad dejando a Antoinette fuera de ese acontecimiento o esa ceremonia de iniciación como ella la entiende. Pronto la joven fraguará un modo de vengarse que provocará una humillación para sus padres. Lo significativo del relato no es la historia en sí, sino esa despiadada visión de una sociedad, la situación absurda a que lleva la soberbia autoafirmación materna frente a ese dolor de rechazo provocado y sufrido por la adolescente que le llevará a una rabieta transmutada en odio de consecuencias tan dramáticas como reveladoras para el curioso lector. Sólo entonces, cuando la joven ve el resultado de su actuación, tras sentir una especie de desdén, de indiferencia despectiva, comprende que los adultos pueden sufrir por aquellas cosas más fútiles y pasajeras y en un destello inaprensible, al fin, adivina la humillación a que ha sometido a la madre en un mundo no menos injusto, además de malvado e hipócrita. Quizá la propia Némirovsky, de veintisiete años cuando escribió la historia, pretendiera reproducir esa difícil relación madre-hija para salvaguardarse de toda esa estupidez humana que había vivido en su adolescencia parisina y profundizar así en su propia conciencia de adulta.
Algo más sobre Irene Nemirovsky aquí

viernes, agosto 11, 2006

Viajes con Heródoto, Richard Kapuscinski

Traducción de Ágata Orzeszek. Anagrama, Barcelona, 2006. 308 pp. 15 €

Doménico Chiappe

Este es un libro de un libro. No de muchos libros, de uno solo: Historia, de Heródoto, el griego que dedicó su vida a escribir y contar lo que descubría de las naciones que conformaban su cosmogonía. Nueve libros escritos, se cree, en el año 444 a.C, que detalla la acción y la cultura de los pueblos que alcanzó a conocer. Y también es un libro que cuenta la relación que con Heródoto estableció Ryszard Kapuscinski, el aprendiz de brujo, uno de los autores que ha contribuido a hacer del periodismo un arte literario, tan reputado como cualquier otro género.
Kapuscinski lo lee por primera vez cuando era un joven vestido con un «traje de cheviot de llamativas rayas grises y azules, la chaqueta cruzada con doble fila de botones y unas hombreras salidas y angulosas, y el pantalón, ancho, demasiado largo y con las perneras acabadas en una gran vuelta», que soñaba con traspasar la frontera de Polonia. Cruzarla, nada más. Adonde fuera. Y con esta ambición ya superaba a la mayoría de su generación, en una Polonia aturdida por la bota comunista, que impidió la publicación del libro hasta 1955. Porque los libros son peligrosos, dice Kapuscinski. Porque entrañan alusiones, porque quien lee no «para de hacerse preguntas».
Cuando su jefa Irena Tarlowska le anuncia que su anhelo será realidad, que viajará a la India, también le hace un regalo, este libro; un obsequio de por vida. Kapuscinski asegura que «aunque pasaran años sin que abriese su Historia, no por eso dejaba yo de pensar en su autor» e imagina que el griego se sienta junto a él a la orilla del mar y le conversa. Kapuscinski le atribuye la paternidad del reportaje, del contraste de fuentes e incluso del sensacionalismo: «observa las reglas del mercado mediático, para venderla, la historia tiene que ser interesante, debe contener algo picante».
Heródoto, de quien transcribe un selección de pasajes variados, le apoya cuando Kapuscinski intenta cruzar el abismo del idioma en Nueva Delhi y en China y aprende inglés leyendo a Hemingway. Le acompaña cuando visiona las muertes y desplazamientos de las guerras del mundo y aflora su sensibilidad: «llevaban años errando por el país sin poder hallar auxilio y, abandonados a su sino, vegetaban todavía durante un tiempo en lugares como la Sealdah Station». Heródoto lo consuela cuando le roban en Egipto; cuando tropieza con los temibles gendarmes del Congo que sólo quieren un cigarrillo.
Aunque regresa a lugares que ya ha descrito en otras obras, Kapuscinski no repite lo que ya ha escrito en El Sha, El Emperador, Ébano, La Guerra del fútbol y otros reportajes. En Viajes con Heródoto nos entrega otra mirada, más íntima. En este libro Kapuscinski se desnuda mucho más; hace un streep tease del alma. Por ejemplo, descubre al lector su niñez, sin zapatos con el invierno aproximándose, y cuenta la primera vez que fuma hachís y viajó a «un mundo distinto, uno en que mi cuerpo había perdido todo su peso».
Sospecho que Kapuscinski se identifica tanto con Heródoto porque, como él, ha vivido lo que relata: la crueldad y la fascinación; porque ambos han ejercido su profesión como vagabundos; porque ninguno de los dos ha sido un héroe, sólo hombres con la suerte de sobrevivir a las aventuras que han asumido, y, sobre todo, porque ambos han preferido siempre hablar con la gente para escuchar esa historia no oficial, que reconstruyen en sus textos. El discípulo es, desde hace ya tiempo, maestro; y vuelve a demostrarlo en este libro, especie de reseña vivencial.

