viernes, junio 25, 2010

Londres es de cartón, Unai Elorriaga

Alfaguara, Madrid, 2010. 208 pp. 17€

Sofía Castañón

Joseph Conrad se pasó la vida desapareciendo. El número de veces en que algo, una persona, una idea, puede desaparecer es una de esas operaciones que por lo general no nos ocupa la cabeza, a riesgo de encontrar el existir tan frágil que comiencen los mareos correspondientes a tal vértigo. Lo sobrecogedor.
La mención a Conrad no es propia, claro. Unai Elorriaga la pone en labios (la transcripción de unas las cinco y muy buscadas grabaciones de Londres) del doctor Tizman. Y sobre el hecho de desaparecer, y su condición sino reversible sí reincidente, trata Londres es de cartón, última novela del autor de Un tranvía en SP o El pelo de Van´t Hoff.
Una ambientación absolutamente atemporal, imprecisa, ensombrecida todavía por el anterior régimen dictatorial, un régimen que podría ser cualquiera de los que la Historia ha sufrido, y al mismo tiempo no es ninguno. Éste es el marco de una foto que sucede en los tejados. Con escasas concesiones al cambio de localización, la primera parte transcurre como si fuera un obra de teatro, casi con una sola unidad de espacio. Ahí, en esos tejados, unos personajes se reúnen y esperan. Sora, la hermana de uno de ellos, quizás vuelva ese verano. Y cuando alguien desaparece durante mucho tiempo se le ha de recibir con manzanas asadas y un esfuerzo, si no sorpresa, de sonrisa.
Durante la espera se habla de otros desaparecidos en la época denominada del Libro de Barda, un sistema que prohibía las reuniones o transmitir el conocimiento de mayores a jóvenes mediante grabaciones de audio. Durante la espera se proyectan las sombras de un pasado doloroso, cruel, reciente: el temor de que aquello no haya cambiado todavía, no del todo.
La narración, en la segunda parte, da un giro que despista, pero fundamental para conformar y para contar lo que Elorriaga quiere. Tomando el género policiaco como herramienta, construye una trama paralela al relato de los tejados que acaba por relacionarse de un modo que inquieta y genera esa angustia de quien por fin entiende que “siempre había sido aquello” de lo que estaba hablando.
Lejos de ese tono inocente, casi ingenuo o infantil, que se le achaca, Elorriaga teje hábilmente una red, como las que teje la verdadera memoria, y cuenta la historia de los desaparecidos, y al mismo tiempo la historia de cómo se desaparece. Incluso de cómo uno se deja desaparecer, se va poco a poco perdiendo. La memoria colectiva y la memoria como músculo con el que descifrar o codificar el mundo. Busca, en definitiva y por más que en estos tiempos moleste a muchos —el gusto de echar tierra por encima—, deshacer los nudos del olvido.

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