Mondadori, Barcelona, 2006. 128 pp. 12 €
José Morella
La deliciosa broma sobre la que se cimienta esta novela es la siguiente: Parménides, el gran filósofo que cambió para siempre la historia del pensamiento al introducir en ella el concepto del ser, fue un impostor. No escribió nada. Se limitó a encargarle a un poeta, un tal Perinola, un libro que tendría que llamarse Sobre la naturaleza. Perinola se lo inventó de arriba abajo y se convirtió, así, en el primer negro de la historia. El texto de Aira es de una fantástica ironía que recae sobre todo lo que tenga que ver con el mundillo, que no el mundo, de la literatura: los escritores, los mecenas, la proyección patética y bohemia que el poeta construye de sí mismo, la pereza, la falsedad, la grandilocuencia. Es una ironía leve y constante, delicada, que sin dejar de ser mordaz —porque mordaz es el punto de partida de la obra— le da a la narración una elegancia que se agradece. Debería ser leída (y comprendida, aunque esto es más difícil) por todos aquellos artistas que creen, explícita o tácitamente, que el arte es un instrumento para darse a conocer como “nombres” públicos. Aira asume que se trata precisamente de lo contrario: es la poesía la que usa el trabajo del poeta como simple instrumento, como placenta necesaria para nacer al mundo.
El problema radica justamente en la autoría: en el nombre. Perinola no firma Sobre la naturaleza con su nombre, y por lo tanto no es el autor legal de la obra. Y parece que sería esto, la ausencia de firma, lo que permite a Perinola escribir una obra de calidad. Tras escribir un largo trecho del poema en pocas horas, Perinola se pregunta por qué no tiene la misma facilidad a la hora de escribir sus propios versos. ¿Qué tiene esta ausencia de firma para poner al poeta en la tesitura de escribir bien? O, dándole la vuelta a la pregunta, ¿qué hay de problemático en la firma para que, por sí misma, estorbe al escritor en su trabajo? La firma no es más (pero tampoco menos) que un nombre: Perinola. Aira. Baudelaire. Borges. Faulkner. Aquí parece denunciarse la excesiva presunción del gremio de los escritores. ¿Quién os creéis que sois?, dice Aira. No sois más que escritores. Escribid, pues. No miréis más vuestro nombre con ese gesto obsesivo. Porque el nombre pesa. No es una etiqueta superficial, sino que está, de algún modo, hendido en vosotros. Os quema, os hiere. Se hunde en vuestra identidad y la hace presente, con todas sus flaquezas. No os permite olvidarla. Escribir recordando constantemente el propio nombre (el apellido, el nombre del padre, que diría Lacan) es, sino imposible, sí muy difícil. En otro lugar, hablando de las vanguardias, Aira ha dicho algo sobre John Cage. Según Aira la clave de la genialidad de Cage está, en parte, en no tener mucha idea de música. Cage no se imagina previamente como músico de tal o cual estilo, y es eso lo que le permite serlo. Se limita a actuar, a componer, a trabajar, y desiste de enredarse en una búsqueda de reconocimiento social, en un intento de labrarse una posición (un nombre) en la historia de la música. Como Cage, el poeta Perinola escribe sin tener su nombre en mente, y eso le hace más eficaz: una tarde cualquiera, relajadamente, improvisa unos doscientos versos, los ordena con una vaga coherencia y se los vende a Parménides para que este estampe su firma. Perinola, que quiere ser un gran escritor, ha dejado de querer y ha pasado a ser. Como peaje, ha tenido que perder su nombre. Tal vez habría que llamar «síndrome de Perinola» a este fenómeno, estudiado ya por Maurice Blanchot, según el cual la escritura es un acto que obliga al escritor a desaparecer. Nos viene a la cabeza el caso de la estadounidense Helene Hanff, a la que se recuerda por su impactante correspondencia con un librero de Londres durante casi veinte años, entre 1949 y 1968. Durante ese tiempo Helene encargó libros por correo al librero inglés y, a cambio, envió comida y cariño a todos los que trabajaban en aquella librería, sumidos en la miseria de la posguerra europea, en el número 84 de Charing Cross Road. Esas cartas tuvieron un éxito inmediato entre los lectores. El drama de Hanff es que ella escribía teatro, pero ninguna de sus obras es recordada. Sin embargo, se da la paradoja de que unas cartas que nunca pensó en publicar —que no cargaban con el peso de su nombre literario— fueron su mejor literatura. Apartó el nombre de escritora (Hanff), y escribió desde el cotidiano y natural Helene. Sólo cuando la autora se evaporó pudimos escuchar su verdadera voz. Despístenme de mí y les diré quién soy.
José Morella
La deliciosa broma sobre la que se cimienta esta novela es la siguiente: Parménides, el gran filósofo que cambió para siempre la historia del pensamiento al introducir en ella el concepto del ser, fue un impostor. No escribió nada. Se limitó a encargarle a un poeta, un tal Perinola, un libro que tendría que llamarse Sobre la naturaleza. Perinola se lo inventó de arriba abajo y se convirtió, así, en el primer negro de la historia. El texto de Aira es de una fantástica ironía que recae sobre todo lo que tenga que ver con el mundillo, que no el mundo, de la literatura: los escritores, los mecenas, la proyección patética y bohemia que el poeta construye de sí mismo, la pereza, la falsedad, la grandilocuencia. Es una ironía leve y constante, delicada, que sin dejar de ser mordaz —porque mordaz es el punto de partida de la obra— le da a la narración una elegancia que se agradece. Debería ser leída (y comprendida, aunque esto es más difícil) por todos aquellos artistas que creen, explícita o tácitamente, que el arte es un instrumento para darse a conocer como “nombres” públicos. Aira asume que se trata precisamente de lo contrario: es la poesía la que usa el trabajo del poeta como simple instrumento, como placenta necesaria para nacer al mundo.
