miércoles, agosto 16, 2006

Arde Troya, Alfonso Ruiz de Aguirre

Amargord, Madrid, 2006. 329 pp. 15 €

Miguel Baquero

Vivimos tiempos confusos y descuadrados donde muchas veces se posterga lo esencial y se da importancia a cuestiones secundarias, adyacentes y tangenciales. Olvidamos, por ejemplo, que un requisito básico para ser escritor es escribir bien, sin que "bien" signifique, ni mucho menos, escribir barroco o cargado de florituras, sino escribir de manera original, con expresiones propias y deslumbrantes, con adjetivos que parezcan nuevos y nunca usados, con un estilo, en suma, rico y pletórico, ya se opte por la vía concisa o lacónica ya por la exuberante y llena de subordinadas. En todo caso, esto, escribir con arte, que debería ser inexcusable en un escritor, muchas veces se obvia y se disculpa y así tragamos con libros llenos de errores sintácticos, de frases hechas, de lugares comunes.
Arde Troya es nada menos que la séptima novela de Alfonso Ruiz de Aguirre (Toledo, 1968); entre medias, un extenso currículum de premios, accésits y menciones. En Arde Troya confluyen tres historias: la de un pobre empleado, uno de estos modernos "mileuristas" sobradamente preparado y ruinmente pagado, que cierto día decide sabotear su empresa; la de una secta, la Iglesia del Cosmos Fluyente, que utiliza toda su fluencia e influencia divina para la recalificación como urbanizables de unos terrenos de alto valor ecológico; y la historia de un sargento chusquero en Sidi Ifni, 1975, durante los últimos días de la colonización. A simple vista nada parecen tener en común estas tres historias; sin embargo, hay un factor que las une, y ese no es otro que el lenguaje, el modo cómo Ruiz de Aguirre las va desarrollando, desplegando —extendiendo, más bien— por medio de un estilo suelto, amplio, generoso. Bien es verdad que en algunas ocasiones, cuando imita el hablar místico y ampuloso de la secta, cuando caricaturiza los discursos zen y new age de nuestros días, el autor llega a caer en el bucle, en el acartonamiento, llega a enfangarse en gran medida; pero cuando, libre de estos amaneramientos, se sienta tranquilo y despreocupado a narrar su historia es entonces cuando se nota la diferencia entre un torero de pellizco, que se mueve con gracia y soltura en el ruedo, y un peón de brega que se afana, suda y suelta el capote y sale corriendo a la que siente cerca el aliento de la bestia (y aquí ponga cada quien su ejemplo).
Las tres historias que componen la novela de Ruiz de Aguirre se encuentran unidas también por la visión conjunta, una visión muy cercana a la picaresca en la que prima el humor digamos "sucio", humor del hombre común, fracasado y resentido, que se defiende por medio de la risa contra los poderosos; humor gris, pegado al polvo de la calle, pero que no por eso deja de ser humor de ley, tal vez se trata incluso del humor más legítimo. Así está narrada la historia del pobre empleado, víctima de la explotación y del horario indefinido, o la del sargento chusquero que recorre África y en cada puesto encuentra a alguien que está al mando de la dotación con menos méritos que él, o la historia, ciertamente hilarante, de las cuatro hermanas Aguilera adeptas a las Iglesia del Cosmos y que se sacrificaron, algunas mejor y otras peor, por el bien de la secta. Este es otro de los grandes logros de esta novela: mantener ese tono ácido pero con un fondo inocente que ya empleó Lázaro de Tormes, y que Ruiz de Aguirre encuentra y acierta a sostener durante toda la novela, sin apenas desfallecimientos.

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