miércoles, octubre 31, 2012

Solo con invitación: El corazón de Hannah, Rocío Carmona

La Galera, Barcelona, 2012. 452 pp. 17,95 €

Francesc Miralles

De vez en cuando, una novela juvenil cruza las fronteras de su público natural para cautivar a lectores que bien pueden ser padres de adolescentes. Los denominados cross-over suelen tener un o una protagonista joven, pero el ingenio y profundidad de la trama es capaz de seducir a cualquier adulto sin prejuicios. Este es el caso de El corazón de Hannah, la segunda novela de Rocío Carmona.
Después del éxito de La gramática del amor, publicado en siete idiomas ―incluyendo el chino―, podía esperarse que la autora se abonara a una fórmula de éxito parecida. Pero en lugar de eso, nos ha sorprendido con un novelón como los de antes, en el mejor sentido de la palabra. El corazón de Hannah es de estas raras novelas en las que su autora se pone al servicio de una historia arrebatadora con el único fin de guiar al lector por las peripecias, ascensiones y caídas de un personaje inolvidable.
Hannah es una adolescente amish de Pensilvania que, tras enamorarse de un joven fotógrafo que hace un reportaje sobre su comunidad, huye de un mundo anclado en el siglo XVIII para arrojarse ―esa es la palabra justa, vista las desventuras que le esperan― a un Manhattan donde conocerá la miseria, la denigración y el engaño. El viaje de esta heroína de corazón puro está lleno de giros, descubrimientos y sobresaltos. En su camino encontrará unos excéntricos baúles ―neohippies que mendigan de pueblo en pueblo y ofrecen inspiradoras canciones de rock―, un gigante negro que vende respuestas en Harlem, el libidinoso propietario de un hotel donde entra a servir…
A la manera de los grandes autores de folletines ―Dickens entre ellos―, desde los primeros capítulos El corazón de Hannah es una montaña rusa que deja al lector sin aliento y le obliga, con una pistola narrativa en el pecho, a seguir leyendo y leyendo hasta la extenuación.
Una vez seducida por el avispado jovencito de ciudad, que cumple el sueño de echar un polvo con una bellísima e ingenua amish, es imposible no seguir la bajada a los infiernos de un personaje tan memorable. Tras ser duramente castigada en su propia comunidad, que la condena a servir ―prácticamente como esclava― a una ciega colérica, un inesperado vuelco permitirá a Hannah escapar en autoestop al mundo implacable ―por otros motivos― del siglo XXI, donde alberga la esperanza de que su enamorado la esté aguardando.
No diré lo que le sucede a su llegada a Nueva York, porque bastantes spoilers he soltado ya, pero debo decir que las calamidades ―y algunos placeres― que vive la protagonista me han recordado a los de iconos literarios como Oliver Twist o Holden Caulfield. Es difícil no enamorarse de Hannah y escandalizarse con la corte de crápulas que se han propuesto hundirla en el lodo.
En suma, nos encontramos ante una narración clásica y a la vez muy explícita, apasionante e impredecible ―es casi imposible anticipar ese final―, que tiene como trasfondo el choque entre el puritanismo hipócrita del XVIII y los abusos y corruptelas de nuestra época.
Hay que tener valor para escribir un drama tan entretenido y ambicioso como este, no exento de humor y revelaciones, en una era en la que tantos autores del género imitan la corriente de moda sin enriquecer en nada al lector.
Por eso y por muchas otras cosas, Rocío Carmona merece mi más sincero aplauso.


Rocío Carmona: "He sentido que daba un pasito adelante"

Rocío Carmona sorprendió a lectores y crítica con su primera novela, La gramática del amor, un homenaje a la literatura en clave de viaje iniciático. Ahora, publica El corazón de Hannah, una historia en que las tradiciones de la comunidad amish le sirven de excusa para narrar con suspense y emoción un despertar al mundo y, por supuesto, a los sentimientos.
 
Entrevista de Care Santos

Lo primero que sorprende de El corazón de Hannah es que haya elegido a la comunidad Amish como protagonista de la novela. ¿Por qué ellos?
 
—Un amigo me trajo una revista alemana donde aparecía un artículo acerca de una mujer amish que había abandonado a su marido y a su comunidad para marcharse a Nueva York. La historia me impactó y ese fue el germen de la novela. Me pareció muy atractivo imaginar qué podría pasarle a una chica que ha vivido toda su vida en una comunidad muy religiosa y cerrada, en un contexto rural y con costumbres más propias de otra época, cuando de repente se ve en una gran ciudad, alejada del mundo pequeño y lento que ha conocido hasta el momento.
 
 
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martes, octubre 30, 2012

Antología de Spoon River. Edgar Lee Masters

Trad. Jaime Priede. Bartleby Editores, Madrid, 2012. 376 pp. 17 €

Recaredo Veredas

Todo está olvidado, salvo por nosotros, los recuerdos, / que hemos sido olvidados por el mundo. Estos dos versos condensan el conocimiento profundo, tanto de vida como de las consecuencias de la muerte, que poseía su autor, el escritor norteamericano Edgar Lee Masters (1868-1950). En apenas unas palabras centra —y matiza, porque la capacidad de crear complejidad con elementos mínimos es una de las mayores virtudes de la mejor lírica estadounidense— una de las inquietudes básicas que habitan en el hombre desde que decidió labrar una tablilla con un punzón: la búsqueda del lugar adonde acuden su memoria, sus experiencias, sus gustos y disgustos tras la muerte. Estos dos versos también muestran que la capacidad para mirar más allá de Edgar Lee Masters no habría producido nada reseñable —así ocurre con todos los grandes escritores, sean o no poetas— si no estuviese vinculada con una capacidad técnica más que notable que, en su caso, no solo se limitaba a la escritura poética. Es decir, Edgar Lee Masters sabía mirar y sabía transmitir.
Tan extraña combinación, unida a una excelente elección de tema y a una obcecación considerable, da lugar a una obra maestra, equiparable en poesía —y tal vez en pretensiones— al Winsburg, Illinois de Sherwood Anderson, con el que también coincide en ubicación geográfica, que no es otra que la América de las grandes llanuras, el corazón del país. Sin embargo tal talento no tuvo continuación ni grandes precedentes, Edgar Lee Masters es uno de esos autores de obra casi única, parece que este largo poemario exprimió todo su talento. Antología de Spoon River es nítido desde el título donde, gracias a la mención de una ciudad imaginaria, deja claro que nos encontramos ante un libro con pretensiones claras de unidad. Sin embargo, su autor decide no mirar hacia sus calles sino hacia quienes las habitaron y ya no las habitan, a los residentes eternos del cementerio a quienes resucita por un instante, concede la palabra y les permite expresar, mediante 260 epitafios, sus cuentas pendientes, la historia de su vida o reflexiones de mayor calado sobre la vida, la muerte, el universo o la cotidianeidad. Lo hace sin crear una realidad paralela, sin adentrarse en lo paranormal ni postular una teoría sobre la existencia o inexistencia de la vida eterna. Los muertos, simplemente, hablan sobre su peripecia en la tierra y lo hacen desde la sabiduría que conceden lo irremediable y el tiempo transcurrido. Sobra afirmar que Spoon River ha causado y sigue causando una fuerte influencia en la lírica y la narrativa norteamericana. Si la obra que nos ocupa no hubiera existido, la vocación estadounidense de vincular profundidad y concreción, una virtud que posee desde Bukowsky o Carver hasta Whitman, no habría adquirido tanto volumen. Incluso Hemingway, el Hemingway más humano y compasivo, el que busca, como en el título del famoso relato, un lugar cálido y bien iluminado, encuentra su hogar en Spoon River.
Un poemario tan largo y en el que los poemas parten de postulados tan similares precisa, sobre todo, variedad. Lee Masters combina un lirismo de tintes existenciales con la ironía, contrapone registros secos, muy americanos, con brotes de exuberancia, por ejemplo en el titulado Edmund Pollard, tan francés: «Has de morir, sin duda pero hazlo viviendo / en honduras de azul arrebato, en pareja, / besando a la abeja reina, la vida». Hallamos también joyas del correlato objetivo, como ocurre en La señora Kessler, en el que una costurera conoce los secretos de su pueblo por los agujeros y los zurcido que muestra su ropa. Incluso utiliza el diálogo, logrando que no rompa la tensión poética, además de elipsis o desplazamientos del lenguaje tan nítidos como transformadores. Aunque escoja —con acierto, la lírica norteamericana y la modernidad del tono encajan mal con formas rígidas— el verso libre, su dominio del ritmo es tan fuerte —y a eso le ayuda la flexibilidad del inglés— que los versos poseen una fluidez casi absoluta.
Spoon River también podría considerarse una narración. La causa no es solo la unidad geográfica y temática: su autor posee habilidad suficiente para mezclar distintas voces, distintas formas y distintas miradas partiendo de un esquema que permite una libertad muy limitada. La narratividad se incrementa cuando vincula a unos muertos con otros, creando así realidades contrapuestas, puramente narrativas, como esa madre y ese hijo robado que ignora lo que narra su madre desde la tumba. Es una reproducción nítida, por lo tanto, de los secretos y mentiras que a todos nos rodean. Además posee gran habilidad para unir las distintas causas de la muerte en un enorme mosaico. En el recorrido por el cementerio aparecen ricos, pobres, campesinos y emprendedores, adúlteros y castos. Demuestra, sin asomo de duda, la capacidad igualatoria de la parca. Traza, por lo tanto, el mapa de toda una sociedad, de todo un mundo, no tan diferente del que conocemos porque las pasiones humanas siguen siendo las mismas. Podría, aunque no lo sea, definirse como la novela de una ciudad, de un mundo, tanto como Manhattan Transfer. No lo es porque, sin embargo, no traspasa la frontera, no deja de ser poesía: busca en la muerte, en los secretos y rincones ocultos, en ese espacio privado que todos poseemos. Y en las claves últimas, básicas, de la vida: «en un mundo donde esta no le ofrece más que hacer, / después de todo (aunque gire su alma con fuerza / en un inútil despilfarro de energía / para engranarse con el molino de los dioses), que procurarse comida, refugio y reproducirse».
Traducir poesía es, como resulta sobradamente conocido, un propósito casi imposible y siempre implica una labor creativa considerable. La traducción de Siles resta ritmo y cierto lirismo —aunque haga esfuerzos ímprobos para mantenerla, la flexibilidad del inglés y su capacidad para sintetizar es intransferible al castellano— pero mantiene plenamente el sentido y, en líneas generales, merece elogios. Además el prólogo es una notable introducción al contexto del autor y a las motivaciones formales y de fondo de la obra.
Para finalizar, un verso que resume la capacidad universalizadora y la sabiduría, siempre vieja y siempre moderna, de la Antología de Spoon River:  «Y yo os digo que la vida es un jugador, que nos saca mucha ventaja».

