José Morella
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman viene hablando hace tiempo de lo líquido. El poder líquido ya no se ejerce en la esfera de lo político. Es sólo económico y está en manos de unos centenares de tipos y contadísimas mujeres que pueden decidir sobre las vidas de miles de personas echando una simple firma. Todo cambia en minutos, nada solidifica. Tienes que estar preparado para perderlo todo en cualquier momento. El amor según Bauman también es líquido: hoy en día nos cuesta mucho decantarnos por la seguridad de una pareja estable (sólida) y olvidar la libertad de encamarnos con quien nos apetezca. Mucha gente añora la experiencia de lo afectivamente seguro pero, en cuanto se acerca a ello, le brota la angustia opuesta. En muchos de estos cuentos Ingo Schulze hace presente este falso dilema que vivimos como si fuera auténtico. Hombres —todos los narradores son hombres, y tengo mucha curiosidad por saber qué les parece este libro a las mujeres— que tratan infructuosamente de mantener su identidad sin quiebres. Hombres que no saben aceptar, que no saben rendirse a las experiencias que tienen. Los cuentos están llenos de parejas europeas de clase media. La "liquidez" de la vida trasluce en la cotidianidad de esas personas, cuyas experiencias consisten en ver cómo se les desmoronan todas las experiencias. Cualquier cosa que Schulze nos señale (porque no habla de nada concreto, más bien señala) tiene que ver con la realidad desmoronándose: el turismo, el empleo, la lealtad de la pareja, la amistad, el miedo a los vecinos y a los extranjeros, e incluso la literatura. Todo parece poder irse al garete con una gran riada. Lo bueno es que uno no saca necesariamente de los cuentos una visión pesimista. Hay algo nuevo, una posibilidad que reconocemos. Algo que está pasando y de lo que todavía el arte sólo empieza a dar cuenta. Hay esperanza. No sé localizarla en los cuentos, como tampoco sabría localizar la desesperanza, pero la leo en ellos. Son, por cierto, una gozada de lectura. Frescos como la vida. Como el siguiente gesto que ves al levantar la mirada del libro, o el rostro de la persona que entra justo ahora en tu vagón de metro, o la discusión que estalla cuando nadie se lo espera. Leer a Schulze da la sensación algo siniestra pero fabulosa de que no hay trampa ni cartón, y para eso hay que ser un maestro de todas las trampas. Schulze te las pone todas, tú caes en todas, y luego las quita y el edificio sigue en pie, como Ferran Adrià cuando hace un ravioli sin pasta de raviolis. Es imposible hablar de todos los cuentos aquí, pero no puedo resistirme con alguno, como el cuento de las tres mujeres. El narrador lleva años locamente enamorado de una de ellas. Con otra se casó y llevan juntos un negocio próspero. Y la tercera es una que hace una fiesta en la que coinciden todos y con la que el narrador se lía en el baño a pesar de que no le cae muy bien. Schulze sabe que dentro de la mente tenemos varias voces contradictorias, todas apremiándonos a cosas distintas. La mujer con la que se casó resulta de la voz que nos pide seguridad. La mujer a la que ama encarna la voz que nos exige ternura. La tercera mujer no es ninguna voz: es lo real, lo que te pasa por sorpresa mientras estás oyendo voces en tu mente como un gilipollas. Estamos perdidísimos. También se ve esta desorientación cuando algún personaje hace turismo, o eso que hace Schulze cuando le invitan a congresos de escritores para que se engañe creyendo que no es un turista. Cuando viajamos por placer queremos que nos hagan sentir mimados pero sin que nos demos cuenta de que se están ganando la vida con ello. Que me hagan sentir libre y seguro al mismo tiempo, pero sin que me dé cuenta de que lo están escenificando a cambio de mi dinero. Qué puñeteros somos. La hospitalidad no se reserva online ni se paga con visa. Schulze muestra cosas que a menudo quedan ocultas o que, mejor dicho, preferimos no ver en nosotros. Otro ejemplo de actitud falsaria sería la del machismo camuflado, como el del tipo en paro que se enfada con su mujer porque ella no se fija en lo bien que él hace las tareas domésticas. El enfado del hombre no es más que la prueba de que limpiar para él es rebajarse, y para no sentirse humillado necesita que la mujer se lo valore sin falta.
Creo que el mejor cuento es el del oso en Estonia, pero aquí habría debate porque hay tres o cuatro más que son fabulosos. Un crítico serio diría que ese cuento trata de la economía postcomunista, y es verdad, pero con Schulze tengo la impresión de que hay algo un poco ridículo en preguntarse por la temática de la obra. Suena a bachillerato casposo y antiguo. Todo es tan fresco en sus cuentos, tan vivo, que cerrar el sentido hablando de los temas me parece un manoseo que la obra no merece. Pero a lo que estamos, el cuento del oso: Aarne quiere venderles una casa de campo en Estonia a unos finlandeses que creen que allí podran cazar osos. Pero ya no hay osos en la zona, así que le compra un oso medio famélico a un circo que se ha ido a la quiebra y lo deja rondando cerca de la casa para engatusar a los finlandeses. Salto mortal sin red: dos elementos ya casi del pasado como los osos en esa zona de Estonia y el decadente circo tradicional que maltrata animales, son usados como recurso para que fructifique un negocio real en el presente. Es una especie de econeoliberalismo, que podría definirse como un aprovecharlo todo, no tirar nada, reutilizar hasta los últimos restos de la mentira vendida como bienestarismo europeo (un oso moribundo, unos finlandeses atontados por el exceso de dinero con el que no saben qué hacer, la caza como entretenimiento fatuo y superficial, el desequilibrio natural de la fauna y la flora), todo para sobrevivir un tiempo más. La vida que nos recicla.