jueves, agosto 10, 2006

jPod, Douglas Coupland

Traducción de Raquel Herrera Ferrer. El Aleph, Barcelona, 2006, 527 páginas.

Vicente Luis Mora

Esta novela parte de una idea compositiva prácticamente genial. En una original variante de la técnica del «manuscrito encontrado», a la altura de la página 329 descubrimos que Douglas Coupland (que aparece como personaje en la novela) se encuentra por segunda vez con el protagonista de la novela, Ethan, perdido en una carretera secundaria de China, en compañía de un heroinómano. Ethan le ruega a Coupland que les saque de allí, llevándoles en su coche. El escritor le dice que acepta ayudarles a cambio del ordenador portátil de Ethan, que es su «vida» o su alma, si buscamos asociaciones fáciles con el Mefistófeles que compró el alma del bluesman Robert Johnson en un cruce de caminos. Pues bien, jPod sería el resultado de imprimir selectivamente todo el contenido de ese ordenador portátil, incluido el spam que contiene, y reelaborar algunos de sus materiales (p. 368). Para terminar la novela, Coupland tendrá que comprar el siguiente portátil de Ethan, para actualizar la información.
Este hecho, la inclusión ficticia en la novela de todo el contenido de un ordenador personal, hace que haya numerosos elementos incorporados que no sirven para nada: correos antiguos de spam (mensajes no deseados, normalmente de contenido publicitario o engañoso), documentos de una o dos frases inconexas, páginas bajadas de Internet para navegar off shore (sin conexión), borradores, escaneos arbitrarios, etc. La obra, por tanto, está salpicada —como la vida misma, queremos suponer que es la intención de Coupland— de material sobrante, de basura, de exceso técnico, de residuos textuales, de publicidad no deseada, de contaminación acústica. En ese sentido, la incorporación del spam supone un auténtico giro metafísico de la novela: la excrecencia tecnológica, social, se vuelve literaria, se incorpora también a la narración, en un intento de imitación de la vida, de mímesis.
Resumiremos brevemente el argumento: Ethan y sus compañeros (entre freaks y geeks) trabajan para jPod, la división de software de una empresa informática dedicada a la creación y producción de videojuegos. El proceso de creación de uno de estos juegos es el hilo principal del que se van descolgando las tramas accesorias, que son la auténtica preocupación del narrador, más interesado en el seguimiento psicosocial de sus personajes que de sus andanzas narrativas. De hecho, uno de los más sugerentes elementos de esta novela, es el modo de presentación de los caracteres: los personajes se retratan a través de las pruebas que Ethan les sugiere para «disminuir la productividad», lo que le sirve al autor para integrar elementos de la sociedad de consumo: la primera vez, a través de una carta de amor a Ronald McDonald, la segunda desafiándoles a venderse, con menos de 500 palabras, como si fueran a anunciarse en eBay, la famosa web de subastas digitales. Más tarde, Kaitlin, su novia, entrevista sucesivamente a la mayoría de personajes con la excusa de unos trabajos de inglés. Estos inteligentes recursos permiten a Coupland que los personajes se presenten por sí mismos, ocultando sus puntos débiles y enfatizando sus mentiras defensivas. El procedimiento es hábil; no lo es tanto, como después veremos, el resultado.
En la solapa se nos hace hincapié en la vertiente de diseñador gráfico de Coupland, pero es que jPod es una novela de diseño. No sólo desde el punto de vista visual; experimental e innovadora, jPod participa de una de las técnicas literarias más utilizadas en la última narrativa anglófona… y española: la autoficción. Para Ramón Buckley, «que los novelistas se nutran de su propia vida para escribir sus novelas es un recurso tan antiguo como la propia novela. Ahora bien, que la falsifiquen, que la suplanten o que, en último término, se calumnien a sí mismos o a su propia familia es, por decirlo de alguna manera, esa "otra vuelta de tuerca" de la era posmoderna en la que todavía estamos inmersos» . El citado crítico escribía esto a raíz de la novela El verano del inglés (Alfaguara 2006), de Carme Riera (también valdría como ejemplo cercano La velocidad de la luz, de Javier Cercas, o Una vez Argentina, de Andrés Neuman); en el mismo entorno del canadiense Coupland, el estadounidense Bret Easton Ellis ha publicado este año su novela Lunar Park, donde comparece, desdibujado y excesivo, como uno de los protagonistas principales. Como vemos, estamos ante una auténtica pandemia narrativa. Y tiene razón Buckley*, no hemos salido de la posmodernidad, desde luego; tampoco Coupland, que es plenamente posmoderno en la utilización del recurso, tanto por la consciencia del uso como por su retorsión irónica: hay bromas con la idea del Coupland ficticio como Dios (= narrador omnisciente) de la narración: «es como si lo supiera todo de nosotros» (p. 467); algo obvio, por otro lado, si se tiene en cuenta que el Coupland novelado tiene acceso a toda la información del alma informática de Ethan. En general, el recurso de la autoficción está bien empleado y facilita un sugestivo (y de nuevo irónico) final a la novela.
