Juan Laborda
Edgar Neville es uno de esos personajes que permanecen en la retina lejana del público general. A los más les sonará alguna de sus estupendas películas como La torre de los siete jorobados, Domingo de carnaval o El último caballo. A otros les vendrán a la cabeza, junto a su nombre, flashes de resonancias míticamente cinematográficas, instantáneas junto a Mary Pickford, Charles Chaplin o Douglas Fairbanks, creadores de la Metro Goldwyn Mayer y, a la sazón, amigos de nuestro autor. Son pocos los que le recuerdan de manera completa: escritor en todas sus facetas (gacetillero, dramaturgo, novelista, como es el caso que nos ocupa, guionista), director de cine y, cómo no, hombre de clubes e hipódromos. Un dandi, castizo y snob, del centro de Madrid. Incluso algunos, hoy en día, recuerdan su inmenso talento, su capacidad para crear aunque a veces pareciese desganado en el intento. Créanme, así son los grandes genios, capaces de sacar oro de los más agostados temas y recursos, pero, en ocasiones, escasos a la hora de desarrollarlos. Eso es lo que tenemos entre manos, una pequeña joya literaria, de la que el autor podía haber sacado más partido, pero que aún así, destila genio literario y humano en cada una de sus poco más de cien páginas.
Al concluir el prólogo de Jesús García de Dueñas, lleno de gusto por el cine y la literatura, destaca, como un rayo iluminador, el hecho de que podríamos estar ante un trasunto de la vida misma de Neville. Manolito, nuestro protagonista, podría ser, por el céntrico lugar en el que habita, por sus aventuras literarias, por sus aficiones, por su aprecio al casticismo chulapo más estético, el propio Edgar Neville. Este descubrimiento barniza la lectura de toda la obra, la hace jugosa y llena de matices, que el buen lector apreciará.
En cuanto al texto, podemos distinguir en él una serie de referentes propios del autor: La prosa embellecida, casi poética, las estampas madrileñas (el amor por su ciudad es una constante en sus creaciones literarias y fílmicas…), el nacimiento a la vida de un adolescente, el descubrimiento de las emociones, los locales, bien sean decentes o no, los espectáculos nocturnos, Galdós…
Neville nos descubre un Madrid muy especial, marcado por la Gran Guerra, que en esos momentos estremece a Europa, pero que él trivializa comparando las diferencias entre aliadófilos y germanófilos, con las disputas entre Belmontistas y Gallistas, símiles toreros como muestra evidente de que Neville hila fino en política, se ríe de su sombra y se desliza por una afilada superficialidad en ese aspecto, únicamente signo de inteligencia. Donde sí se moja es en la creación, en los deseos de ser dramaturgo de un adolescente que sueña con pantalones largos que cubran sus rodillas como símbolo de hombría, en las emociones y en el paisaje urbano de lo más detallado. Madrid era un pueblo grande apegado a un pasado que estaba a punto de desaparecer, donde aún se podían ver paseando al hombre orquesta, al tonto de la pandereta o a las carabinas “trotonas”, depositarias de la eterna necesidad de buena imagen de sus amas.
Este libro, La Niña de la Calle del Arenal, supone, por tanto, un verdadero rescate, de los que tanto se habla hoy en día, pero de los que no se hacen a pesar de lo necesarios que son: cultural, rescate cultural. Se vuelve a poner en circulación, como si del maltrecho sistema financiero de un país moderno se tratara, una obra que enriquecerá —intelectualmente, eso sí— a la sociedad. Cuestión que debemos agradecer al buen tino editorial de Reino de Cordelia y Rey Lear.
Conozco la obra de Neville, pero este texto no lo he leído aún. Creo que su fuerte está en el cine, como muy bien se indica en la reseña. En cualquier caso me ha despertado la curiosidad...
ResponderEliminar¡Mola!
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