Amadeo Cobas
«Los hilos que mueven los afectos son tan finos que a menudo no somos capaces de verlos. Pero están ahí, y pueden romperse en cualquier momento. Un gesto, una palabra, una sospecha, un pensamiento, bastan para tensarlos. Hasta que se quiebran y resulta difícil recomponerlos, por la misma fragilidad de su naturaleza. Pero, por alguna extraña razón, hay sentimientos que perduran y cariños que no se rompen por mucho que el tiempo o la distancia intenten desgastarlos». Esta frase, que inicia un capítulo intermedio del libro, serviría de prefacio para presentar la obra en su conjunto, para sintetizarla en nueve líneas bien intensas y para reconducir al lector sin pérdida posible sobre lo que prima aquí. Y no es sino la evocación descarnada de Diana, la protagonista, varada en una etapa de su vida en plena transformación, justo ahí donde se ubican las preguntas trascendentales para proseguir su caminar por un derrotero u otro; justo cuando los remordimientos y las autoconvicciones pretenden amarrar el tiempo pasado a la memoria como un lastre impedidor de la toma de nuevas decisiones por miedo a tomar una errónea.
El haz de luz principal de esta novela enfoca unas introspecciones emanadas de lo particular y que desembocan en lo general. Así, la autora da en la “diana” al presentarnos a una protagonista con la cabeza muy bien asentada, reconocedora de las equivocaciones y también de los aciertos con los que ha construido el edificio de su vida. De paso vamos conociendo las maneras de Marina Fernández, una escritora que muestra como carta de presentación narrativa esta novela corta, en la cual destila método a la par que originalidad, se recrea con unas atmósferas muy pulcras y sobre todo se exhibe cual pistolero desenfundando el mérito de un lenguaje vertiginoso a modo de latigazo y de una belleza natural tal un atardecer.
¿Por qué afirmo lo anterior? Porque escoge las palabras milimétricamente para conseguir el efecto pretendido: dibujar las escenas hasta otorgarles la dimensión precisa que las vuelva diáfanas: «El portal olía a comida casera y a vecindad añeja, a humedad y a zaguán recién fregado». Todos hemos reconocido haber entrado en este portal o en uno similar, el recuerdo del “nuestro” enmarca el de la autora y le da vivencia de barrio, de cercanía, de confidencia en el rellano, de guisote de puchero desprendiendo aromas maravillosos al sobrepasar la puerta de la vecina. Esta escritora es una orfebre que engasta piedras preciosas sobre las joyas de su narrar tan delicioso: «como inquilinos habitando una nostalgia resistente al desahucio»…
Destaca el uso mágico que hace de las figuras literarias, diseminadas a lo largo del texto como guindas que ornan sin deje alguno de chabacanería las meditaciones profundas e íntimas en las que se sumerge la protagonista. Valga el botón de muestra de esta prosopopeya urbana: «Las grandes ciudades nunca duermen y nunca se callan del todo; siguen latiendo de noche porque la muerte es un lujo que no pueden permitirse».
Hay apocalipsis en la prosa poética donde navega al evocar pasados, desmenuzar presentes y predecir futuros: «Delirios de sábado ocioso y maldito, malgastado de nada. La luna desperdiciada, los deseos baldíos…». Hay verdades grandes como templos, acaso extraídas de lo profundo, donde habitan los secretos más inconfesables, el territorio del pensamiento que nunca debió traspasar la frontera de la mudez para internarse en la reflexión oral… ¿O sí?: «Siempre he perseguido un tipo de amistad que no se limite a un intercambio de soledades […] Siempre he buscado amigos a los que poder entregarme sin condiciones, sin reservas. Esa clase de amigos que con sólo una mirada saben qué humor toca y cómo deben actuar…».
Adopta como propios los ecos musicales más o menos pretéritos, paladeando las letras de John Lennon o Serrat a Radio Futura y Míkel Erentxun, reconstruyendo Diana en su mente aquellos programas de televisión míticos, forjadores de toda una generación de teleadictos vespertinos. ¿Ejemplos? Heidi, Verano Azul, La casa de la pradera… Novela sobre literatura revisitada, aquella que jalonó la juventud de la protagonista: desde El guardián entre el centeno hasta Nubosidad variable pasando por el fraguador de pensamientos propios: El club de los poetas muertos.
Tiene muchas lecturas el juego íntimo que aquí se nos brinda, puedo imaginar el cosquilleo para el cerebro de una lectura en voz baja pegada al oído; aunque se presta también a otra silenciosa permitiendo el aullido emitido por estos descarnados sentimientos, e inclusive cabe un juego a priori pérfido y sin embargo válido en este escenario: el de barajar los capítulos salteándolos, sin que por ello pierda fuerza y sentido el contenido de este libro.
«Ya no hay molinos en La Mancha. No al menos como los que ilustran los libros del Quijote. O quizá los hay, pero no se ven desde este tren», se nos dice en el ocaso de la novela, cuando periclitan esas meditaciones de Diana al llegar al «fin de los sueños adolescentes, con diez años de retraso». Este despertar de la protagonista coincide con el desvanecimiento de la obra, con su final, no otra cosa sino un principio, una partida en tren hacia el destino de la nueva vida al aguardo.
Y al aguardo nos quedamos de la siguiente joyita que nos regale Marina Fernández, porque si debuta con esta obra madura pese a emanar de quien no está sino en la génesis de su carrera, con el bastión de su saber hacer literario, con un estilo propio ya consolidado, le auguramos éxitos venideros y le deseamos el reconocimiento por editores, primero, y público.
Este último, no me cabe duda.
Valdría la pena, lo quiero. Gracias por darlo a conocer.
ResponderEliminar