lunes, octubre 29, 2012

Estoy viva. Las memorias inéditas de la última Romanov, Olga Nicolaievna

Trad. Juan Carlos Gentile Vitale. Intr. y epil. Marie Stravlo. Martínez-Roca, Barcelona, 2012. 415 pp. 20,50 €

Ángeles Prieto Barba

No es conveniente disponerse a leer un libro como este sin tener una cierta idea de lo ocurrido en Ekaterimburgo la noche del 17 de julio de 1918, así como conocer los ríos de tinta que corrieron después, con más de doscientos personajes reclamando para sí ser uno de los Romanov que parecieron aquella madrugada. Por ello creo necesario, como muestra de respeto a los lectores, ponerles previamente en unos antecedentes fundamentales que, de ser consultados, podrían decidir la suerte editorial de un libro que no se nos vende como obra de ficción, sino como memoria de hechos reales.
Pues aquella noche tuvo lugar un hecho desventurado: el fin de la dinastía Romanov, bajo vigilancia de esos Soviets en plena guerra con unos rusos blancos tan próximos, que decidieron acabar con la vida de la familia imperial, antes de que fueran liberados por el bando contrario. Y efectivamente, tras ser leída una sentencia condenatoria a Nicolás II, un pelotón al mando de Yakov Yurovski tiroteó a todos sus miembros en Ekaterimburgo, remantándolos  a golpes de bayoneta. Una matanza ciertamente cruel y de la que difícilmente pudieron salir con vida al Zar, el zarévich Alexis, la zarina Alejandra, sus cuatro hijas: Olga, Tatiana, María y Anastasia, el doctor de la familia y tres sirvientes.
Pero sólo un año después, en el Berlín de 1919, una joven fue rescatada milagrosamente, tras intentar suicidarse en un canal, por lo que fue ingresada en un psiquiátrico de inmediato. Nadie sabía quien era aquella muchacha que hablaba alemán perfectamente, ni de dónde procedía y parece ser que, tras recuperarse un poco, manifestó ser Anastasia. Una mujer que posteriormente contraería matrimonio con un norteamericano, pasaría a llamarse Anna Anderson, llegaría a ser rica y objeto de una famosa película, protagonizada por Yul Brynner e Ingrid Bergman, a la que otorgarían el Óscar. Con ella, indudablemente, nació y permaneció la leyenda.
Muchos años más tarde, los periodistas Anthony Summers y Tom Mangold en 1976 se dispusieron a publicar The file on the Tsar, publicada en España por Plaza & Janés, con un apéndice interesante donde se defendía la supervivencia de la zarina y sus hijas, que se libraron de la matanza refugiadas en Perm, así como la intervención del rey español Alfonso XIII y del Papa Benedicto XV, para que separadas, pudieran llevar una vida anónima y acomodada. Pues bien, tras este libro, salieron a la luz otras supuestas Tatianas, Olgas, Anastasias y Marías, dejando testimonios publicados, como el de Tatiana donde alegaba ser la única en librarse de la matanza, fingiéndose muerta tras el tiroteo.
Pues bien, este será el mismo argumento que utilizará la Olga Nicolaievna de este libro, para declararse también única superviviente, utilizando para ello un personaje salvador que nos resultará familiar a todos los que hayamos leído María Antonieta de Stefan Zweig: ese romántico oficial, el conde Axel de Fersen, que pone en peligro su vida  numerosas veces, por salvar a su amor platónico.
En el libro que nos ocupa, este oficial tomará el nombre de Dimitri K., sin que lleguemos a conocer su apellido, pero que resultará providencial, casi angélico, para la supervivencia de Olga. Un Dimitri que hasta llega a asesinar a otra joven para que ocupara el lugar de Olga. Una Olga que además, justificará varias veces en esta biografía la pérdida del color, volumen y fortaleza de un pelo que jamás será el mismo, tras la traumática experiencia, así como su rocambolesca partida de Rusia hacia Alemania no por la frontera oeste como sería verosímil, sino recorriendo toda Siberia hasta Vladivostock, en el otro extremo, para entrar en China y desde allí, cruzando el Pacífico, llegar a Estados Unidos y más tarde a Europa y Hamburgo, donde se establecería sin que tengamos idea de con qué medios económicos pudo costearse tan largo viaje, finalizando la difícil primera década del siglo XX.
Su protector será allí el káiser Guillermo II, que le proporcionaría documentación falsa, sin olvidar tampoco un Vaticano que custodiaría las joyas perdidas de la familia Romanov, puestas allí a buen recaudo por Nicolás II, en vez de depositarlas con las autoridades de la Iglesia Ortodoxa a la que pertenecía. Este sería el resumen de un libro que no resulta pesado gracias a la inclusión de poemas, lamentos de pérdida por la vieja Rusia y manifiestos políticos.
Pero hete aquí que, en 1991 y años posteriores, se encontraron todos y cada uno de los miembros de la familia imperial en dos fosas distintas, restos que fueron meticulosamente analizados por especialistas en ADN mitocondrial de Rusia, Estados Unidos e Inglaterra, examen para que el prestó su sangre Felipe de Edimburgo, esposo de Isabel II, y con el patronazgo de una BBC ansiosa por despejar dudas. Todo con la finalidad de averiguar si fue posible la supervivencia de alguno de los miembros de esta familia tan infortunada. Incluso se llegaron a analizar los restos de Anna Anderson, determinando que ninguna relación genética tenía con los Romanov. Y no, los once cuerpos buscados allí se encontraron siempre. Porque los resultados fueron concluyentes, estando ya perfectamente identificados: Roma locuta, causa finita. O lo que es lo mismo, hablando la ciencia, poco tenemos que contar ya.
Sólo destacar qué frágiles son los límites entre la realidad y la fantasía y qué difícil es conseguir la verosimilitud en una obra de ficción, cuanto más en un libro que pretende transmitirnos hechos verdaderos. Juzguen ustedes mismos.

viernes, octubre 26, 2012

Solo con invitación: Últimas pasiones del caballero Almafiera, Juan Eslava Galán

Planeta, Barcelona, 2012. 520 pp. 21,50 €

Ángeles Prieto Barba

“No es lo que parece” resumiría sin dudarlo la primera lección que todo estudiante de Historia recibe, a la hora de abordar la Edad Media. Especialmente en nuestra Península, convertida en territorio de frontera, donde esa época atrasada y plena de oscurantismo que la historiografía tradicional nos enseña se transforma, a poco que nos fijemos en ella, en un periodo apasionante que tiene mucho que decirnos. Y con tal propósito educativo, pero sin dejar en ningún momento de emplear un tono jovial y lúdico, se ha escrito esta novela genial, una de las más conseguidas de la extensa producción de Eslava Galán, tal vez la mejor, la más lograda.
Pues con ella no echaremos de menos esas carcajadas que todos dejamos escapar al leer En busca del unicornio, ni tampoco esa atención constante que nos exigió Señorita hasta terminarla, sin poder soltar el libro. Y es que esta novela feliz, destinada a explicarnos cómo se desarrolló la batalla de las Navas de Tolosa, recoge bastantes virtudes presentes en la prolífica obra de Eslava, además de verse enriquecida con un vocabulario exacto y sustancioso, al que lamentablemente no solemos estar acostumbrados en nuestra narrativa de los últimos años. Sin olvidar que el libro incluye también un post scriptum, un censo de personajes, un glosario, bibliografía y breves apéndices explicativos.
Pero hay mucho más para conseguir que esta novela se aleje del típico producto conmemorativo de bicentenarios al que ya estamos acostumbrados. Y no sólo porque de los hechos referidos nos separe esta vez un milenio, sino por las lecciones implícitas o explícitas que podemos encontrar en ella: esa llamada a la concordia de los pueblos cristianos peninsulares, representada en la figura de unos reyes emparentados y en discordia perpetua que deciden unirse; esa mirada lúcida ante hispánicos conflictos bélicos que, analizados con rigor, dejan de ser tan nuestros y no más crueles, ni peores, que los que se llevan a cabo en cualquier otro país europeo; esa sociedad abierta y desvergonzada, de lenguaje bronco y directo, donde el predominio de la religión no impide en absoluto dar satisfacción al cuerpo, y finalmente, esos tronchantes güiños anacrónicos, dirigidos al lector atento, para que no pierda ripio entre guisos desestructurados, los versos de maese Lorca el trovero o la fugaz aparición del caballero Pérez Reverter, más comedido que de costumbre, presto a conseguir la gloria en el campo de batalla.
Hasta tal punto me ha gustado esta novela que no voy a lamentar que la crítica española académica, tan seria y grave, no haya otorgado todavía, y a lo grande, el reconocimiento que la obra de Eslava merece, al igual que ocurriera antes con otros espíritus, afines y alegres, como Francisco García Pavón o Fernando Quiñones. Porque este libro parece escrito, pese al bagaje que contiene y gracias a los cielos, no por un consagrado autor campanudo, sino por un jovenzuelo goliardo, desenvuelto y procaz, que acaba de descubrir cuan hermosa es la existencia. Tal es la alegría y la esperanza que maese Johannes transmite. No sé si le compensará que, en vez de estar recorriendo el país para recoger placa tras placa, hasta la placa final, nosotros prefiramos verdaderamente que siga escribiendo como hasta ahora, progresando y creciendo. Y por nosotros que no se entienda en ningún momento un “público”, mayoritario o de culto, sino sus activos, divertidos, agradecidos, fieles, numerosos y desprejuiciados lectores. Los que él mismo se ha buscado desde siempre.


