Trad. Maila Lema Quintana. Acatilado, Barcelona, 2010. 224 pp. 19 €
José Morella
Al principio esta novela no me resultó fácil de leer, tal vez por su desbocado aunque voluntario uso de la elipsis, o por cierta cursilería que tiene que ver con la juventud y las ansias de gloria literaria de Jurek, el personaje a través del que vemos lo que pasa. Jurek es un aspirante a poeta, un tipo que casi habla en rima, cuya ingenuidad compensa su pedantería. Cosas, en resumen, que me hacían entrar en el libro con desconfianza y con miedo al aburrimiento. Pero una vez que el lector algo puñetero que llevo dentro se calló y dejó de darme la lata, empecé a disfrutar. Tworki se disfruta mucho y muy intensamente porque es un caudal de pasos falsos, extrañamientos, enigmas, pistas, elementos no dichos pero presentes, cosas que se esperan pero que no aparecen... He oído a comentaristas de fútbol que dicen que hay jugadores que juegan muy bien sin balón. Marek Bieńczyk es de esos: es tan buen escritor cuando no escribe algo como cuando lo hace.
En el manicomio de Tworki —en Polonia se dice que alguien está “para Tworki” cuando está loco— trabajan una serie de jóvenes que enseguida forman un grupo de amigos. Es ese momento de la vida en el que los amigos lo serán para siempre, o al menos quedarán grabados en la mente como tus amigos por mucho que luego no les veas más. Salen, juegan, hablan, se enamoran. Un día una de las chicas, sin que parezca venir a cuento, le pregunta a Jurek: «El sentido de la vida, ¿cuál es?... El ser humano, ¿a qué aspira?», con el tono de un profesor de filosofía de secundaria intentando explicar -mal- los presocráticos. Si no supiéramos lo que pasó en Polonia durante ese tiempo, esta cita serviría para criticar la novela. Pero no sirve. Lo que parece fácil esconde lo difícil. El texto tiene la capacidad, rara y valiosa, de hacer que las cosas sean lo contrario de lo que parecen: ironía dulce y no lesiva, ironía contra el mal y contra la crueldad. Hay una capa muy sencilla, una historia de amor que no acaba de cerrarse, el enamoramiento como una fruta madura que cae y que no hace falta explicar demasiado. Es una novela tierna. Te encariñas de personajes de los que apenas sabes nada, que son esqueletos narrativos.
Basculando entre fondo y superficie está la otra historia, los nazis que aparecen en segmentos muy cortos, a veces de una sola palabra: alguien hace una broma en la que se usa la palabra Heil, o se alude a un canje con prisioneros alemanes. Se usa de un modo sutil y valiente el hecho de que todos nos sabemos ya la historia. Cuando algunos de los personajes desaparecen, o luchan en la resistencia, o cometen errores suicidas, el lector tiene la sensación de que estas cosas son puntos de lectura, referencias, postes para no perder el camino. El centro de la historia es tratado como si no lo fuera. La muerte es lo cotidiano, lo que está al otro lado de los muros de Tworki, y aquí sí se puede entender mejor que una persona cualquiera hable desde una vena metafísica inesperada. La locura y la cordura no se pueden distinguir en la Polonia de Tworki. Da igual si eres un interno o un funcionario. La muerte te vive en el cogote de la mañana a la noche. El texto está lleno de tuercas a las que se han dado muchas vueltas, y uno intuye que los lectores polacos le estarán encontrando muchas más vueltas que nosotros. La de la ocupación nazi es una historia contada tantas veces que parece que no se podría contar ya más, pero el valor de esta novela es demostrar que eso no es cierto ni deseable.
La dureza, si es que la hay, está a cuentagotas, en pequeños fragmentos que funcionan como botones de una camisa. Parecen puestos al final. Por ejemplo cuando Anna y Marcel, una pareja que acabará cayendo en la trampa del hotel Polski, hablan sobre su futuro: «...la verdad, esposa mía, dicha sin adornos, es que en lugar de Suiza nos está esperando el horno». Las alusiones a la miseria de la guerra también son marcas no connotadas, notas objetivas que recorren la novela y que se reducen a la comida: se enumera lo que comen ahora y lo que comían antes. Tazas de achicoria, pan con mermelada, sopas muy líquidas donde se escarban trozos pequeños de zanahoria y remolacha, filietes que son siempre pequeños y recuerdan levemente en consistencia y textura a lo que antes llamaban filetes...
Alguien, hacia el final de la novela, pero también el final de la guerra, pregunta qué va a pasar: «Nada más», dice Jurek. «Hemos sobrevivido a la guerra y ya no pasará nada más». Gente que se obligó a seguir viviendo, a forzarse a sí mismos a que la locura de la guerra, por un tiempo, les pareciera normal. Cosas que pasan, cosas que dejan de pasar.
