jueves, agosto 10, 2006

jPod, Douglas Coupland

Traducción de Raquel Herrera Ferrer. El Aleph, Barcelona, 2006, 527 páginas.

Vicente Luis Mora

Esta novela parte de una idea compositiva prácticamente genial. En una original variante de la técnica del «manuscrito encontrado», a la altura de la página 329 descubrimos que Douglas Coupland (que aparece como personaje en la novela) se encuentra por segunda vez con el protagonista de la novela, Ethan, perdido en una carretera secundaria de China, en compañía de un heroinómano. Ethan le ruega a Coupland que les saque de allí, llevándoles en su coche. El escritor le dice que acepta ayudarles a cambio del ordenador portátil de Ethan, que es su «vida» o su alma, si buscamos asociaciones fáciles con el Mefistófeles que compró el alma del bluesman Robert Johnson en un cruce de caminos. Pues bien, jPod sería el resultado de imprimir selectivamente todo el contenido de ese ordenador portátil, incluido el spam que contiene, y reelaborar algunos de sus materiales (p. 368). Para terminar la novela, Coupland tendrá que comprar el siguiente portátil de Ethan, para actualizar la información.
Este hecho, la inclusión ficticia en la novela de todo el contenido de un ordenador personal, hace que haya numerosos elementos incorporados que no sirven para nada: correos antiguos de spam (mensajes no deseados, normalmente de contenido publicitario o engañoso), documentos de una o dos frases inconexas, páginas bajadas de Internet para navegar off shore (sin conexión), borradores, escaneos arbitrarios, etc. La obra, por tanto, está salpicada —como la vida misma, queremos suponer que es la intención de Coupland— de material sobrante, de basura, de exceso técnico, de residuos textuales, de publicidad no deseada, de contaminación acústica. En ese sentido, la incorporación del spam supone un auténtico giro metafísico de la novela: la excrecencia tecnológica, social, se vuelve literaria, se incorpora también a la narración, en un intento de imitación de la vida, de mímesis.
Resumiremos brevemente el argumento: Ethan y sus compañeros (entre freaks y geeks) trabajan para jPod, la división de software de una empresa informática dedicada a la creación y producción de videojuegos. El proceso de creación de uno de estos juegos es el hilo principal del que se van descolgando las tramas accesorias, que son la auténtica preocupación del narrador, más interesado en el seguimiento psicosocial de sus personajes que de sus andanzas narrativas. De hecho, uno de los más sugerentes elementos de esta novela, es el modo de presentación de los caracteres: los personajes se retratan a través de las pruebas que Ethan les sugiere para «disminuir la productividad», lo que le sirve al autor para integrar elementos de la sociedad de consumo: la primera vez, a través de una carta de amor a Ronald McDonald, la segunda desafiándoles a venderse, con menos de 500 palabras, como si fueran a anunciarse en eBay, la famosa web de subastas digitales. Más tarde, Kaitlin, su novia, entrevista sucesivamente a la mayoría de personajes con la excusa de unos trabajos de inglés. Estos inteligentes recursos permiten a Coupland que los personajes se presenten por sí mismos, ocultando sus puntos débiles y enfatizando sus mentiras defensivas. El procedimiento es hábil; no lo es tanto, como después veremos, el resultado.
En la solapa se nos hace hincapié en la vertiente de diseñador gráfico de Coupland, pero es que jPod es una novela de diseño. No sólo desde el punto de vista visual; experimental e innovadora, jPod participa de una de las técnicas literarias más utilizadas en la última narrativa anglófona… y española: la autoficción. Para Ramón Buckley, «que los novelistas se nutran de su propia vida para escribir sus novelas es un recurso tan antiguo como la propia novela. Ahora bien, que la falsifiquen, que la suplanten o que, en último término, se calumnien a sí mismos o a su propia familia es, por decirlo de alguna manera, esa "otra vuelta de tuerca" de la era posmoderna en la que todavía estamos inmersos» . El citado crítico escribía esto a raíz de la novela El verano del inglés (Alfaguara 2006), de Carme Riera (también valdría como ejemplo cercano La velocidad de la luz, de Javier Cercas, o Una vez Argentina, de Andrés Neuman); en el mismo entorno del canadiense Coupland, el estadounidense Bret Easton Ellis ha publicado este año su novela Lunar Park, donde comparece, desdibujado y excesivo, como uno de los protagonistas principales. Como vemos, estamos ante una auténtica pandemia narrativa. Y tiene razón Buckley*, no hemos salido de la posmodernidad, desde luego; tampoco Coupland, que es plenamente posmoderno en la utilización del recurso, tanto por la consciencia del uso como por su retorsión irónica: hay bromas con la idea del Coupland ficticio como Dios (= narrador omnisciente) de la narración: «es como si lo supiera todo de nosotros» (p. 467); algo obvio, por otro lado, si se tiene en cuenta que el Coupland novelado tiene acceso a toda la información del alma informática de Ethan. En general, el recurso de la autoficción está bien empleado y facilita un sugestivo (y de nuevo irónico) final a la novela.