Juan Eslava Galán: "Soy una fusión en frío de doña Ermengarda y Marmite"


Con sencillez, naturalidad y muchísimo sentido del humor, Juan Eslava Galán desvela en esta entrevista alguna de las claves de su última novela, Últimas pasiones del caballero Almafiera (Planeta), una aventura emparentada con aquella feliz En busca del unicornio, que nos devuelve al mejor y más auténtico Eslava: el de la novela histórica de ambientación medieval. Sus filias, la relación con sus lectores y, en especial, con sus personajes quedan en sus palabras al descubierto.

1212 es una de las escasas referencias históricas que todo español recuerda, ¿por qué?, ¿y por qué una celebración jovial y festiva de la batalla, que no una visión derrotista como es habitual, como tenemos de casi todos nuestros grandes acontecimientos históricos?
—Era una fecha fácil de recordar, doce-doce. Quería conmemorar la batalla que llevo toda la vida estudiando, pero ahora apenas hay lectores (hombres quiero decir) sino más bien lectoras. O sea, ya me hago un lío. No es que no haya lectores, por supuesto que los hay, pero no se entretienen en ese género ligero la novela, que se va quedando más bien para mujeres. Ellos están más centrados en lecturas más densas y conectadas con la realidad, como el Marca o el As, y en las profundas discusiones sobre temas ligueros que les concitan (y a las que los incitan).  Por lo tanto yo no quería hacer una novela de guerra y batallitas dirigida al ausente lector masculino. A las chicas, que son las lectoras, les preocupan los sentimientos. Por lo tanto inventé una historia de sentimientos y puse en ella muchas enseñanzas que a uno le ha ido dando la vida. Así como madame Bovary era Flaubert (Madame Bovary cest moi) así yo soy una fusión en frío de doña Ermengarda y Marmite (principalmente).
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jueves, octubre 25, 2012

Trilogía americana (Pastoral americana, Me casé con un comunista, La mancha humana), Philip Roth

Trad. Jordi Fibla. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011. 1.212 pp. 35 €

Nabor Raposo

«Piensa en un ventrílocuo. El muñeco habla, pero quien reproduce su voz se halla a cierta distancia. Si esa persona no estuviera en tu línea de visión, no podrías admirar su arte. Su arte consiste en estar presente y ausente; él es precisamente él mismo por el hecho de ser otro de manera simultánea. Ni siquiera es quien ‘es’ cuando se cierra el telón»
(Philip Roth; The Art of Fiction No. 84. The Paris Review)
La primera de las reglas inviolables del oficio crítico consiste en no caer en la perniciosa tentación de señalar los sucesos narrados en la realidad interna de la obra para posteriormente identificarlos con los sucesos que, presumiblemente, conforman la biografía de su autor en la vida real. Este viejo impulso, que sin lugar a dudas se aleja de la intención real de la crítica y nada aporta, puede conducir la lectura hacia interpretaciones sesgadas o tendenciosas, viciadas, e incluso llega a distorsionar en gran medida la percepción final de la obra, especialmente si el lector baja la guardia y se desvía de la verdadera atención que la obra debería suscitar por sí misma.
Sucede, además, que la presunta implicación de historias y personajes más o menos reales en la ficción literaria suele acarrear a no pocos autores numerosos desencuentros en su vida cotidiana, como ya demostrara Woody Allen en una de sus más geniales encarnaciones, la del inolvidable Harry Block (Desmontando a Harry’ 1997), un escritor de éxito que se las ve y se las desea para que su producción, basada en una serie de experiencias personales traumáticas, no interfiera en las relaciones que mantiene con sus familiares y amigos. Un punto de partida ciertamente original, de no ser porque un tal Philip Roth (Nueva Jersey, 19 de marzo de 1933) llevara ya años explorando el mismo planteamiento para construir sus historias, adelantándose al cineasta el mismo tiempo que necesita un ciudadano español para alcanzar la mayoría de edad.
Las sinsabores del éxito experimentados por Roth a raíz de la publicación de su tercer libro (El lamento de Portnoy, 1969), le sirvieron para alumbrar, diez años después de la novela que le valió el inmediato reconocimiento de público y crítica, a su personaje más célebre, su alter mente Nathan Zuckerman; un escritor que, al igual que Roth (y que el propio Block, si viene al caso), se ve desbordado por la repercusión de una de sus novelas, Carnovsky (el paralelismo con Portnoy resulta más que evidente) y, a partir de ahí, se ve obligado a mantener un precario equilibrio a merced de la confrontación que surge de la eterna disputa entre su realidad personal y su voluntad creativa.
Las novelas de Zuckerman (La visita al maestro, 1979; Zuckerman desencadenado, 1981; La lección de anatomía, 1983; La orgía de Praga, 1985; La contravida, 1986; Pastoral americana, 1997; Me casé con un comunista, 1998; La mancha humana, 2000 y Sale el espectro, 2007) contienen sin lugar a dudas la esencia del mejor Roth. La exploración (unas veces nostálgica, otras veces insurgente), constante a lo largo de toda su obra, de la identidad judía, y las reflexiones acerca de las consecuencias del arte y la creación –la repercusión en la vida real de todas aquellas experiencias que uno vuelca en el proceso– le sirven al autor para tratar todos los temas que conforman el mosaico de la condición humana, como el deseo, la muerte, el sexo, la decrepitud, la soledad o la traición; y lo hace, además, con un talento y originalidad únicos en el panorama literario actual. La escritura de Roth está trufada de una inteligencia reflexiva asombrosamente lúcida y una concreción militétrica en la descripción de abstracciones, fruto de un exhaustivo rigor en esa búsqueda flaubertiana de la palabra exacta.
No obstante, la mayor de las particularidades que elevarían el ciclo narrativo de las novelas protagonizadas por Nathan Zuckerman a la categoría de clásico sería tal vez su capacidad de evolución; no ya del personaje, que se presupone, sino de la manera en que éste decide exponer los hechos al lector. Como apunta el crítico Javier Avilés –algo que también ha reconocido el propio Roth en varias entrevistas–, la fractura surgió durante la escritura de La contravida, donde el punto de vista desde el que se narra se muestra deliberadamente inconsistente para diluirse en una reflexión sobre la misma esencia de la narrativa, un artificio que trastoca los cimientos de la realidad interna de la novela. A partir de aquí, «Zuckerman es un elemento más al servicio de una literatura que supera el ámbito del personaje».
De la misma manera, en las tres novelas que componen la Trilogía americana (Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana, editadas en España en un solo volumen por Galaxia Gutenbreg, 2011), el autor impulsa una nueva vuelta de tuerca al engranaje y prescinde, al menos aparentemente, del protagonismo casi exclusivo de Zuckerman, desviando el foco de la novela del narrador –todavía y siempre Zuckerman, y en primera persona– y de sus tribulaciones para alumbrar a una terna de personajes inolvidables con un denominador común: tres historias, quizá la misma, sobre hombres que en algún momento de su juventud resolvieron abandonar su destino para encontrar la vida que soñaron para ellos, y acabaron al final aplastados por la capacidad que tenían esos sueños para destruir sus vidas. Zuckerman, por tanto, deja de ser el actor principal de la tragedia para convertirse en el director que está detrás del escenario. Pero ¿es realmente su retrato una reconstrucción fidedigna de la historia que se cuenta, o simplemente una invención a merced de los intereses literarios del narrador? El lector debería hacerse esa pregunta, y más teniendo enfrente a un novelista como Nathan Zuckerman; al fin de cuentas, un escritor con oficio, otro perro viejo. El juego tiene truco y a estas alturas de la película ya nada es lo que parece. El mecanismo metaficcional propuesto por Roth puede parecer sencillo a primera vista, pero nada más lejos de la realidad (literaria). Porque aunque Roth se borre del mapa de sus creaciones para ceder el testigo al propio Zuckerman, es este último, como narrador, quien juega con el lector para llevarlo a su terreno, a saber: que la realidad interna de la novela no suele ser nunca esa misma realidad, pese a constituirla, sino que la realidad que se nos ofrece es precisamente la que el propio Zuckerman, como escritor, inventa. Es como un juego de muñecas rusas: a partir de retazos que sí constituirían parte de esa realidad a la que hacemos referencia –la historia de los personajes–, es el narrador quien la imagina y reinterpreta a través de los ojos de los mismos protagonistas que le dan cuerpo; una realidad que, a su vez, dota de sentido e intención al conjunto de la obra. Philph Roth juega con Zuckerman a lo mismo que juega Zuckerman con sus personajes: la concepción formal de su tesis narrativa vendría a ser, en ambos casos, la suplantación. “Nathan Zuckerman es un intérprete. Todo consiste en el arte de la suplantación, ¿no se trata de eso? Falsear una biografía, crear una historia falsa; inventar una existencia medio imaginaria fuera del drama actual de mi vida ‘es’ mi vida. Tiene que existir cierto atractivo en ese trabajo, y ahí está. […] No necesariamente, como escritor, tienes que abandonar completamente tu biografía para emprender un acto de suplantación. La distorsionas, caricaturizas, parodias, la torturas y la subviertes, la explotas: todo lo que le de a esa biografía una dimensión que excite tu locuacidad. Por supuesto, millones de personas lo hacen todo el tiempo, y no bajo la justificación de estar haciendo literatura. "Lo comprenden". Son increíbles las mentiras que la gente puede mantener detrás de la máscara de su verdadera identidad”.
¿Son entonces Philip Roth y Nathan Zuckerman la misma persona? «La Literatura no es como un concurso de belleza moral. La confianza que inspira es lo que cuenta. Para mí escribir es algo natural, igual que los peces nadan y los pájaros vuelan. Es algo que está hecho bajo cierto tipo de provocación, una urgencia muy particular. Es la transformación, a través de una suplantación elaborada, de una emergencia personal en un acto público (en ambos sentidos de la palabra) […] Soy como alguien que intenta transformarse gráficamente a sí mismo fuera de sí mismo para convertirse en sus héroes».
Centremos el tiro: ¿Quién es Philip Roth? «Soy, sobre todo, alguien que se pasa el día escribiendo».

miércoles, octubre 24, 2012

La aldea de F., Las Microlocas (Eva Díaz Riobello, Isabel González González, Teresa Serván, Isabel Wagemann)

Ediciones de Punto de partida, México, 2012. 198 pp.

