Nabor Raposo
«Piensa en un ventrílocuo. El muñeco habla, pero quien reproduce su voz se halla a cierta distancia. Si esa persona no estuviera en tu línea de visión, no podrías admirar su arte. Su arte consiste en estar presente y ausente; él es precisamente él mismo por el hecho de ser otro de manera simultánea. Ni siquiera es quien ‘es’ cuando se cierra el telón»
(Philip Roth; The Art of Fiction No. 84. The Paris Review)
La primera de las reglas inviolables del oficio crítico consiste en no caer en la perniciosa tentación de señalar los sucesos narrados en la realidad interna de la obra para posteriormente identificarlos con los sucesos que, presumiblemente, conforman la biografía de su autor en la vida real. Este viejo impulso, que sin lugar a dudas se aleja de la intención real de la crítica y nada aporta, puede conducir la lectura hacia interpretaciones sesgadas o tendenciosas, viciadas, e incluso llega a distorsionar en gran medida la percepción final de la obra, especialmente si el lector baja la guardia y se desvía de la verdadera atención que la obra debería suscitar por sí misma.
Sucede, además, que la presunta implicación de historias y personajes más o menos reales en la ficción literaria suele acarrear a no pocos autores numerosos desencuentros en su vida cotidiana, como ya demostrara Woody Allen en una de sus más geniales encarnaciones, la del inolvidable Harry Block (Desmontando a Harry’ 1997), un escritor de éxito que se las ve y se las desea para que su producción, basada en una serie de experiencias personales traumáticas, no interfiera en las relaciones que mantiene con sus familiares y amigos. Un punto de partida ciertamente original, de no ser porque un tal Philip Roth (Nueva Jersey, 19 de marzo de 1933) llevara ya años explorando el mismo planteamiento para construir sus historias, adelantándose al cineasta el mismo tiempo que necesita un ciudadano español para alcanzar la mayoría de edad.
Las sinsabores del éxito experimentados por Roth a raíz de la publicación de su tercer libro (El lamento de Portnoy, 1969), le sirvieron para alumbrar, diez años después de la novela que le valió el inmediato reconocimiento de público y crítica, a su personaje más célebre, su alter mente Nathan Zuckerman; un escritor que, al igual que Roth (y que el propio Block, si viene al caso), se ve desbordado por la repercusión de una de sus novelas, Carnovsky (el paralelismo con Portnoy resulta más que evidente) y, a partir de ahí, se ve obligado a mantener un precario equilibrio a merced de la confrontación que surge de la eterna disputa entre su realidad personal y su voluntad creativa.
Las novelas de Zuckerman (La visita al maestro, 1979; Zuckerman desencadenado, 1981; La lección de anatomía, 1983; La orgía de Praga, 1985; La contravida, 1986; Pastoral americana, 1997; Me casé con un comunista, 1998; La mancha humana, 2000 y Sale el espectro, 2007) contienen sin lugar a dudas la esencia del mejor Roth. La exploración (unas veces nostálgica, otras veces insurgente), constante a lo largo de toda su obra, de la identidad judía, y las reflexiones acerca de las consecuencias del arte y la creación –la repercusión en la vida real de todas aquellas experiencias que uno vuelca en el proceso– le sirven al autor para tratar todos los temas que conforman el mosaico de la condición humana, como el deseo, la muerte, el sexo, la decrepitud, la soledad o la traición; y lo hace, además, con un talento y originalidad únicos en el panorama literario actual. La escritura de Roth está trufada de una inteligencia reflexiva asombrosamente lúcida y una concreción militétrica en la descripción de abstracciones, fruto de un exhaustivo rigor en esa búsqueda flaubertiana de la palabra exacta.
No obstante, la mayor de las particularidades que elevarían el ciclo narrativo de las novelas protagonizadas por Nathan Zuckerman a la categoría de clásico sería tal vez su capacidad de evolución; no ya del personaje, que se presupone, sino de la manera en que éste decide exponer los hechos al lector. Como apunta el crítico Javier Avilés –algo que también ha reconocido el propio Roth en varias entrevistas–, la fractura surgió durante la escritura de La contravida, donde el punto de vista desde el que se narra se muestra deliberadamente inconsistente para diluirse en una reflexión sobre la misma esencia de la narrativa, un artificio que trastoca los cimientos de la realidad interna de la novela. A partir de aquí, «Zuckerman es un elemento más al servicio de una literatura que supera el ámbito del personaje».