Otra característica de jPod es la constante presencia de los elementos tecnológicos, audiovisuales y de los símbolos icónicos de la sociedad de consumo. En buena medida, esta novela sería la segunda entrega de Microsiervos (1995), un Microsiervos 2.0. Si allí los personajes desarrollaban el videojuego Oop!, aquí se dedican a configurar un juego de monopatín que más tarde, tras la sospechosa desaparición del responsable, pasará a ser un juego de conquista, esoterismo y magia, como las novelas de moda. El entorno informático permite a Coupland desarrollar una de sus aficiones preferidas, la observación sociológica, para la que está dotado de una penetrante capacidad de observación, como demostró en su interesante miscelánea Polaroids (Ediciones B, 1999). A lo largo de toda la obra, hay una continua interacción de los ordenadores y la televisión, desvestida de tecnofobia: «la televisión e Internet son buenos porque hacen que la gente estúpida no pase demasiado tiempo en público» (p. 11). La estructura textual facilita además la consideración de la obra como una parodia de la saturación informativa, del paroxismo publicitario (algo que está en el título: jPod es una fácil broma sobre iPod, el conocido reproductor de MP3 y MP4 de Apple), y de la cultura del diseño y del consumo. La página 23 es el texto de una caja de sopa de sobre: el mensaje sin el medio. También aparecen alucinógenas teorías sobre la Coca-Cola (pp. 220-222), Ikea (135), Star Wars (224), Los Simpson (incontables), la cultura visual de las siglas (p. 149), y un genial y desopilante diálogo sobre la probable vida sexual del payaso Ronald McDonald (54-55), imagen de la conocida franquicia hamburguesera. La cultura de la televisión es omnipresente, y los símiles y metáforas son casi siempre tecnológicos: «siempre se me olvida que tu familia funciona con software de Microsoft» (p. 232). En este sentido, no pocas veces el excesivo número de comparaciones de personajes y objetos satura la narración, la superficializa y la hace parecer una partida de Scatergories (como ejemplo de lo denunciado). Amén de empobrecer léxicamente el discurso, lo superficializa: gana el que ha visto más televisión, no el que ha leído más o es más inteligente para captar resonancias profundas.
No es este el único debe de jPod. Los personajes son demasiado excéntricos. Hace poco leíamos una entrevista a John Berendt, el fascinante creador de Medianoche en el jardín del bien y del mal, donde éste decía que es shakespeariana y necesaria la búsqueda de personalidades excéntricas y fuertes, para dar fuste a las historias y que estas duren en el tiempo. Puedo estar de acuerdo si esa excepcionalidad es creíble, pero no cuando la construcción psicológica es deliberadamente insostenible o roza el absurdo, lo que ocurre con los personajes de jPod. En realidad, los caracteres de Coupland no son personajes literarios, sino de videojuegos: puedes intercambiarles las cabezas. A la altura de la página 300, te das cuenta de que no tienes ninguna imagen mental del posible físico de los amigos de Ethan, de su familia ni de él mismo.
Hay que destacar la gran edición de El Aleph, que ha publicado un libro valiente sin escamotear ninguno de sus juegos visuales, de sus excesos tipográficos, de sus avances expresivos. También la traducción del libro es excelente, habida cuenta de la dificultad de trasladar la jerga tecnológica al castellano, aunque algún término, como “regenderización” (p. 61, de re-gender, reasignar el género sexual) podría haberse sustituido por una paráfrasis o un neologismo hispano, y no inglés. Una edición, por tanto, a la altura de un libro que, como todos los de Coupland, no destaca por la construcción de personajes, ni por su estilo (pobre), ni por su variedad léxica, pero que tiene, como todos los de Coupland, unas virtudes que lo hacen único, admirado y admirable: una construcción valiente y sólida, ideas parciales que rozan el virtuosismo, grandes dosis de humor y de ternura soterrada, clarividencia sociológica, amenidad y originalidad, y la asombrosa potencia global de haber conseguido, en esta novela sobre la información, la saturación, el consumismo, el exceso tecnológico y el spam/basura, una imagen perfecta y completa del tiempo en el que vivimos.