María Dolors García Pastor

Allá por los años cincuenta, el escritor mexicano Juan José Arreola “fundaba” la aldea de F., le daba vida en su relato “El guardagujas”nombrándola por primera vez. Pero poco sabíamos de ella, apenas que había surgido de un accidente y que estaba llena de niños que jugaban entre la chatarra oxidada de un tren. No fue hasta mucho tiempo después que Las Microlocas se instalaron allí llenando de vida el lugar, convirtiéndolo casi en un ser vivo que late y respira, y todo ello bajo la sombra protectora de la escritora Clara Obligado. Así nació este libro escrito a ocho manos por cuatro mujeres imparables que se atreven con todo, y que se aventuraron a habitar una aldea como la de F., a veces tan inhóspita y hostil, donde la vida y la muerte se dan la mano y conviven entre misterios y leyendas.
¿Pero a qué es a lo que se atreven?, se preguntará el curioso lector. Pues a través de sus microrelatos, estas cuatro escritoras conversan entre ellas, se responden y se complementan, y van más allá revisitando a los clásicos del género, les replican, les homenajean y crean mundos propios a partir de esos otros mundos ajenos. Sus lecturas paralelas cuajan en visiones muy personales que son, al mismo tiempo, complementarias y están unidas por una potente poética común. Y así el resultado, el total, es superior a la suma de las partes. Un particular realismo mágico, que recuerda a aquel otro de Cristina López Barrio en La casa de los amores imposibles, le da la mano a grandes dosis de un refinado humor negro. Las historias que nos cuentan son muchas veces perturbadoras, y mezclan en cantidades bien mesuradas inocencia y crueldad. Las narraciones en torno a esta aldea desbordan sensualidad, son atrevidas y transgresoras.
Leer La aldea de F. es subirse a un tren que nos llevará a través del imaginario de sus autoras y a invadir el de muchos otros. Un tren en cuyos vagones viajan Raúl Brasca, Ana María Shua, Oliverio Girondo o Andrés Neuman, y en el que hasta los clásicos infantiles del cuento tienen su lugar. Las Microlocas nos transportan en el espacio y el tiempo, hasta otro tiempo que no se encuentra en ninguna parte, alumbrando un libro dinámico, lleno de vida, que transpira sudor y está impregnado de otros muchos fluidos corporales.
Nos recibe a las puertas de esta aldea el prólogo de Clara Obligado, culpable confesa de la unión de hecho de las Microlocas. Ella, que conoce al milímetro las interioridades de este lugar, nos cuenta, entre otras muchas cosas, que el espíritu fundacional del libro busca “revisitar la literatura latinoamericana” llevando a cabo una “apropiación desde la península”. Partiendo de la creación individual de cada pieza, y llevadas por la dinámica de grupo y la puesta en común que suele presidir los talleres de escritura, antes de La aldea de F. como ese todo compacto que es, hubo un proceso de debate y corrección conjuntos que constituye la esencia de la antología.
El libro nos ofrece la posibilidad de disfrutar de ciento cincuenta y cuatro microrrelatos divididos en cuatro partes que nos llevan a conocer los orígenes de F., o nos remiten a la muerte, el amor y la infancia. El diálogo interno de los microrelatos, las réplicas, reescrituras y homenajes que de textos propios y ajenos hacen las escritoras, nos sumerjen en un juego de espejos de posibilidades infinitas. Publicado en enero en México, llega a España para quedarse y, estoy convencida, que para hacer mucho ruido.

martes, octubre 23, 2012

Ritual en la oscuridad, Colin Wilson

Trad. de Javier Calvo. Libros del Silencio, 2011, Barcelona. 605 pp. 26 €

Daniel Sánchez Pardos

Colin Wilson no había cumplido aún los treinta años cuando publicó Ritual en la oscuridad, pero ya era para entonces un escritor con una larga historia a sus espaldas. Cuatro años antes, en 1956, su primer libro lo había convertido de la noche a la mañana en una pequeña celebridad dentro del agitado mundillo de las letras británicas; la prensa saludaba a Wilson como la nueva gran figura de los entonces florecientes Angry Young Men, y colegas de sólido prestigio como Edith Sitwell o Ciryl Conolly no dudaban en colgarle a su obra el calificativo de genial. Aquel primer libro, The Outsider, era un ensayo de 300 páginas que estudiaba la figura del desclasado, del marginal, del hombre ajeno a las formas y a los modos principales de su tiempo, a lo largo de la historia del arte y del pensamiento occidentales de los dos últimos siglos. Su éxito fue tan improbable como instantáneo: varias ediciones agotadas en pocas semanas, reseñas elogiosas en los principales diarios del país, traducciones a diversos idiomas y, como consecuencia de todo ello, una sobreexposición mediática que pronto acabó volviéndose en contra de su joven autor. Varios escándalos de índole personal, más o menos adornados por la prensa, terminaron de minar una reputación ya maltrecha por las declaraciones poco afortunadas del propio Wilson, que no dudaba en publicitarse a sí mismo como un Wunderkind llamado a renovar el pensamiento occidental contemporáneo. Al cabo de unos pocos meses, Colin Wilson había dejado de ser un presunto genio de futuro brillante y se había convertido en un personaje arrogante, histriónico y fácilmente problemático al que ya muy pocos se tomaban en serio. Su siguiente libro, otro ensayo filosófico titulado Religion and the Rebel, cosechó una colección de reseñas casi unánimemente negativas, firmadas en muchos casos por los mismos críticos y colegas de profesión que un año antes habían celebrado con entusiasmo la aparición de The Outsider, y a partir de ese momento cada nueva publicación de Wilson fue recibida con una mezcla general de incomprensión y de desgana, cuando no con un espeso silencio crítico que acabó por convertirle en lo que ya nunca ha dejado de ser: un escritor invisible para el establishment literario, sostenido por una pequeña red internacional de lectores adictos a su peculiar manera de entender la literatura y, a partir de los años 70, por algunas editoriales especializadas en los que parecen ser, a día de hoy, sus temas predilectos: el esoterismo, las paraciencias y la historia criminal.
Ritual en la oscuridad ocupa, en este sentido, un lugar de excepción en la obra de Colin Wilson. No sólo es su primera novela, y por tanto la pieza inaugural de una obra de ficción que ha transitado, a lo largo ya de medio siglo, por géneros tan diversos como el horror pulp, la picaresca, la pornografía, el policíaco o la novela de ideas; también es un libro escrito en dos tiempos y bajo dos circunstancias muy diferentes. Colin Wilson empezó a trabajar en Ritual en la oscuridad cuando era un muchacho de apenas veinte años que acababa de llegar a Londres con el sueño de convertirse en escritor, y la abandonó cuando la idea de The Outsider se cruzó en su camino. Luego llegaron el encumbramiento, la caída en desgracia y el progresivo desencanto con el entorno literario, que lo llevó a retirarse a una casa de campo en Cornualles y a dar rienda suelta a una legendaria grafomanía que se encarna, a día de hoy, en una bibliografía que sobrepasa ya los 150 títulos publicados. Allí fue donde Wilson retomó la escritura de Ritual en la oscuridad; y algo (o mucho) de la amargura acumulada durante todo este proceso se refleja en la novela, que es la obra de un joven cargado de ambiciones y de confianza pero resuena también, en muchas de sus páginas, como el lamento de un hombre maduro hastiado ya de las trampas de la vida.
Gerard Sorme, el protagonista de Ritual en la oscuridad, es un escritor de veintiséis años que se ha pasado el último lustro sumido en una especie de autoimpuesto exilio interior. Vive en una pequeña habitación alquilada en Camden Town, no trabaja, apenas se relaciona con nadie, y pasa sus días meditando sobre la obra literaria y filosófica que se siente destinado a crear, pero que apenas ha comenzado todavía a entrever. Visitando un día una exposición sobre Nijinsky conoce a Austin Nunne, un joven homosexual de buena familia, autor de varios libros sobre ballet y amante de la vida nocturna, que ejerce sobre Sorme una instantánea fascinación y que enriquece su mundo con nuevas relaciones y experiencias, pero también, o sobre todo, con el ejemplo de una forma de vida que a él se le antoja radicalmente nueva y extrema. El vitalista y amoral Nunne es, en muchos sentidos, todo aquello que Sorme se precia de ser en su imaginación, y a la vez es el reverso de todas sus propias ideas: encarnación y negación a un mismo tiempo de una confusa visión filosófica que el joven escritor siente enraizada en lo más profundo de su ser, pero que no sabe aún verbalizar. En poco más de una semana, el tiempo que cubre la novela, la relación de amistad que se establece entre los dos hombres pone en marcha una serie de acontecimientos de orden a la vez público y privado, filosófico y religioso, ético y moral, cuyas consecuencias finales para ambos el lector puede tan sólo imaginar una vez concluida la narración. Sobre el gris telón de fondo de un Londres de posguerra ocupado todavía en la gestión de sus muchas heridas abiertas, y con una serie de asesinatos en Whitechapel que reflejan o remedan los del viejo Jack el Destripador como tenue hilo argumental, Colin Wilson levanta y sostiene a lo largo de seiscientas páginas una suerte de thriller filosófico de alta intensidad, una novela negra existencialista en la que el objetivo primordial no es descubrir quién, cómo ni por qué cometió los crímenes que en ella se investigan, sino qué justificación filosófica pudo amparar al asesino.
En el excelente epílogo que acompaña a su propia traducción de la novela, Javier Calvo señala algunos de los defectos más o menos evidentes de Ritual en la oscuridad, como el exceso de diálogos filosóficos que entorpecen a menudo el avance de la acción, por lo demás escasa, o la poca inquietud que generan ese nuevo asesino de Whitechapel y sus crímenes fantasmagóricos. Yo añadiría también, en el debe de la novela, una cierta monotonía estructural: sus capítulos consisten a menudo en una sucesión de conversaciones, desplazamientos y nuevas conversaciones en las que una de las partes es necesariamente Sorme, la conciencia a través de la cual percibimos la historia, y que no siempre logran retener la atención completa del lector. Estos defectos, propios de una primera novela, quedan sin embargo sobradamente compensados por otras muchas virtudes que convierten Ritual en la oscuridad en un libro de una fuerza y un poder de atracción poco comunes. La profusión de personajes secundarios complejos y en constante evolución, por ejemplo, algunos de los cuales llegan a imponerse incluso en la imaginación del lector a los dos memorables protagonistas; o el retrato acumulativo de la mente del joven Gerard Sorme, confundido e ingenuo como el adolescente que acaso sigue siendo, escritor sin obra y filósofo sin convicciones definidas; o el precario equilibrio que Wilson, imposiblemente, logra mantener entre dos géneros tan disímiles como la novela de ideas y el relato criminal; o el vívido retrato de un Londres que se parece muy poco a la ciudad que todos conocemos a través de cientos de novelas.