Otra característica de jPod es la constante presencia de los elementos tecnológicos, audiovisuales y de los símbolos icónicos de la sociedad de consumo. En buena medida, esta novela sería la segunda entrega de Microsiervos (1995), un Microsiervos 2.0. Si allí los personajes desarrollaban el videojuego Oop!, aquí se dedican a configurar un juego de monopatín que más tarde, tras la sospechosa desaparición del responsable, pasará a ser un juego de conquista, esoterismo y magia, como las novelas de moda. El entorno informático permite a Coupland desarrollar una de sus aficiones preferidas, la observación sociológica, para la que está dotado de una penetrante capacidad de observación, como demostró en su interesante miscelánea Polaroids (Ediciones B, 1999). A lo largo de toda la obra, hay una continua interacción de los ordenadores y la televisión, desvestida de tecnofobia: «la televisión e Internet son buenos porque hacen que la gente estúpida no pase demasiado tiempo en público» (p. 11). La estructura textual facilita además la consideración de la obra como una parodia de la saturación informativa, del paroxismo publicitario (algo que está en el título: jPod es una fácil broma sobre iPod, el conocido reproductor de MP3 y MP4 de Apple), y de la cultura del diseño y del consumo. La página 23 es el texto de una caja de sopa de sobre: el mensaje sin el medio. También aparecen alucinógenas teorías sobre la Coca-Cola (pp. 220-222), Ikea (135), Star Wars (224), Los Simpson (incontables), la cultura visual de las siglas (p. 149), y un genial y desopilante diálogo sobre la probable vida sexual del payaso Ronald McDonald (54-55), imagen de la conocida franquicia hamburguesera. La cultura de la televisión es omnipresente, y los símiles y metáforas son casi siempre tecnológicos: «siempre se me olvida que tu familia funciona con software de Microsoft» (p. 232). En este sentido, no pocas veces el excesivo número de comparaciones de personajes y objetos satura la narración, la superficializa y la hace parecer una partida de Scatergories (como ejemplo de lo denunciado). Amén de empobrecer léxicamente el discurso, lo superficializa: gana el que ha visto más televisión, no el que ha leído más o es más inteligente para captar resonancias profundas.
No es este el único debe de jPod. Los personajes son demasiado excéntricos. Hace poco leíamos una entrevista a John Berendt, el fascinante creador de Medianoche en el jardín del bien y del mal, donde éste decía que es shakespeariana y necesaria la búsqueda de personalidades excéntricas y fuertes, para dar fuste a las historias y que estas duren en el tiempo. Puedo estar de acuerdo si esa excepcionalidad es creíble, pero no cuando la construcción psicológica es deliberadamente insostenible o roza el absurdo, lo que ocurre con los personajes de jPod. En realidad, los caracteres de Coupland no son personajes literarios, sino de videojuegos: puedes intercambiarles las cabezas. A la altura de la página 300, te das cuenta de que no tienes ninguna imagen mental del posible físico de los amigos de Ethan, de su familia ni de él mismo.
Hay que destacar la gran edición de El Aleph, que ha publicado un libro valiente sin escamotear ninguno de sus juegos visuales, de sus excesos tipográficos, de sus avances expresivos. También la traducción del libro es excelente, habida cuenta de la dificultad de trasladar la jerga tecnológica al castellano, aunque algún término, como “regenderización” (p. 61, de re-gender, reasignar el género sexual) podría haberse sustituido por una paráfrasis o un neologismo hispano, y no inglés. Una edición, por tanto, a la altura de un libro que, como todos los de Coupland, no destaca por la construcción de personajes, ni por su estilo (pobre), ni por su variedad léxica, pero que tiene, como todos los de Coupland, unas virtudes que lo hacen único, admirado y admirable: una construcción valiente y sólida, ideas parciales que rozan el virtuosismo, grandes dosis de humor y de ternura soterrada, clarividencia sociológica, amenidad y originalidad, y la asombrosa potencia global de haber conseguido, en esta novela sobre la información, la saturación, el consumismo, el exceso tecnológico y el spam/basura, una imagen perfecta y completa del tiempo en el que vivimos.

* R. Buckley, Carme Riera y el arte de la impostura, en Revista de libros

2 comentarios:

  1. Estoy de acuerdo, han editado el libro de forma impecable. Para mí es la mejor novela de este autor, junto con Microsiervos.

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  2. "la incorporación del spam supone un auténtico giro metafísico de la novela". Demasié.

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