* R. Buckley, Carme Riera y el arte de la impostura, en Revista de libros

miércoles, agosto 09, 2006

Matías y los imposibles, Santiago Roncagliolo

Siruela, Madrid, 2006. 114 páginas. 16,90 €

Carmen Fernández Etreros

La infancia es una edad irrepetible y los cuentos son necesarios para los niños. ¿Qué ocurre con un cuento cuando ya no se relata a nadie? ¿Se pierde? ¿Desaparecen sus personajes? Santiago Roncagiolo nos plantea este dilema en este libro para niños Matías y los imposibles que destaca por su originalidad y calidad estética.
El escritor peruano, autor de novelas como Pudor, El príncipe de los caimanes y Abril rojo, ha publicado otros dos libros para niños Rugor, el dragón enamorado y La guerra de Mostark. En Matías y los imposibles ofrece en un relato divertido cargado de sensibilidad. ¿A qué niño no le gustaría conocer personalmente a los personajes de un cuento y poder hablar con ellos? Matías y sus amigos “los imposibles” viven situaciones disparatadas y hasta carentes de lógica con las que los pequeños lectores seguro que disfrutarán.
Matías es un niño bajito, tímido y feúcho del que sus compañeros se mofan por su aspecto y falta de aptitudes para el deporte. Aunque no conoce el paradero de sus padres, Matías vive muy feliz con su abuelo y no se siente un niño desgraciado. Su abuelo siempre le cuenta un cuento sobre las aventuras del príncipe Guillermo, el malvado brujo Gorgon y el hada Luz, la salvadora del príncipe. Pero un día la rutina de Matías da un vuelco al morir su abuelo y quedarse solo. Los personajes del cuento entran en su vida real para ayudarle. Estos amigos, “los imposibles”, con su torpeza meten a Matías en situaciones divertidas. Matías y sus amigos tendrán que crear su propio cuento para lograr reunirse para siempre y que la realidad y la fantasía puedan convivir.
Matías y los imposibles, publicada por Siruela en una cuidada edición e ilustrada por Ulises Wensell, envuelve a los pequeños lectores que disfrutarán con los diálogos divertidos de los personajes “inexistentes” y de una dinámica aventura. Además, Roncagiolo demuestra su habilidad para conectar con el lector infantil al que implica de manera inteligente en el juego de la lectura.
Gracias a una trama sencilla el autor propone una reflexión sobre la fugacidad de la infancia y sobre la necesidad de los niños de disfrutar con la lectura en esta etapa de la vida en la que los sueños y los deseos se confunden con la realidad. Cito estas maravillosas palabras del narrador en Matías y los imposibles: “Pero en la vida, uno no siempre hace lo que quiere. Y ese día, mientras se abrazaban para despedirse todos supieron que no habría un cuento para reunirlos, y que pronto Matías crecería y se haría grande y no escucharía más cuentos...(p. 78)”. Para nosotros, y gracias a Santiago Roncagliolo, Matías y los imposibles se han reunido por fin en este cuento y animan a todos los niños a participar en sus aventuras.