lunes, octubre 22, 2012

La revolución divertida. Ramón González Férriz

Debate, Barcelona, 2012. 192 pp. 17,90 €

Recaredo Veredas

Aunque la crítica al 68 se haya convertido casi en un lugar común y haya impulsado la obra de autores tan célebres como Michel Houllebecq, esta revisión y ampliación del campo de batalla merece una lectura calmada. La revolución divertida contiene una mirada lúcida y original sobre las revoluciones vividas en la hasta ahora próspera Europa occidental desde las míticas revueltas parisinas. Sobre revoluciones lúdicas, de mesa camilla, que solo pretendían cambios más o menos realizables en las sociedades que las sufrían. Una mirada también cruel: las revoluciones solo han servido para aportar nuevas ideas al capitalismo. De hecho las sociedades en las que ocurrieron eran mucho más sociales y justas que las actuales. Así ocurría, por ejemplo, durante los 50 y 60 en la Francia gaullista. ¿Por qué, entonces, ocurrieron? Entre otros motivos por la quiebra interna de cierta burguesía, que acepta las prebendas de la sociedad capitalista pero sigue sintiendo el rugir de un enanito en su interior y necesita airearlo de vez en cuando.
González Férriz no mantiene una postura ambigua. Es claramente prosistema: «La idea misma de que las revoluciones ya no sean de carácter político sino cultural, y de que no sean resueltas mediante la violencia sino a través del mercado es uno de los grandes logros de las últimas décadas». Esa absorción por parte del mercado de los ideales y metas revolucionarios es una de las guías del libro, ejemplificada en los Starbucks que venden cafés ecológicos. Como bien dice: «Los jóvenes de los 60 fracasaron en su intento de acabar con el capitalismo pero consiguieron convertirlo en un espectáculo divertido para quien pudiera pagarlo».
La condición de suministradores del capitalismo no es la única faceta tocada por González Férriz. También ahonda en las contradicciones de la revolución —tantas veces defendidas como necesarias— y, en lo que es más grave, en su falta absoluta de apoyo social, que ha provocado sus ridículos resultados electorales. Una ausencia —repetida en movimientos como la movida madrileña— que contrasta con una intensa atención mediática y un también considerable interés por parte de la clase política. El vínculo cultura-política queda ejemplificado en el curioso –muy curioso- ballet que danzaron y siguen danzando los intelectuales de izquierda españoles durante décadas y décadas. Y en un ministerio de cultura que bajo el pretexto del apoyo al progreso intelectual de ese páramo llamado España lo único que consiguió fue aplastar a los más rebeldes. También resulta muy interesante su reflexión sobre la desaparición de los intelectuales más intragables e incomprables durante los setenta, como los libertarios catalanes. La labor del intelectual, viene a decir, es imposible pero debe aceptarse esa imposibilidad y luchar desde ella.
Utiliza una escritura suelta, pero no trivial, irónica pero no sarcástica. Nos encontramos, en suma, frente a un ensayo serio y asequible, que acude a fuentes más que documentadas. Un ensayo que compaña a una demolición de lo oficial, de lo que creíamos inmutable, que lentamente crece en nuestra sociedad. Una demolición que pretende una España más flexible, mucho más próspera. Tal vez sea conservador, pero también de difícil duda. Todo ello pese a que su defensa cerrada del capitalismo resulte un tanto sesgada y simplista. Como es más que sabido muchas veces el camino que conduce a una síntesis resulta mucho más interesante que la propia conclusión.

viernes, octubre 19, 2012

Boneshaker, Cherie Priest

Trad. Álvaro Sánchez-Elvira Carrillo. La Factoría de Ideas, Madrid, 2012. 318 pp. 20,95 €

Julián Díez

El steampunk lleva ya más de una década consolidándose como uno de los subgéneros de referencia de la literatura fantástica. Para quien no lo conozca, se trata de una fantasía inspirada en un posible desarrollo de la tecnología decimonónica: máquinas de vapor, mecanismos de relojería, carbón y acero... Una especie de sueños de Julio Verne o H. G. Wells pero hipervitaminados por descubrimientos posteriores que bien podrían, en parte, haberse realizado en esa época.
Beneficiado sobre todo por un poder iconográfico obvio, en parte por su triunfo en el cómic de la mano de Alan Moore y algunas adaptaciones cinematográficas más vistosas que efectivas, el steampunk produce regularmente una decena larga de novelas interesantes en el panorama anglosajón cada año, pocas de las cuales llegan a traducirse. Boneshaker en castellano es una excelente sorpresa, propiciada por el hecho de que haya conseguido algunos premios y sea obra de una escritora joven a la que cabe augurarle un futuro, si no sabemos aún si brillante, al menos digno de seguimiento.
Por si no ha quedado suficientemente claro por lo escrito hasta ahora, el steampunk es básicamente un género... digamos que molón: hay chismes fascinantes, mujeres de acción en corsé y un permiso tácito para emplear malos de una pieza, chapados a la antigua. Y todo ello usando para la construcción de las innovaciones una tecnología fácilmente comprensible para el lector medio, a diferencia de los desarrollos muy avanzados de buena parte de la ciencia ficción contemporánea.
El acierto de Cherie Priest es que en su coctelera argumental suma a esa base steampunk otro buen puñado de elementos molones: en esta novela se juntan los zepelines con los piratas, los zombis, las drogas de diseño y los científicos locos. Si a esto le añado como breve resumen introductorio que está razonablemente bien escrita... Bueno, si con esto no les tienta al menos un poquito leerla, es que realmente no compartimos la misma sintonía vital.
La protagonista principal de la historia es una atractiva madre coraje, Briar Wilkes. Es viuda del hombre que destruyó hacia 1850 un Seattle paralelo al probar una tuneladora gigante, el Boneshaker del título, creado para extraer las riquezas de Alaska. El resultado fue la salida a la atmósfera de un extraño y denso gas que dejó la ciudad  convertido en un erial, habitado por una suerte de muertos vivientes y aislado por un alto muro que sólo patibularios contrabandistas se atreven a cruzar, puesto que del gas puede extraerse una extraña sustancia alucinóngena.
Además de esposa del inventor, Briar era hija de un policía que se convirtió en leyenda entre los supervivientes al ayudar a la gente durante el desastre. La sombra de esa figura es la que hace que el hijo adolescente de Briar, Zeke, se atreva a entrar en la ciudad, a la que accede también la madre para su rescate. La novela es básicamente su aventura en un entorno alucinado, en el que Priest dosifica las sorpresas y la acción. Los dos personajes protagonistas, si bien de armazón convencional, están bien retratados por la autora, que luego construye una galería de secundarios de fondo con interés suficiente para enriquecer la trama, en particular el capitán Cly.
Boneshaker se lee de entrada con sensación de placer culpable, pero es algo más: una divertida muestra de imaginación e ingenio. Anotado por mi parte el nombre de Cherie Priest como autora a seguir.