El problema radica justamente en la autoría: en el nombre. Perinola no firma Sobre la naturaleza con su nombre, y por lo tanto no es el autor legal de la obra. Y parece que sería esto, la ausencia de firma, lo que permite a Perinola escribir una obra de calidad. Tras escribir un largo trecho del poema en pocas horas, Perinola se pregunta por qué no tiene la misma facilidad a la hora de escribir sus propios versos. ¿Qué tiene esta ausencia de firma para poner al poeta en la tesitura de escribir bien? O, dándole la vuelta a la pregunta, ¿qué hay de problemático en la firma para que, por sí misma, estorbe al escritor en su trabajo? La firma no es más (pero tampoco menos) que un nombre: Perinola. Aira. Baudelaire. Borges. Faulkner. Aquí parece denunciarse la excesiva presunción del gremio de los escritores. ¿Quién os creéis que sois?, dice Aira. No sois más que escritores. Escribid, pues. No miréis más vuestro nombre con ese gesto obsesivo. Porque el nombre pesa. No es una etiqueta superficial, sino que está, de algún modo, hendido en vosotros. Os quema, os hiere. Se hunde en vuestra identidad y la hace presente, con todas sus flaquezas. No os permite olvidarla. Escribir recordando constantemente el propio nombre (el apellido, el nombre del padre, que diría Lacan) es, sino imposible, sí muy difícil. En otro lugar, hablando de las vanguardias, Aira ha dicho algo sobre John Cage. Según Aira la clave de la genialidad de Cage está, en parte, en no tener mucha idea de música. Cage no se imagina previamente como músico de tal o cual estilo, y es eso lo que le permite serlo. Se limita a actuar, a componer, a trabajar, y desiste de enredarse en una búsqueda de reconocimiento social, en un intento de labrarse una posición (un nombre) en la historia de la música. Como Cage, el poeta Perinola escribe sin tener su nombre en mente, y eso le hace más eficaz: una tarde cualquiera, relajadamente, improvisa unos doscientos versos, los ordena con una vaga coherencia y se los vende a Parménides para que este estampe su firma. Perinola, que quiere ser un gran escritor, ha dejado de querer y ha pasado a ser. Como peaje, ha tenido que perder su nombre. Tal vez habría que llamar «síndrome de Perinola» a este fenómeno, estudiado ya por Maurice Blanchot, según el cual la escritura es un acto que obliga al escritor a desaparecer. Nos viene a la cabeza el caso de la estadounidense Helene Hanff, a la que se recuerda por su impactante correspondencia con un librero de Londres durante casi veinte años, entre 1949 y 1968. Durante ese tiempo Helene encargó libros por correo al librero inglés y, a cambio, envió comida y cariño a todos los que trabajaban en aquella librería, sumidos en la miseria de la posguerra europea, en el número 84 de Charing Cross Road. Esas cartas tuvieron un éxito inmediato entre los lectores. El drama de Hanff es que ella escribía teatro, pero ninguna de sus obras es recordada. Sin embargo, se da la paradoja de que unas cartas que nunca pensó en publicar —que no cargaban con el peso de su nombre literario— fueron su mejor literatura. Apartó el nombre de escritora (Hanff), y escribió desde el cotidiano y natural Helene. Sólo cuando la autora se evaporó pudimos escuchar su verdadera voz. Despístenme de mí y les diré quién soy.
Acabo de leer ese libro y me pareció muy buena tu crítica!
ResponderEliminarGracias por tu comentario.
ResponderEliminarPodés visitar mi blog....
ResponderEliminarwww.fotosdemoscu.blogspot.com Saludos!
sos escritor o lector?
ResponderEliminarAmbas cosas.
ResponderEliminarVoy corriendo a comprarlo. Como escritor, me interesa mucho...
ResponderEliminarHola! sos español? tenès libros escritos? se leer mucho Aira en España. Te pregunto estas cosas porque soy argentina y me gusatìa saber què sucede en el mundo de las letras en españa...
ResponderEliminarHola, perdona el retraso. La verdad es que es difícil decir hasta qué punto es muy leído Aira aquí. Lo que es seguro es que sus lectores, muchos o pocos, somos muy fieles.
ResponderEliminarYa ha pasado bastante tiempo en que escribiste tu critica-comentario. Yo por mi parte, leí hoy el libro y sí, bueno me entretuvo, pero el echo de poner muchas metaforas, siento que Aira sobrecarga mucho el asunto. En fin, no deja de ser bueno y que grandes claves da para crear un anonimato como única identidad. Aquí en Chile también se lee harto a Aira y también leí el texto de las vanguardias que escribió el argentino. John Cage, shuper loco.
ResponderEliminarUn texto brutal, José.
ResponderEliminarDigo sin broma que me gustó tu análisis tanto o quizá más que el propio libro.