martes, agosto 08, 2006

Autómata, Adolfo García Ortega

Bruguera, Barcelona, 2006. 477 pp. 17 €

Anna Grau

«La mañana del Año Nuevo del nuevo siglo me encontraba en Madeira y conocí a Oliver Griffin, español pese a su nombre, quien me abordó en el mirador marino del hotel Carlton con la suavidad de un amabilísimo narrador que me hubiera elegido para charlar un largo rato despreocupada pero confidencialmente»... hasta aquí los hechos mínimos propulsores de una narración máxima que, una vez suelta, va a dar de sí muchos más hechos, retrancas de hechos, probabilidades de hechos, etc, cada suceso una caja de Pandora volcando nuevas explosiones de relato en recíproca y estruendosa bifurcación frenética, casi la fisión del átomo narrativo, puesto todo a liberar una energía literaria suicida, descomunal, feliz. Una hermosa salvajada resplandeciente de sufrimiento, tal que si una novela de Emilio Salgari la hubiera escrito, pensando mucho cada detalle, Gustave Flaubert.
Una novela de aventuras es lo que ha escrito Adolfo García Ortega, sin duda; pero qué novela de aventuras. Anclada a la sombra leviatánica de Melville, troquelada en el vértigo de Las mil y una noches, espúmea de Stevenson como de Baudelaire, de Verne como de Kafka, irisada por millares de lecturas, tantas como en vida y de momento ha conseguido abarcar su autor (que evidentemente también está leyendo cuando va al cine), Autómata pone el brazo armado de la épica a disposición de la lírica. Y viceversa.
Los amantes de acariciar un texto por la tracería de las citas, los guiños intelectuales y los desmayos sutiles hacia la no-ficción pueden gozar de Autómata, pero que sepan que no lo van a tener fácil si no son sinceros, si buscan el aplauso paraliterario y no el placer. La erudición está aquí tan entreverada con la creación, la penetra con tan poco aspaviento, tan humildemente (y por eso mismo, tan eficazmente) que no hay tiempo ni lugar para pasmarse. Ni el autor, ni el lector.
Por uno y para el otro nace y crece esta novela de agudos dientes apretados, epopeya dentro de la epopeya dentro de la epopeya, con el personaje-narrador Griffin actuando y funcionando como un andante libro vivo, un volcán de historias en constante erupción. Griffin cuenta a un oyente-lector su viaje a la Isla de la Desolación, en el estrecho de Magallanes, siguiendo el rastro de una obsesión primigenia, el hallazgo de un autómata del siglo XVI que impresionó y hasta torció para siempre el viaje de novios de sus abuelos en los años veinte. Rotando en torno al eje de esta obsesión llegan a acumularse hasta quinientos años de vidas, mitos, casualidades, leyendas. Griffin vive al ritmo de un hombre de acción, con la intensidad íntima de un hombre de letras. Multiplícase así el valor y el interés de toda existencia —«mecido por el agua y por las horas, sin sueño, para mi sorpresa me sentí maravillado por la vida y por todo lo que en ella cabe, si se sabe vivir»— y de toda novela, cuando lo trepidante está servido con verdadero fervor literario.