jueves, octubre 18, 2012

Los nadadores, Joaquín Pérez Azaústre

Anagrama, Barcelona, 2012. 248 pp. 16,90 €

Ariadna G. García

En el año 1998 un joven Joaquín Pérez Azaústre publicaba su primera obra en prosa (El cuaderno naranja) a la que han seguido cinco títulos más: el libro de relatos Carta a Isadora (Ediciones B, 2001) y las novelas América (Seix Barral, 2004), El gran Felton (Seix Barral, 2006), La suite de Manolete (Alianza, 2008) y Los nadadores (Anagrama, 2012). Sus libros anteriores a este último comparten una visión metaliteraria de la creación artística. En todos encontramos referencias a la Generación Perdida Americana, al tiempo que se reconstruye la vida y obra de algunos de los grandes escritores de comienzos del siglo pasado. Este juego alusivo dejó huella, incluso, en sus libros de poemas (Una interpretación, El precio de una cena en Chez Mourice) y en sus colecciones de ensayos (El corresponsal de Boston), donde Azaústre gusta de multiplicarse en otras voces literarias y de inventar heterónimos. Es decir, en esta primera parte de su obra, fue creando sus libros a partir de las obras de los grandes mitos de la literatura (Fiztgerald, Hemingway…), con quienes dialoga y a quienes investiga. Ellos le prestaron los escenarios y los personajes que pueblan sus páginas. Incluso la creación del poeta Robert Felton (cuya personalidad poco o nada tiene que ver con la suya propia) es deudora del uso de máscaras que tanto utilizaron Fernando Pessoa y Antonio Machado.
Con su última novela, Los nadadores, Pérez Azaústre abandona los caminos que abrieron las leyendas literarias guiadas por su instinto y por sus ansias de innovación, y se interna en una senda propia, realizando al fin una apuesta estética y temática por sus inquietudes, miedos y obsesiones. Y eso se nota. Los nadadores, sin duda alguna, es la mejor novela de su autor.
Escrita con una prosa detallista, de ritmo pausado, contenido, la obra relata una historia sencilla y original. Jonás, tras ser abandonado por su novia, y tras mudarse a vivir al sur de una gran metrópolis, se encuentra a sí mismo en la repetición de una costumbre que atenúa su soledad, que oculta su fracaso: la natación. Su contrapunto lo representa su mejor amigo, Sergio, de exitosa vida familiar y profesional, con quien comparte las horas de deporte. Este juego de contrastes, de luces y sombras, se ve enriquecido por una segunda trama que dota al libro de intriga, de misterio: la repentina y constante desaparición de cientos de personas. Este segundo hilo sirve de parábola de la incomunicación que vivimos en las grandes ciudades.
Los nadadores es una novela reflexiva, de construcción de personaje. Cada página muestra un matiz, un pliegue de Jonás. Apenas hay acción. Y cuando la encontramos, al final del libro, más bien parece un tributo forzado a la novela negra (no faltan el matón y el burdel) o una pequeña concesión al morbo en absoluto necesaria.
De lectura recomendable, Los nadadores (como Las ollerías, libro de poemas con que la novela comparte motivos temáticos), supone un punto y aparte en la trayectoria literaria de su autor. Pérez Azaústre, trabajador infatigable, ya está empezando a dar sus mejores frutos.

miércoles, octubre 17, 2012

Te elige, Miranda July

Trad. Mercedes Cebrián. Seix Barral, 2012. Barcelona. 224 pp. 20 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Mientras escribe el guión de su película El futuro, Miranda July sufre un bloqueo intermitente que le impide terminarlo y le hace dispersarse en búsquedas ridículas en Google. Cercada por una insana curiosidad por cualquier video estúpido de YouTube e intentando escapar de esa persistente pereza que le sabotea a la hora de fijar la dirección de la película, hojea por casualidad Pennysavers, una revista gratuita de anuncios por palabras, y se pregunta qué personas e historias habrá tras esos ofrecimientos de una chaqueta de cuero a diez dólares o unos renacuajos a dos con cincuenta. Así que imponiéndose una vez más a su timidez y rindiéndose a las ganas de experimentar que la han convertido en el mejor ejemplo actual de artista polifacético e interdisciplinar (guionista, actriz, directora de cine, escultora, escritora, cantante…) emprende una pequeña aventura que dará lugar a este libro, Te elige: decide entrevistar a esos personajes misteriosos de Los Ángeles que se asoman en las páginas del boletín, para lo que se acompaña de una colega fotógrafa, Brigitte, que dejará testimonio gráfico de cada visita, y de su asistente Alfred, que hará de guardaespaldas. Ni más ni menos que algo que todos hemos pensado hacer en alguna ocasión, que hemos visto en multitud de películas y leído en no menos novelas, y que habitualmente no nos hemos atrevido a hacer, como es trabar contacto con un absoluto desconocido y dejar que nos cuente con total libertad aquello que quiera contarnos.
Dicho así pensaríamos en un remedo literario de Callejeros. Pudiera ser, dado que en la incursión de Miranda desfilan desde un anciano en proceso de reasignación de sexo a una maruja que acumula álbumes de fotos de desconocidos, de un estafador en arresto domiciliario a una inmigrante hindú, y entramos en sus viviendas, examinamos los objetos de que se rodean, los animales que les acompañan.... Pero el verdadero valor de estos encuentros es que se hilan mediante la experiencia de la autora, ya que suponen una excusa para volver a tomar contacto con el mundo tras haber estado recluida tanto tiempo en su propia casa. También podríamos pensar en una performance, al estilo de las de Sophie Calle, o sería más correcto decir en el relato y el análisis de cómo se genera una performance. De hecho, se podría concebir este libro como un objeto meta-artístico en el que se imbrican fotografía, narración autobiográfica y guión cinematográfico. Lo atractivo para el lector es que este ‘objeto’ tan ambicioso se expresa con la sencillez de quien va contando con despreocupación sus inquietudes, con un descuido encantador y una fina ironía en sus observaciones sobre la vida, la suya y las que se le muestran ante sus ojos, centrando su atención particularmente en el proceso, el camino, cada encuentro por el simple hecho de haber tenido lugar y no por el poso que pudieran dejar las personas con las que dialoga, porque nada está previsto ni debe ser de una determinada manera ya que, como dijo en una reciente entrevista, «en el arte tienes que quedarte colgado, y de repente llega el significado y la conexión, tienes que hacer el trabajo con una devoción que roza el rito».
Atisbará este significado más trascendente en el encuentro con Domingo, un retrasado cuarentón que vive ficciones de vidas a través de las fotos que colecciona. Será entonces cuando Miranda se percate de que su personal ejercicio es una manera de ir al rescate de esas historias del mundo real a las que no se tiene acceso desde ese nuevo mundo irreal cibernético, advirtiendo que «las cosas que no estaban en la Red se iban alejando de mí, y todo lo que estaba dentro de ella parecía profundamente significativo», porque «la Red parecía tan inherentemente infinita que lo que no estaba allí para mí no existía». Como para cualquiera de nosotros. Y, como si esta enseñanza fuese la llave para poder comprender de verdad, como si fuese una demostración palmaria de que la vida no es más que una colección de momentos sin conexión entre sí que cobran importancia sólo individualmente, será en su último entrevistado, el anciano Joe, que escribe postales picantes en fechas especiales del año a la mujer con la que lleva casado desde hace más de setenta años, que se encuentra rodeado de muerte tras haber perdido a tantas y tantas mascotas y es sin embargo tan vitalista como para dudar que sus quehaceres diarios sean suficientes, donde halle la puerta para salir definitivamente de ese bache creativo, que no podía sino terminar en convertirle en personaje ahora sí real en esa película en la que se interpretará a sí mismo, a la vez que sus dos protagonistas representarán las dos facetas de Miranda, la que se deja caer en el tedio y la que investiga posibles horizontes, en la que por fin cristaliza una visión clara del mundo y de la vida, del presente y el futuro que podemos esperar. Y en la que tomamos conciencia, como la tomamos al terminar de leer este libro, de las extrañas coincidencias que, por la sorpresa que nos producen, nos hacen situarnos desde otra perspectiva y ver con otros ojos las cosas, como la que quien me lee en estos momentos podrá revivir si relee el primer párrafo de esta reseña y lee seguidamente el primer párrafo de la contraportada de este libro, que no leí hasta terminar de escribirla.

martes, octubre 16, 2012

Letras en los cordones, Cristina Falcón Maldonado

Ilust. Marina Marcolin. Kalandraka, Pontevedra, 2012. 32 pp. 14 €

Carmen Fernández Etreros

Para comenzar este otoño literario os vamos a hablar de un nuevo álbum ilustrado para los pequeños lectores: Letras en los cordones. Un álbum delicado y diferente editado por Kalandraka, que nos recuerda esos primeros años en los que todos empezamos a leer y a escribir en el colegio y un mundo nuevo cargado de letras, números y emociones se abre de par en par ante nuestros ojos.
Su autora Cristina Falcón cuenta en Letras en los cordones la historia de una familia numerosa y humilde en la que la hermana mayor y su abuela se ocupan de organizar la casa mientras la madre trabaja lejos del hogar. La madre regresa los fines de semana pero de lunes a viernes no puede ocuparse de ellos. Un cuento entrañable que está narrado desde la voz de una niña, la tercera entre siete hermanos que se encarga de contar cómo es la vida de su familia.
La mayor de todos los hermanos es Flor que tiene siete años y ya sabe leer. A Flor le encanta la escuela y quiere ser maestra de mayor. Pero Flor se tiene que encargar de cuidar de sus hermanos y de llevarles a la escuela por las mañanas pero sueña todos los días y para nuestra pequeña protagonista la razón de esa tendencia a la fantasía “es por las letras, que a Flor las letras le han metido esas cosas en la cabeza”. Porque Flor dice que “las letras son contadoras de cosas y que cuando aprendes a leer es como si te contaran cuentos”.
Hay que destacar las hermosas y delicadas ilustraciones de Marina Marcolin basadas en un fondo de colores ocres junto a estampas familiares muy realistas, papeles viejos en tonos beis, cuadernos de escritura de pauta, letras de imprenta, acuarelas... Todo con la complicidad de los curiosos dibujos a lápiz que acompañan a las letras del abecedario diseminadas por las páginas de Letras en los cordones.
La historia surgió a raíz de la participación de su autora Cristina Falcón en una campaña internacional organizada por varias ONG’s en favor del derecho de la infancia a la escolarización y la educación. Letras en los cordones es un hermoso álbum ilustrado que nos recuerda que muchos niños y niñas no tienen todavía acceso a la educación y que también muchos tienen que ir caminando a la escuela sin zapatos en muchas aldeas del mundo. Para recordarnos que en algunos lugares todavía faltan cordones y letras.