José Morella
Al principio esta novela no me resultó fácil de leer, tal vez por su desbocado aunque voluntario uso de la elipsis, o por cierta cursilería que tiene que ver con la juventud y las ansias de gloria literaria de Jurek, el personaje a través del que vemos lo que pasa. Jurek es un aspirante a poeta, un tipo que casi habla en rima, cuya ingenuidad compensa su pedantería. Cosas, en resumen, que me hacían entrar en el libro con desconfianza y con miedo al aburrimiento. Pero una vez que el lector algo puñetero que llevo dentro se calló y dejó de darme la lata, empecé a disfrutar. Tworki se disfruta mucho y muy intensamente porque es un caudal de pasos falsos, extrañamientos, enigmas, pistas, elementos no dichos pero presentes, cosas que se esperan pero que no aparecen... He oído a comentaristas de fútbol que dicen que hay jugadores que juegan muy bien sin balón. Marek Bieńczyk es de esos: es tan buen escritor cuando no escribe algo como cuando lo hace.
En el manicomio de Tworki —en Polonia se dice que alguien está “para Tworki” cuando está loco— trabajan una serie de jóvenes que enseguida forman un grupo de amigos. Es ese momento de la vida en el que los amigos lo serán para siempre, o al menos quedarán grabados en la mente como tus amigos por mucho que luego no les veas más. Salen, juegan, hablan, se enamoran. Un día una de las chicas, sin que parezca venir a cuento, le pregunta a Jurek: «El sentido de la vida, ¿cuál es?... El ser humano, ¿a qué aspira?», con el tono de un profesor de filosofía de secundaria intentando explicar -mal- los presocráticos. Si no supiéramos lo que pasó en Polonia durante ese tiempo, esta cita serviría para criticar la novela. Pero no sirve. Lo que parece fácil esconde lo difícil. El texto tiene la capacidad, rara y valiosa, de hacer que las cosas sean lo contrario de lo que parecen: ironía dulce y no lesiva, ironía contra el mal y contra la crueldad. Hay una capa muy sencilla, una historia de amor que no acaba de cerrarse, el enamoramiento como una fruta madura que cae y que no hace falta explicar demasiado. Es una novela tierna. Te encariñas de personajes de los que apenas sabes nada, que son esqueletos narrativos.
Basculando entre fondo y superficie está la otra historia, los nazis que aparecen en segmentos muy cortos, a veces de una sola palabra: alguien hace una broma en la que se usa la palabra Heil, o se alude a un canje con prisioneros alemanes. Se usa de un modo sutil y valiente el hecho de que todos nos sabemos ya la historia. Cuando algunos de los personajes desaparecen, o luchan en la resistencia, o cometen errores suicidas, el lector tiene la sensación de que estas cosas son puntos de lectura, referencias, postes para no perder el camino. El centro de la historia es tratado como si no lo fuera. La muerte es lo cotidiano, lo que está al otro lado de los muros de Tworki, y aquí sí se puede entender mejor que una persona cualquiera hable desde una vena metafísica inesperada. La locura y la cordura no se pueden distinguir en la Polonia de Tworki. Da igual si eres un interno o un funcionario. La muerte te vive en el cogote de la mañana a la noche. El texto está lleno de tuercas a las que se han dado muchas vueltas, y uno intuye que los lectores polacos le estarán encontrando muchas más vueltas que nosotros. La de la ocupación nazi es una historia contada tantas veces que parece que no se podría contar ya más, pero el valor de esta novela es demostrar que eso no es cierto ni deseable.
La dureza, si es que la hay, está a cuentagotas, en pequeños fragmentos que funcionan como botones de una camisa. Parecen puestos al final. Por ejemplo cuando Anna y Marcel, una pareja que acabará cayendo en la trampa del hotel Polski, hablan sobre su futuro: «...la verdad, esposa mía, dicha sin adornos, es que en lugar de Suiza nos está esperando el horno». Las alusiones a la miseria de la guerra también son marcas no connotadas, notas objetivas que recorren la novela y que se reducen a la comida: se enumera lo que comen ahora y lo que comían antes. Tazas de achicoria, pan con mermelada, sopas muy líquidas donde se escarban trozos pequeños de zanahoria y remolacha, filietes que son siempre pequeños y recuerdan levemente en consistencia y textura a lo que antes llamaban filetes...
Alguien, hacia el final de la novela, pero también el final de la guerra, pregunta qué va a pasar: «Nada más», dice Jurek. «Hemos sobrevivido a la guerra y ya no pasará nada más». Gente que se obligó a seguir viviendo, a forzarse a sí mismos a que la locura de la guerra, por un tiempo, les pareciera normal. Cosas que pasan, cosas que dejan de pasar.