(Incluso puede que demasiado fervor; si algún pero tuviera que ponerle a esta novela, sería cierta temeridad fáctica, cierto desprecio de cómo muchísimos hechos, exprimidos con semejante detalle psicológico, pueden llegar a abrumar al lector, a saturarle el ánimo)
Mas hay en todo ello, sin duda, un homenaje al buen hacer de antaño, al viejo gran estilo de narrar, retomado aquí con las indudables ventajas que da venir de vuelta de unas cuantas modernidades y vanguardias. García Ortega ha depurado su característico aliento flaubertiano hasta el punto de hacerlo agradablemente etéreo, de lograr la aparente facilidad, sin que se le note tanto el andamio del sudor que era algo demasiado visible en, por ejemplo, Café Hugo, o de la inteligencia en la por otro lado conmovedora El comprador de aniversarios.
La súbita frase corta cargada de intención, el chispazo subjetivo omnisciente, sirve al autor para abrirse paso en la maraña de sus criaturas desbordadas de vitalismo, por lo trepidante que es todo lo que les pasa, y por la trepidante sensibilidad con que se nos cuenta y lo vivimos nosotros, en literaria carne propia.
Triunfa así la literatura entendida como alteridad compartida y de lujo: «Yo tengo una vida plural, como Pessoa, aseguró Griffin». «Murió joven porque vivió varias vidas (...) y la suma de todas ellas daba en realidad el resultado de una prolongada vejez a los treinta años». «Pero de pronto decidí sentirme otro, ser otro, pues eso es lo que buscaba en el viaje y lo que he buscado toda la vida».
Al final nos vamos quedando solos con el misterioso oyente (ni siquiera su nombre llegaremos a conocer nunca) cuya única función parecía ser la de estar en distintos marcos incomparables de Funchal, escuchando el canto de la musa incontenible de Griffin. Ese lector sin cuya enorme vocación de maravillarse, sin esa voluntad de ser también él el otro, no tendrían sentido las espléndidas, generosísimas novelas de aventuras, las Moby Dick y La isla del tesoro, ni en realidad ninguna gran novela en general y a secas. Donde escribir es tender una mano en la oscuridad y donde leer es estrechar esa mano de todo corazón. Donde el lector es el único, imprescindible héroe.

lunes, agosto 07, 2006

Diario de Praga, Ptr Ginz

Edición a cargo de Chava Pressburger. Traducción de Fernando Valenzuela. El Acantilado, Barcelona, 2006. 184 pp. 17 €