lunes, octubre 15, 2012

A media página, Medardo Fraile

Huerga y Fierro, Madrid, 2012. 276 pp. 18 €

Ricardo Martínez

He aquí un magnífico ejemplo de prosa dúctil, clara, intencionada en el mejor sentido de la procura de la significación. Una prosa que ha dado algunos de los mejores cuentos escritos en España (pues Medardo Fraile, el autor, dentro de su condición rica de escritor ha dejado hasta ahora ejemplo de cuentos excepcionales dentro de la literatura española) y que ahora se nos presenta con esta gavilla de crónicas de lo cotidiano, de anécdotas de lo más variopinto pero "literaturizadas" para mayor disfrute del lector. Lo bien hecho bien se entiende.
El conjunto del libro lo forman pequeñas historias, cada una en una página, que van desde ‘Ocurrencias’, donde aparece ‘Mi amigo el de las teorías’ hasta "Navidad", donde se nos recuerda que «lo peor que le puede pasar a una fiesta grande es que no la sintamos (no recordemos, sino sintamos) todos los días como fiesta». Van desde "Frases", donde rememora a Galdós y su burla amarga de frase tan española como "Qué le vamos a hacer. ¡Las circunstancias!" hasta alusiones, muy precisas, acerca del autor y (en) su obra: Canetti, Augusto Monterroso.
El germen de estos textos está en la colaboración regular que el autor mantuvo durante años en el suplemento cultural del periódico "Córdoba" y quetodavía aparece bajo el rótulo de "Cuadernos del Sur". Donde, por cierto, sigue, afortunadamente, colaborando, si bien no con la misma regularidad y en distintos formatos.
El lector, aquí, tendrá pues la doble oportunidad de conocer de primera mano aquilatadas reflexiones acerca de lo vivencial (de todo lo cotidiano, toda la curiosidad de que pueda hacer gala un hombre inteligente) y del gozo de una prosa limpia y sencilla como agua renovadora, gratificante como pocas de las que podamos disfrutar en estos tiempos aciagos de lamento y bullicio.

viernes, octubre 12, 2012

El pueblo traicionado, Alfred Döblin

Trad. Carlos Fortea. Edhasa, Barcelona, 2012. 563 pp. 37,50 €

Angeles Prieto

Acabada la Segunda Guerra Mundial, Alfred Döblin emprendió la ambiciosa trilogía denominada “Noviembre 1918”, de la que este volumen, El pueblo traicionado, constituirá una primera entrega de la segunda parte tras Burgueses y soldados. Y no es complicado aventurar el motivo por el cual Döblin, consagrado ya tras Berlín Alexanderplatz, inició esta obra verdaderamente monumental, si pensamos en el impacto que sufrió la opinión pública mundial tras los Juicios de Nuremberg.
Y es que nos encontramos ante una novela que directamente no es posible disfrutar si no tenemos conocimientos previos de la época, ni de su autor. Pues confeccionada con retales, instantáneas de los terribles impactos sociales que sufrió Alemania durante la República de Weimar (larga etapa de la historia alemana que va desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta la proclamación del III Reich), en diferentes escenarios, con escasos y esporádicos personajes protagonistas (lo que haría Cela muchos años más tarde en La Colmena, pero con mayor complejidad) y empleando un estilo que guarda no pocas semejanzas con el Ulysses de Joyce, podemos afirmar que esta obra de interés académico e histórico no está destinada a un público mayoritario sino curioso y preparado que se preguntará, a lo largo de toda la obra, cómo el pueblo alemán terminó por encumbrar al partido nazi.
Por ello Döblin intentará buscar respuestas retrotrayéndose a los meses finales de 1918, que es donde espera encontrar el germen: con el regreso de las tropas del frente, el protagonismo del mariscal Hindenburg y el general Ludendorff, la firma del ignominioso Tratado de Versalles y sus imposibles compensaciones económicas, el apego a toda costa del socialista Ebert al poder y los asesinatos del católico Matthias Erzberger y sobre todo, de los dos grandes líderes espartaquistas e interesantes pensadores, llamados a traer la Revolución rusa a Alemania, que fueron Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Y la atroz crisis económica que vino después, esa que arruinó a toda la clase media y que acabó por dar la puntilla a esta sociedad sorprendentemente creativa que trajo también no pocos avances sociales.
Aunque se nos olvida un hecho capital para nuestro autor: ese odio al judío bien arraigado, presente en estas páginas en forma de esporádicos episodios de aislamiento social, progromos y violencia, que ya entonces, en 1918, los incita a una emigración sin esperanza. Porque es evidente que Hitler no creó el antisemitismo, sólo lo condujo a extremos inhumanos e inimaginables.
El placer en la lectura de El pueblo traicionado lo obtenemos gracias a la anécdota, a esos cortos pero fieles retratos sociales, también mediante los eficaces discursos que retratan a los dirigentes políticos del periodo. Pero vamos mucho más allá si hacemos nuestros esos interrogantes que plantea Döblin y en medio de nuestra propia crisis económica, de liderazgo y de valores, reflexionamos sobre los extremismos y sus consecuencias. En este volumen se echa de menos prólogo, notas y glosario: el lector los necesita.

jueves, octubre 11, 2012

El sentido interrogativo, Padgett Powell

Trad. Albert Fuentes. Alpha Decay, Barcelona, 2012. 160 pp. 17 €

Pablo Martín Sánchez
*firma invitada

¿Has leído el primer libro de Padgett Powell que se ha publicado en España? Si supieras que su título es El sentido interrogativo y que está escrito a base de preguntas, ¿lo leerías o pensarías que es una chorrada? Si te dijera que Pablo Neruda escribió un poemario titulado Libro de las preguntas, Chicho Sánchez Ferlosio la pieza teatral Cincuenta y dos preguntas sin respuesta, Hipólito G. Navarro el cuento ¿El tren para Irún, por favor? y Siniestro Total la canción ¿Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos?, ¿seguirías pensando lo mismo? ¿Y si añadiera que el libro de Powell, a diferencia de todos ellos, te interpela a bocajarro reclamando una respuesta? ¿Te molesta que te tutee? ¿Me creerías si te dijera que no había vuelto a leer nada de Alpha Decay desde el traspaso de poderes? Si te contara que lo último que leí de esta editorial fue ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo del patio?, ¿pensarías que tengo debilidad por los títulos interrogativos? ¿Entiendes lo que he querido decir antes con «traspaso de poderes»? ¿Eres de los que responden con preguntas o de los que prefieren dar la callada por respuesta? ¿Te parece natural que al terminar la lectura de un libro hecho a base de preguntas uno sienta el deseo irreprimible de formular las suyas propias? Si te confesara que he contado el número de interrogantes que hay en el libro, ¿me creerías? Si te dijera que el número total de preguntas, exceptuando las tres de la contracubierta, las cuatro del epígrafe y la que aparece en el subtítulo de la portada, es de dos mil novecientas veinte, ¿me creerías o pensarías que te estoy tomando el pelo? Y si te dijera que he puesto ese número al azar, antes de contarlas realmente, y que luego las he contado y resulta que solo hay dos mil ciento ochenta y seis, ¿te sentirías decepcionado? ¿Te parece más difícil preguntar o responder? ¿Sabías que Gadamer consideraba más difícil lo primero que lo segundo? ¿Sabes quién es el señor Gadamer? ¿Te sorprendería si te dijera que vivió más de cien años y que su obra magna, Verdad y método, se publicó en español en Salamanca, que es también el lugar de impresión de El sentido interrogativo de Padgett Powell? ¿Crees que se trata de algo más que de una mera coincidencia? ¿Te molesta la expresión «mera coincidencia»? ¿Te parece que hacer una reseña de un libro imitando el estilo del libro reseñado es ingenioso, redundante o sencillamente estúpido? Si te dijera que después de escribir esta reseña he descubierto que Vila-Matas había hecho lo mismo en una crítica de El País, ¿cambiarías tu respuesta a la pregunta anterior? ¿Estarías de acuerdo conmigo en acusarlo de plagio por anticipación? Y si te dijera que, cinco días antes, Sergi Sánchez había hecho lo propio en El Periódico, ¿pensarías entonces que es un plagiario por anticipación de Vila-Matas? ¿Entiendes exactamente lo que quiero decir con «plagiario por anticipación»? ¿Tú eres de los que lee los libros en voz alta? ¿Eres de los que lee los libros en pareja? ¿Eres de los que subraya los libros con lápiz? Si te recomendara leer este libro en voz alta, acompañado y con un lápiz en la mano, ¿seguirías mi consejo? ¿Te molesta que te haga este tipo de preguntas? Si me quejara por haber encontrado numerosas erratas en el libro, pensarías que soy un quisquilloso? Si a pesar de quejarme, dijera que es una buena traducción y felicitara a los editores por poner el nombre de los correctores en los títulos de crédito, ¿seguirías pensando que soy un quisquilloso? ¿Te parece que al calificar el libro de «inagotable» estoy siendo metafórico, literal o literalmente metafórico? Si te dijera que El sentido interrogativo no es una novela, ¿la leerías igualmente? ¿Y si te dijera que es mucho mejor que una novela? ¿Te parece que esta crítica en forma de preguntas es la mejor manera de expresar la fascinación que me produce el libro del señor Powell? Llegados a este punto, ¿crees que aún tiene sentido seguir haciéndote preguntas? Si me dejaras hacerte una última pregunta, ¿cuál te gustaría que fuera? ¿Seguro?