De la misma manera, en las tres novelas que componen la Trilogía americana (Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana, editadas en España en un solo volumen por Galaxia Gutenbreg, 2011), el autor impulsa una nueva vuelta de tuerca al engranaje y prescinde, al menos aparentemente, del protagonismo casi exclusivo de Zuckerman, desviando el foco de la novela del narrador –todavía y siempre Zuckerman, y en primera persona– y de sus tribulaciones para alumbrar a una terna de personajes inolvidables con un denominador común: tres historias, quizá la misma, sobre hombres que en algún momento de su juventud resolvieron abandonar su destino para encontrar la vida que soñaron para ellos, y acabaron al final aplastados por la capacidad que tenían esos sueños para destruir sus vidas. Zuckerman, por tanto, deja de ser el actor principal de la tragedia para convertirse en el director que está detrás del escenario. Pero ¿es realmente su retrato una reconstrucción fidedigna de la historia que se cuenta, o simplemente una invención a merced de los intereses literarios del narrador? El lector debería hacerse esa pregunta, y más teniendo enfrente a un novelista como Nathan Zuckerman; al fin de cuentas, un escritor con oficio, otro perro viejo. El juego tiene truco y a estas alturas de la película ya nada es lo que parece. El mecanismo metaficcional propuesto por Roth puede parecer sencillo a primera vista, pero nada más lejos de la realidad (literaria). Porque aunque Roth se borre del mapa de sus creaciones para ceder el testigo al propio Zuckerman, es este último, como narrador, quien juega con el lector para llevarlo a su terreno, a saber: que la realidad interna de la novela no suele ser nunca esa misma realidad, pese a constituirla, sino que la realidad que se nos ofrece es precisamente la que el propio Zuckerman, como escritor, inventa. Es como un juego de muñecas rusas: a partir de retazos que sí constituirían parte de esa realidad a la que hacemos referencia –la historia de los personajes–, es el narrador quien la imagina y reinterpreta a través de los ojos de los mismos protagonistas que le dan cuerpo; una realidad que, a su vez, dota de sentido e intención al conjunto de la obra. Philph Roth juega con Zuckerman a lo mismo que juega Zuckerman con sus personajes: la concepción formal de su tesis narrativa vendría a ser, en ambos casos, la suplantación. “Nathan Zuckerman es un intérprete. Todo consiste en el arte de la suplantación, ¿no se trata de eso? Falsear una biografía, crear una historia falsa; inventar una existencia medio imaginaria fuera del drama actual de mi vida ‘es’ mi vida. Tiene que existir cierto atractivo en ese trabajo, y ahí está. […] No necesariamente, como escritor, tienes que abandonar completamente tu biografía para emprender un acto de suplantación. La distorsionas, caricaturizas, parodias, la torturas y la subviertes, la explotas: todo lo que le de a esa biografía una dimensión que excite tu locuacidad. Por supuesto, millones de personas lo hacen todo el tiempo, y no bajo la justificación de estar haciendo literatura. "Lo comprenden". Son increíbles las mentiras que la gente puede mantener detrás de la máscara de su verdadera identidad”.
¿Son entonces Philip Roth y Nathan Zuckerman la misma persona? «La Literatura no es como un concurso de belleza moral. La confianza que inspira es lo que cuenta. Para mí escribir es algo natural, igual que los peces nadan y los pájaros vuelan. Es algo que está hecho bajo cierto tipo de provocación, una urgencia muy particular. Es la transformación, a través de una suplantación elaborada, de una emergencia personal en un acto público (en ambos sentidos de la palabra) […] Soy como alguien que intenta transformarse gráficamente a sí mismo fuera de sí mismo para convertirse en sus héroes».
Centremos el tiro: ¿Quién es Philip Roth? «Soy, sobre todo, alguien que se pasa el día escribiendo».
Bravo, Nabor, dejaste en bolas al ventrílocuo.
ResponderEliminarAbrazo
Muy buena critica señor Raposo!! Mañana a librería a por el Lamento de Pornoid!!
ResponderEliminarEl símil con las muñecas rusas me has evocado ese poema de Bórges sobre la metaliteratura:
En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma del circulo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mi escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular...
El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.