Pedro M. Domene

Este, más que ningún otro, es un viaje al infierno, el que el adolescente Petr Ginz iniciaba, hacia la cámara de gas en Polonia, el 28 de septiembre de 1944. La publicación de Diario de Praga (1941-1942), de Petr Ginz a cargo de El Acantilado pone una vez más de manifiesto que la barbarie nazi no ha dejado de atormentar las conciencias humanas en los últimos sesenta años y que, como aquella joven alemana, Ana Frank (1929-1945), el checo Petr Ginz (1928-1944), le confiaba a su diario, sin la menor ambición, lo que veía directamente a su alrededor, aunque sus notas, lacónicas, poco expresivas pero terriblemente esclarecedoras, estén cruzadas por esa serena actitud aparente que se percibe desde una gran tensión interior. Ofrecen la objetividad de un adolescente que verá el mundo, en aquellas circunstancias, con la curiosidad y veracidad que le son propias a la edad. En las notas de su Diario se percibe, no obstante, la cruel confrontación que experimentan las personas mayores que conoce Petr y la inseguridad que generan, día a día, los acontecimientos en una Praga que él mismo rememorará años más tarde en un poema que terminará, precisamente, así:
¡Praga, leyenda de piedra, me acuerdo de ti!
La edición de los dos cuadernos, encontrados recientemente en un inmueble del barrio praguense de Modrany, corre a cargo de su hermana Chava Pressburger, aunque la casualidad hizo que la historia del joven Ginz diera la vuelta al mundo, porque el destino llevaría al transbordador Columbia, tras su misión en el espacio, a desintegrarse en la mañana del 1 de febrero de 2003, al entrar en la atmósfera terrestre, y entre la tripulación se encontraba el israelita Ilan Ramon, hijo además de una superviviente del campo de Auschwitz, quien había decidido llevarse al espacio un recuerdo, un símbolo de la tragedia del holocausto, un dibujo del joven Petr Ginz que, titulado Paisaje lunar, mostraba una extraordinaria fantasía.
El Diario recoge los acontecimientos registrados por el joven checo entre el 24 de febrero de 1941 y el 9 de agosto de 1942, la última anotación unos dos meses antes de ser deportado al gueto Terezin. Lo más curioso de todo este material es que la edición se complementa con el testimonio de la hermana pequeña, que actualmente vive en Jerusalén, y compartió una infancia feliz con Petr hasta que las persecuciones de los nazis contra los judíos llegaron a Praga; sólo entonces descubrieron que el holocausto provocaría ese tipo de fanatismos, capaces de asesinar y torturar sin compasión y de que en el mundo había gente mala, muy mala. La imagen que proyecta el libro es la de un muchacho provisto de una rica fantasía capaz de escribir novelas, dibujar acuarelas, grabar sobre linóleos, inventar revistas y periódicos, y pese a tanto horror dejar constancia, con un estilo sereno, de los métodos aplicados por los nazis durante el holocausto de Praga, hablar de la comunidad religiosa judía, del hospital y del colegio judío, del servicio auxiliar y observar como, a medida que transcurre el tiempo, se van recortando las libertades y descubrir que amigos, parientes, profesores o vecinos son incluidos en los transportes mientras otros tratan de llevar una vida normal. A partir del testimonio de Petr, su hermana Chava Pressburger, organiza la edición añadiendo un material complementario, el de su estancia en Terezin, las circunstancias de su partida no anotadas en su diario, textos literarios, y abundantes dibujos que muestran el talento del joven asesinado.
«Lo que resulta ahora totalmente corriente, hubiera sido motivo de escándalo en una época normal» escribiría el adolescente Petr Ginz, cuya infancia terminaría dos años más tarde, tras una vida despreocupada junto a su hermana y sus padres, sus compañeros del colegio o los paseos por la ciudad de las mil y una resistencias, hasta que el destino determinó que alguien dotado de un talento polifacético, miembro de una familia checo-judía-aria praguense no pudiera convertirse en un notable creador. Y una frase tan contundente demuestra la profunda personalidad de alguien que asumió la época sin imaginar siquiera que en todo el centro de Europa una raza iba a ser marcada, poco después expoliada y finalmente conducida hasta casi su exterminio. Es el sincero testimonio de un joven que a las puertas de la muerte persiste, aún en su cautiverio, en una frenética actividad intelectual para saciar su indomable espíritu e, incluso, testimoniar la vergüenza y ofrecer una lección de vida a toda una humanidad.