* Pablo Martín Sánchez (cerca de Reus, 1977) es graduado superior en Arte Dramático, licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, y máster en Humanidades. Es autor del libro de cuentos Fricciones (E.D.A. Libros, 2011) y próximamente verá la luz su primera novela, El anarquista que se llamaba como yo (Acantilado, en prensa).

miércoles, octubre 10, 2012

La niña de la calle del Arenal, Edgar Neville

Reino de Cordelia, Madrid, 2012. 102 pp. 9,95 €

Juan Laborda

Edgar Neville es uno de esos personajes que permanecen en la retina lejana del público general. A los más les sonará alguna de sus estupendas películas como La torre de los siete jorobados, Domingo de carnaval o El último caballo. A otros les vendrán a la cabeza, junto a su nombre, flashes de resonancias míticamente cinematográficas, instantáneas junto a Mary Pickford, Charles Chaplin o Douglas Fairbanks, creadores de la Metro Goldwyn Mayer y, a la sazón, amigos de nuestro autor. Son pocos los que le recuerdan de manera completa: escritor en todas sus facetas (gacetillero, dramaturgo, novelista, como es el caso que nos ocupa, guionista), director de cine y, cómo no, hombre de clubes e hipódromos. Un dandi, castizo y snob, del centro de Madrid. Incluso algunos, hoy en día, recuerdan su inmenso talento, su capacidad para crear aunque a veces pareciese desganado en el intento. Créanme, así son los grandes genios, capaces de sacar oro de los más agostados temas y recursos, pero, en ocasiones, escasos a la hora de desarrollarlos. Eso es lo que tenemos entre manos, una pequeña joya literaria, de la que el autor podía haber sacado más partido, pero que aún así, destila genio literario y humano en cada una de sus poco más de cien páginas.
Al concluir el prólogo de Jesús García de Dueñas, lleno de gusto por el cine y la literatura, destaca, como un rayo iluminador, el hecho de que podríamos estar ante un trasunto de la vida misma de Neville. Manolito, nuestro protagonista, podría ser, por el céntrico lugar en el que habita, por sus aventuras literarias, por sus aficiones, por su aprecio al casticismo chulapo más estético, el propio Edgar Neville. Este descubrimiento barniza la lectura de toda la obra, la hace jugosa y llena de matices, que el buen lector apreciará.
En cuanto al texto, podemos distinguir en él una serie de referentes propios del autor: La prosa embellecida, casi poética, las estampas madrileñas (el amor por su ciudad es una constante en sus creaciones literarias y fílmicas…), el nacimiento a la vida de un adolescente, el descubrimiento de las emociones, los locales, bien sean decentes o no, los espectáculos nocturnos, Galdós
Neville nos descubre un Madrid muy especial, marcado por la Gran Guerra, que en esos momentos estremece a Europa, pero que él trivializa comparando las diferencias entre aliadófilos y germanófilos, con las disputas entre Belmontistas y Gallistas, símiles toreros como muestra evidente de que Neville hila fino en política, se ríe de su sombra y se desliza por una afilada superficialidad en ese aspecto, únicamente signo de inteligencia. Donde sí se moja es en la creación, en los deseos de ser dramaturgo de un adolescente que sueña con pantalones largos que cubran sus rodillas como símbolo de hombría, en las emociones y en el paisaje urbano de lo más detallado. Madrid era un pueblo grande apegado a un pasado que estaba a punto de desaparecer, donde aún se podían ver paseando al hombre orquesta, al tonto de la pandereta o a las carabinas “trotonas”, depositarias de la eterna necesidad de buena imagen de sus amas.
Este libro, La Niña de la Calle del Arenal, supone, por tanto, un verdadero rescate, de los que tanto se habla hoy en día, pero de los que no se hacen a pesar de lo necesarios que son: cultural, rescate cultural. Se vuelve a poner en circulación, como si del maltrecho sistema financiero de un país moderno se tratara, una obra que enriquecerá —intelectualmente, eso sí— a la sociedad. Cuestión que debemos agradecer al buen tino editorial de Reino de Cordelia y Rey Lear.

martes, octubre 09, 2012

El tao del viajero, Paul Theroux

Trad. Ezequiel Martínez Llorente. Alfaguara, Madrid, 2012. 347 pp. 19 €

Ángeles Prieto

Nada enaltece más un viaje que prepararlo previamente con la lectura de libros sobre el lugar que vayamos a visitar, y El Tao del viajero, manual de viajes aparentemente caótico, nos predispone a ello. Se trata de un libro donde Paul Theroux, uno de los dos grandes autores actuales de libros de viajes, recoge aquellas reflexiones filosóficas que tantas sendas y caminos, comunes o heterodoxos, nos aportan, y a la vez confecciona un volumen “llave”, que nos abre las puertas a grandes escritores que decidieron transmitir sus experiencias. Con predominio anglosajón claro entre ellos, por lo que no es en absoluto un manual completo, sino muy particular. Porque si bien es comprensible que no consten en este volumen fascinantes firmas, grandes caminantesdel mundo hispánico como los desconocidos Robert B. Cunninghame Graham o Ciro Bayo, no parece de recibo que no aparezca referencia alguna a dos auténticos popes del viaje romántico y exótico, respectivamente, como Goethe o Pierre Loti; clásicos como Virginia Woolf, Edith Wharton, Alejandro Dumas, Blasco Ibáñez, Rilke, Ganivet o Hans Christian Andersen. Ni encontremos tampoco recogidos aquí peripecias de los importantes viajes arqueológicos, como las del alemán Walter Andrae, Schliemann y todos los grandes nombres galosde la egiptología. Y sí, por ejemplo, se destaque la figura de Gerald Brennan, el cual no sé si merecería mejor las categorías de emigrante e hispanista, que la de viajero.
En cualquier caso, un libro simpático y desconcertante, que se iniciará con los fuegos pirotécnicos de las mejores citas sobre viajes y se cerrará con unos mandamientos con los que podremos estar, o no, de acuerdo. Como sin duda sería la obligación de viajar solo (mandamiento primero), quenos fuerza asimismo a no poder contrastar opiniones y tener que conversar continuamente con ese pesado que todos llevamos dentro. Y al que muchos, en vacaciones, querríamos tener también un poco lejos. Cuestión de opiniones. Lo mismo que librarse del teléfono móvil, pero no de esa cámara fotográfica de la que no hace mención, siendo el elemento que sin duda, a ojos exteriores, más distingue al turista del viajero.
La estructura del libro (citas, mandamientos, comidas exóticas, lugares fascinantes y lugares decepcionantes, libros verdaderamente despampanantes, viajeros en las antípodas o aquéllos que nunca salieron de su ciudad o de su cuarto), como dije, es caótica en apariencia, pero pronto la disfrutamos porque claramente está imitando ese deambular, ese perderse tanto por calles como por detalles, que todo buen viaje no turístico conlleva, subrayando así la filosofía final que nos transmite de la vida como senda o camino incierto.
Un libro muy hermoso, lleno de pequeñas joyas deslumbrantes, que nos encanta por su alegría y exaltación de la existencia y por su generosidad, como invitación a conocer los maravillosos volúmenes aquí recogidos de Sebald, Hemingway, Paul Bowles, Henry James, Richard Burton, Naipaul, Leigh-Fermor, Freya Stark, Rebecca West, Vickram Seth, Henry Fielding o el muy citado Bruce Chatwin, entre otros muchos. Muchísimos. Por lo que también aprovecho esta reseña para recomendar otros de parecido jaez a éste, como El esnobismo de las golondrinas del español Mauricio Wiesenthal o Viajes y viajeros de Virginia Woolf, antes mencionado.

lunes, octubre 08, 2012

Baza de copas. Ajuste de cuentas, Ramón García Mateos

XXII Premio Tiflos de cuentos. Castalia Ediciones, Barcelona, 2012. 160 pp. 16 €

Ignacio Sanz

El poeta y profesor Ramón García Mateos, salmantino recriado en Galicia, que recaló en la adolescencia en Cataluña y, desde allí, en Cambrils, viene agitando las aguas de la cultura a través de foros, aulas, encuentros, grupos musicales, jornadas de todo tipo, recibió el XXII Premio Tiflos de cuentos por el libro que suscita este comentario. El libro destila recuerdos, medias verdades, porque el lector sospecha que también, entre los recuerdos se cuelan algunas invenciones o medias mentiras. Todo convenientemente trufado.
Para empezar su prosa es limpia y transparente como los cielos de Salamanca. Una prosa salpicada de lecturas, de guiños, de homenajes íntimos a escritores y poetas que pasaron por su vida y le dejaron huella. El Blas de Otero más surealista de Historias fingidas y verdaderas parece que se cuela a veces en estos cuentos que tienen mucho que ver con la propia memoria del poeta. De ahí que Salamanca, Galicia y Cataluña salpiquen estas páginas que a ratos resultan desgarradoras porque el poeta se desnuda y nos muestra esquirlas de pesadumbre y su dolor, a ratos paródicas y a ratos encandilantes, como si nos tuviera sentado en la mesa de madera de una taberna y allí, con un carajillo en la mano, nos llevara a pasear, ahora con Cunqueiro en una noche de excesos y crímenes dignos de romances de ciego, tan caros al poeta; ahora con el Perucho erudito que encuentra en el recodo de un libro una noticia curiosa de la que nos hace partícipes; ahora con el poeta Geral Vergés, cuya obra tradujo en su día con pulso firme; ahora con su gran amigo, el poeta Juan López Carrillo, dado a los excesos y a los epigramas, en la estela deslumbrante de Catulo.
A veces los cuentos carecen de vocación narrativa, son simples apuntes, notas tomadas a vuelo, aguijones venenosos, como los epigramas de López Carrillo que dejan un regusto largo en el paladar.
Estamos ante un escritor que lo ha leído todo, desde Lezama a Borges, desde José Agustín Goytisolo a Estellés. Con los más próximos ha vivido episodios curiosos de los que deja constancia en estas páginas apasionadas; estamos ante un escritor que lo ha escuchado todo, de Ovidi Montllor a Joaquín Díaz o Paco Ibañez. Y nos hace partícipes de lo que ocurrió en un escenario, a veces una simple anécdota que valdría por un tratado.
Además de las múltiples lecturas, García Mateos ceba estos cuentos memoralísticos con las historias escuchadas a los más próximos, especialmente a sus compañeros de trabajo. De ahí que el libro recale a veces por Almería o por Ariza para trasladarnos la historia que Pepe Jiménez o José Antonio Corella le han contado, precisamente para que él, un sabio del buen contar, nos la traslade la historia, limpia de adherencias locales.
Baza de copas no se puede escribir con pocos años. Es necesario haber vivido mucho, haber leído mucho, haber escuchado mucho para que luego el poeta, trasmutado en prosista, en las altas horas del insomnio, recree lo esencial de ese bagaje vital en su cuaderno visionario.
Me han impresionado algunos relatos íntimos, como la muerte de su tía salmantina, de la que hace repaso pormenorizado de su vida abnegada y servicial. Y me ha impresionado la amenidad, la ligereza, el aire fresco que recorre estas páginas como una brisa cambiante que estimula la memoria.